El sótano estuvo cerrado durante la inauguración de mi tienda. Era el único secreto que quería mantener alejado de los invitados, de hecho, empujé uno de los mostradores para tapar parcialmente la portezuela del suelo y que quedara invisible a las preguntas curiosas. Mi cómplice era Hélène. La misma que una tarde me instó a cortarme el pelo para parecer «más francesa y alocada» y que se encargó de invitar a los vecinos, pequeños empresarios de la calle, y algunos amigos con los que, durante todo el periodo de obras de restauración, habíamos tomado café, comido y discutido de política en las escaleras de Chez Julien. Se había quitado las gafas, se había pintado y perfumado «por si acaso», como ella decía, «que nunca se sabe».
—En esta calle tampoco pasan tantas cosas, no creas.
Me pareció hasta extraño su comentario viniendo de ella.
—Mi vida… ¿te parece poco?
—Pues tienes razón, Teresa —aseveró con una autoridad que la hizo partícipe de mi ilusión.
—… mi tienda, mi vida, mi libertad… —continué diciendo animada por mi nueva perspectiva.
Hélène no se sorprendió. Arqueó las cejas para hablarme.
—Escúchame —apuntó en voz baja—. Todo eso está muy bien, pero debes acompañarlo de voluntad. Y no voy a tolerar —masticó cada una de las palabras— que esta tienda vuelva a estar abandonada.
—Te voy a parecer una
hippy
, pero es mi única misión —respondí aliviada.
—¿Todo eso que dices?
—Mi libertad. Esta tienda. Yo. Hacer lo que me dé la gana —dije sin encontrar las palabras adecuadas por mi familiaridad con ella.
Sostuve la mirada mientras a las dos nos cambiaba la cara con una sonrisa.
—Entonces ponme vino. Es una orden —espetó.
Era madre soltera y las amigas de su hija convirtieron la pequeña fiesta en un acontecimiento en el barrio: puertas abiertas, pequeños regalos envueltos en celofán y vino tinto que escondimos tras el mostrador para brindar con los amigos y desconocidos. Pusieron música y plantas aromáticas en la puerta. Hélène hizo de madrina conmigo hasta que, ligeramente achispada, dijo que «la cosa es tuya» —o sea, mía—, casi perdiendo el equilibrio.
—La vida… —dijo ella apoyándose en el escaparate.
—Y el azar —contesté mirando disimuladamente hacia la puerta del sótano—. El azar.
—Brindo entonces por ese azar.
—No tengo ninguna duda.
Con el rabillo del ojo vi que algunos invitados se habían quedado mirando una de las fotos enmarcadas en la pared. Me pareció que, teniendo en cuenta que nadie la conocía, no había pasado desapercibida. Sonreí reflejándome en el cristal.
Tardé poco en empezar a saludar a todos los invitados gracias al vino y a las ganas que había puesto en aquella tienda renovada. Bastaba con mirar a mi alrededor para saber que no solo había rehabilitado aquellas paredes viejas y llenas de fantasmas, también me había rehabilitado yo. Recuperar cada viga de madera había sido una forma de enderezar mis huesos, enmendar mi pasado, de corregir el rumbo, o de elegir por fin una travesía en la que instalarme y resarcirme de años en los que no había pasado nada. Nada se había movido en años.
—¿Qué nombre le has puesto a la tienda? No me he dado ni cuenta.
Salimos a la calle. Hélène me miró en silencio, luego preguntó:
—«¿Mi Amor?»
—No me digas que…
—Sí… ¿Laurent?
Nos callamos un momento sonriéndonos. Habría reconocido el tema que sonaba en ese momento dentro de mi tienda en París aunque estuviera a mil kilómetros de allí:
La question
. Aquella canción que me despertó del letargo en Madrid cuando compré un viejo cartel de madera sin sentido entonces. Tenía la mirada perdida del que logra lo que quiere. En pocos segundos, aquella tarde, presentí un vuelco y una irreprimible necesidad de cambiar de vida. Yo tenía un nudo en la garganta, idéntico al de aquella tarde. Hélène notó que me estaba costando trabajo contener el llanto.
Yo sabía perfectamente qué me iba a decir.
—No sé si recuerdas cómo llegaste aquí —añadió lentamente Hélène—: La mujer que se quedó parada delante de esta tienda era una mujer gris, tal vez ilusionada, pero gris.
—Te acepto la sinceridad…
—Sé que nunca me has contado todo, al final acabas hablando siempre de esas fotos y tus pinturas, pero supongo que tenemos mucho tiempo, ¿no?
