Una tienda en París (24 page)

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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

BOOK: Una tienda en París
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Las odiosas vigas del techo vibraron por la presencia de alguien subiendo las escaleras del edificio. Sonreí coqueta.

Sonó un golpe en la puerta.

CAPÍTULO 31

Una de las ventajas de la felicidad es que puedes huir o llegar a la puerta en segundos. Un chico simpático, joven, preguntó por la señorita Humbert.

—Soy yo. Alice Humbert.

—Esta carta es para usted.

El remite era de los señores Fresnault, sin más. No indicaba quién de los dos me enviaba la misiva. Supuse que era de él porque reconocí su letra. Rompí el sobre con cuidado y desplegué el papel, en el que se podía leer:

Querida Alice, creo que esta carta llegará tarde. Debes saber que te guardamos mucho cariño y que nunca hemos olvidado tu compañía siempre tan feliz y tan amable con nosotros. Esta ausencia no ha hecho más que aumentar nuestro amor a tu familia, entendemos que si no estás es porque tu vida ha sido generosa con tus sueños y que el rumbo que has elegido será el que siempre quiso tu familia para ti.

Tanto mi esposa como yo guardamos muy buenos recuerdos de tu infancia y adolescencia y sabemos que serás una mujer feliz. No cabe duda, tu ángel de la guarda debe estar protegiéndote como nos ha protegido a nosotros. Así deseamos que siga siendo. Confiamos en que vinieras algún día a casa porque siempre has sido y serás bien recibida, pero no ha habido manera de encontrarte en París hasta ahora. Imaginamos que no serás todavía conocedora de la terrible noticia. Tu madre ha fallecido después de una larga enfermedad, tus hermanos ya no están…

No tuve suficiente aire para respirar, mamá había muerto. Sacudí la cabeza y arrugué el papel entre mis manos, no podía soportar leer ni una palabra más. Ni una sola palabra más… En las calles se escuchó una banda de música alborotando las aceras con carreras y bailes que acabaron por destrozarme, la música de la felicidad ajena se mezclaba con la inmensa tristeza que llenaba mi habitación. Era un cadáver viviente. La gente gritaba canciones, yo estaba envenenada de dolor, arrugada, con el mismo frío que debió de tener mi madre aquella noche en la que la hice invisible. La angustia me atravesaba el cuerpo hasta hacerme llorar. Podía notarme el pulso en el cuello, ahogándome la respiración. El dolor me hizo sentirme la mujer más despreciable de la tierra porque mientras intentaba asimilar la muerte, olvidar la música, respirar, aguantándome de pie…, no podía arrancarme de la cabeza la imagen de mi madre envuelta en una manta, aterida de frío mientras yo me colaba disimuladamente en el coche de Ërno. Aquella noche huí de ella huyendo también de mí sin saber que iba a ser la última vez en verla viva, mirándome, esperando algo de mí. Las dos habíamos muerto de una manera. Con una diferencia: yo pude haberme despedido.

Dejé caer la carta al suelo y me senté, mirando la puerta por la que acababa de irse el chico. Nunca me volví a sentir tan mal en mi vida, puedo repetirlo hasta agotar las palabras que me quedan porque nunca sentí tanto espanto de mí misma. En ese momento me di cuenta de que estaba sola y que así lo iba a estar para siempre. Sola. Quien huye de la verdad acaba tropezándose con ella. Una cree que va a durar toda la vida y que va a tener tiempo para corregir sus errores, pero no. Los errores se encargan de echarnos sal en los ojos.

Me eché a la calle vestida como iba: apestando a dolor y a perfume.

—Discúlpenme —le dije a uno de los que iban aporreando unos tambores mientras me secaba las lágrimas con los puños.

El que iba moviendo una bandera llena de flecos me agarró de la cintura y me obligó a bailar con ellos.

—¡Venga, belleza!

—¡Déjenme! —grité.

Se me puso la espalda rígida, recordé la primera noche en la que aquel médico intentó abusar de mí. Me trató como lo que debía estar aparentando ser, un desecho. El músico borracho que me agarraba por la cadera intentó besarme y me zafé echando a correr entre los tambores, tropezando con ellos, rasgándome el vestido como si me rasgara el alma. En las calles por las que iba colándome merodeaban vagabundos y maleantes que empezaron a darme miedo como nunca antes me había pasado. Era ese frío que da la soledad real y que antes no me había asustado. La gente andaba por las aceras violentamente, salvando los charcos y las aguas que bajaban por los bordillos llenos de basura.

Llegué a la casa de mi madre con la esperanza de que todo fuese mentira y aporreé la puerta para que me abrieran. No había nadie, sin embargo, la puerta cedió y caí de bruces en el que había sido mi hogar durante tantos años de pobreza. A gatas, como debí de haberlo hecho de niña buscando a mi madre, me deslicé por la casa en tinieblas, «¿mamá, mamááá?», sin ningún éxito. Tropecé con las sillas y me dejé caer en una de ellas, en la que todavía sentí el calor de tantos inviernos. Esa soledad que tienen las casas después de la muerte es infinita. Mi mesa estaba donde tenía que estar, junto a la ventana en la que mirábamos el bullicio de la calle y donde comíamos las ayudas de los Fresnault. Arrastré la butaca hasta los cristales, traté de no mirar la manta con la que se cubría mamá las piernas, y me quedé horas resecándome en el frío de lo que había sido un hogar.

Aparté mi cara de las fotos que teníamos sobre la chimenea, ahora negra como una boca de túnel, entonces alegre como si siempre fuera Navidad. En la repisa, inmortalizados, estábamos los cuatro, con las caras limpias y los pelos retirados hacia atrás. La blusa de mi madre era prestada para aquella sesión, una con unas puntillas abiertas sobre la que se puso un broche también prestado de la esposa del fotógrafo, que nos miraba con la envida de la felicidad ajena. Nos pellizcó los mofletes para sonrosar la alegría que ya venía de casa, porque esa no había manera de ocultarla con joyas prestadas, y nos besó. Luego un flash nos cegó. Mi muñeca estaba sobre el alféizar de la ventana, junto al cestillo de mimbre con agujas e hilos.

Aparentemente la casa estaba viva, incluso se notaba el calor de los cuerpos que acababan de salir por la puerta. Y las pisadas extrañas que en otros días parecían visita ahora se hacían intrusas en la calma de una casa que ya nunca iba a ser hogar. Un silencio tóxico llenaba el aire de soledad. Pegué la cara en el cristal helado de la ventana y el aliento marcó mi silueta, aparté la vista de la calle y borré la marca que había dejado mi respiración. «¿Mamá, mamááá…?», volví a preguntar sabiendo que no iba a obtener respuesta.

—Mamá…

El encaje de su delantal asomaba por detrás de la puerta. Se había quedado colgado del clavito en el que siempre lo dejaba para salir a abrazarnos. Usé su espejo para secarme las lágrimas y mirar el desierto que se había instalado en mis ojos. Me limpié con la tela y fue peor porque todo su olor de madre vino a colarse hasta los tuétanos de mis huesos. Anhelé abrazarla.

Ese era un hogar pequeño y tranquilo, era mi casa. Solo donde está tu madre está tu casa. Así me senté, destrozada, en su cama. La habitación era pequeña y austera, en el centro, rozando con la puerta, su cama de madera y metal, que inexplicablemente no estaba tan gélida como el resto, cuando siempre había sido una casa que entumecía las articulaciones. A veces dormíamos juntas para evitar amanecer rígidas de frío, nos frotábamos las manos antes de salir de las mantas para al menos poder vestirnos. Una pequeña luz de la calle iluminó su lado como si me obligara a mirar en esa dirección.

Podía verla tumbada, cuando se dormía antes que yo.

Miré conteniendo el aliento.

Me pregunté cómo podía haber sido tan mala huyendo aquella noche y la cama chirrió al echarme sobre la colcha de lana. Me sentí despoblada. Pasaron mis cinco años, mis siete años, mis doce, mis catorce, mis quince y en todas direcciones aparecía ella, con la espalda encorvada para abrazarme. Qué habría sido de mí sin ella. Peor. Qué sería de mí sin ella…

El chirrido de la madera de la cama fue la única respuesta, como un lamento que se fundió con el mío, agonizante.

Por fin, cuando el sonido se perdió, salí hacia la puerta, la cerré y me eché perdida a las calles, mi nuevo hogar.

En la fachada oscurecida donde había vivido tantos años se me representó la figura de mi madre asomada a la ventana como cuando me iba a clase bien temprano, cargada con mi libro y mi lapicero recién afilado con el cuchillo. Me pareció ver su mano pegada al cristal, levanté la mía como tocándola en un intento absurdo de despedirme o pedir perdón. El dolor subió por mi cuello hasta mis mejillas.

Lloré.

Al llegar al final de la calle, un hombre meneó la cabeza con gesto displicente y me llamó por mi nombre en medio de la noche.

—Alice…

Escuché miedosa cómo, burlón, volvía a repetir mi nombre de forma susurrante. No había mucho que ver, solo una farola al fondo debía iluminarme a mí como un fantasma errante. Pasé la mano por mi pecho para abrigarme el miedo y cambié de acera intentando evitar la silueta del animal que caminaba hacia mí.

—Bueno, bueno, niña Alice.

Era la voz de Kisling, que caminaba borracho. Sin embargo, la soledad hacía que yo sintiera solo miedo de mí.

—No imaginaba que te encontraría por aquí a estas horas…

Seguramente mi expresión me traicionó porque él se arrimó.

—Tú siempre has sido ave nocturna.

Me pellizcó fuertemente en el trasero y me apretó contra él, que venía abrigado y caliente de ron de algún bar. Yo estaba glacial y sin capacidad para expresar sentimientos. Kisling hizo una pausa y me abrazó para no caerse del bordillo escarchado de frío. Yo me abracé a él para no caerme del abismo.

No tuvo que decir ninguna palabra para llevarme hasta su casa. Ese era uno de sus secretos.

—No está lejos —apuntó—. Allí entrarás en calor.

Seguramente ni recordaba que yo ya había estado en su casa. Tampoco necesitaba ninguna explicación para salir de aquellas calles porque él fue quien, cubriéndome con su abrigo, hizo que yo mudara de piel como las serpientes. No hay muchos lugares en los que uno encuentre la meta, pero sí hay muchos lugares de donde huir. Sus manos ásperas, sucias de pintura y olientes a tabaco y ron, me sirvieron de acicate para salir de allí dejando mi piel en las alcantarillas.

Sin duda había advertido mi desamparo porque me llevó caminando zurcida a él para abrigarme del frío de la noche al mismo tiempo que me empujaba atrapada, como una mariposa en un frasco de vidrio.

Ya no era la rue Campagne Première donde tenía su taller, había pasado mucho tiempo desde la última vez; ahora se escondía en el número 3 de Joseph Bara, donde también Modigliani había ido a pintar hasta su muerte según la última conversación con Kiki.

—Discúlpame —le dije, luchando contra sus manos lascivas que buscaban entre mi ropa.

Kisling me agarró la muñeca y me obligó a desnudarle.

—Alice, no es la primera vez. Viniste aquí para que te pintara, te recuerdo que te gustó sentirte observada, eras tan provocativa cuando colgabas la ropa… ¿Te lo recuerdo? Debes afrontar la realidad. Este es tu mundo. Olvídate de los grandes salones y vuelve.

—Moïse, me estás asustando —le dije—. Por favor, déjame salir. Estoy derrotada.

—Ya no eres una niña. Estamos solos.

Kisling sacudió la cabeza.

—Mira qué pálida estás, bebe algo de ron —comentó acercándome una botella que tenía abierta sobre la mesa de los pinceles—. Da un trago.

Era capaz de cualquier cosa y yo esa noche estaba perdida y más vacía que nunca, así que mi cuerpo no fue más que el envoltorio de un paquete hueco. Kisling y yo empezamos a hacer el amor a golpes, con su violencia habitual que tantas tardes había volcado en mí para cerrar el taller. Me agarré a la mesa para no caerme. Las manos sudadas recorrían mi cuerpo en una euforia que mezclaba borrachera y pasión, yo estaba tensa al principio, luego me dejé llevar por su excitación y acaloramiento. La idea de pensar que me estaba gustando me ponía los pelos de punta. Tampoco hacía falta que dijera nada. Mis gemidos dejaban claro que nadie me hacía el amor como Moïse. Nos agitamos de forma desesperada.

—Me voy a vestir —le dije—. Quiero irme a casa.

Su rostro se contrajo.

—Quiero pintarte.

Al principio me sentí sorprendida, pero a esas horas en las que ya despuntaba el día por entre los tejados de París daba igual huir o quedarse.

—De acuerdo… —balbuceé.

—Quédate como estás.

—¿Así?

—Sí, claro —contestó.

Era incapaz de mover un solo músculo después de vomitar tantos sentimientos. Me quedé impávida, apoyada en su sofá como si hubiera sido abandonada. Se quedó mirándome como si estuviera enajenado, sus ojos vidriosos eran los de un reptil que sabe que la presa ya es suya.

—Retírate la tela —continuó—. No encojas las piernas, déjalas así, abiertas. Estás bella, no hay pintor que pueda retratarte en la inmensidad de tu atractivo.

—¿Me quito
esto
? —pregunté.

Kisling sacudió la cabeza. Inclinándose hacia delante, susurró:

—Me es indiferente.

«Esto» era el collar de Ërno que todavía llevaba colgado al cuello, las esmeraldas que me había regalado aquella noche en la que debí ser feliz y que había sido incapaz de quitarme. Dejé escapar un lamento nervioso que Moïse entendió como un suspiro lascivo y tragué aire para evitar vomitar el terror que me estaba empezando a subir por las venas.

CAPÍTULO 32

Ese invierno fue muy duro, tal vez el más duro de mi vida, porque significó un antes y un después en mi forma de ser. Yo nunca había confiado en mí, pero ahora temía que tampoco pudieran confiar los demás. Eso era lo peor. A la mañana siguiente decidí perderme por mi viejo barrio para contemplar qué raíz quedaba de mí en aquellas aceras, tuve fuerzas para volver a entrar en casa. Anduve perdida, disimulando que buscaba un determinado portal para ir parándome caprichosamente en cada número y respirar el olor de los puestos de verduras, de las frutas, de los quesos, la leña quemada, las flores… Perdida hasta que me tropecé con una cría que salía corriendo de mi portal y que me recordó a mí cuando sabía que nada podía pasarme porque estaba mamá en casa.

La pequeña me sonrió levemente como si leyera mi pensamiento. «Hola, señora», me dijo mientras se alisaba el vestido y pasaba delante de mí.

—Hola —correspondí, afligida involuntariamente.

Tras ella salió su madre, que iba pidiéndole a la pequeña que se abrochara bien el gabán. «Sí, mamá, sí, mamá…», replicaba corriendo libre entre los puestos.

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