Lo dijo con la copa de vino en la mano y esa mirada intrépida y adulta de persona intuitiva que sabe adivinar hasta los horóscopos ajenos. La vi mirándome feliz, por contagio de mi incipiente felicidad.
—Dentro está la fiesta. Tu fiesta. Pasemos.
Me empujó con la mano hacia la tienda y dijo:
—Pasa…, esta es la típica hora en la que empieza a refrescar en París.
El frío.
—Tengo con qué abrigarme —le dije.
Clavó entonces en mis ojos una mirada lúcida, cómplice.
—Ya veo.
Laurent dejó su moto en la acera y al quitarse el casco sonrió mirándome como si su destino de vida fuera yo.
Laurent me ajustó el abrigo verde sobre los hombros y fuimos caminando hacia casa de su padre cuando acabó la fiesta. Ese es uno de los momentos en los que eres feliz y no hay nada especial que lo haga dichoso. ¿Cómo explicarlo? Las fotos de Alice Humbert las había cogido de mi casa para dejárselas a Ardisson, era mi forma de colaborar, para la exposición de mujeres parisinas que tenía en marcha. ¿De qué me servían a mí si aquel hombre se emocionaba cada vez que cogía las imágenes entre sus dedos? Le había visto temblar cuando acariciaba las caras de las modelos como si parte de su vida estuviera atrapada entre los años veinte. Felices años veinte. Qué curioso. Esa felicidad que tanto busqué en el color me la tenía que imaginar ahora en blanco y negro. Pensé en llamar al viejo pintor y decirle que sí, que había empezado a difuminar, a distinguir los azules del cielo, los colores de las telas, los pañuelos y regalos de mi nueva tienda, los matices de la vida y de mi vida, que fundamentalmente había arrancado una hoja diferente para empezar de cero…
—¿Ibas de verde cuando te conocí en Madrid? —comentó de pronto Laurent tratando de hacer memoria mientras me miraba.
—Iba de azul, ¿lo recuerdas? —le dije sonriendo melancólica—. Esto no es Casablanca.
—Azul… —pensó—, azul cobalto. Es verdad, eras como el fondo de uno de mis cuadros…
—Eso dijiste —suspiré.
Se quedó en silencio unos segundos.
—Te sienta bien el color, estás muy guapa.
—Lo había olvidado.
Esa felicidad que transmitían las mujeres de mis fotos tenía tanto color como vida respiraban sus movimientos. Los sombreros, los escotes, los zapatos, los pañuelos al viento, las sonrisas, las risas… Y curiosamente todo en blanco y negro. Tres de las fotografías que enmarqué como decoración de la tienda y homenaje a aquella mujer que debió de ser feliz hablaban mucho de mí. Me refiero a que las escogí porque parecían un resumen de mi vida, de esta y de la que tuve. Una fotografía en la que se veía a la mujer que yo había sido: Alice sentada en una mesa de café, con la mirada perdida en la taza y una calle que se difuminaba a lo lejos con mala calidad. Otra que hablaba de la mujer que me hubiera gustado ser: Alice desnuda en un sofá sonriendo entusiasta junto a tres amigas posando desenfadadas. Y la tercera: Alice abrazada a un hombre que no podía identificar porque él estaba de espaldas. Ella besando su cuello herido, él vestido de fiesta.
Una hora más tarde del largo paseo tocamos el timbre de los talleres donde vivía Ardisson. La mujer de pelo blanco que arrastraba los cubos de basura me sonrió con familiaridad.
—Creo que el señor Ardisson se encuentra regular. Salió ayer a pasear como todas las mañanas y no llegó a la esquina, hoy incluso ni ha salido.
—¿Entonces? —preguntó nervioso Laurent.
—Me ha dicho que si llegaban, les dejara la llave para que pudieran entrar.
Un pensamiento cruzó por mi mente.
—¿Cómo no me ha llamado? Si se encontraba mal, debería haberme llamado.
—Subamos, tal vez está agotado —le tranquilicé.
—Me preocupa.
Esbocé a pesar de todo una sonrisa. Me di cuenta de que el amor por su padre se le intuía aunque quisiera disfrazarlo de odio. Seguramente eran tan parecidos que habían caminado por calles paralelas sin cruzarse nunca la mirada, ni la trayectoria. De lo que estaba segura es de que había hecho un hombre maravilloso y que ponían pasión en cada cosa que hacían lejos de las inhibiciones. Le apreté la mano cuando abríamos la puerta de la casa y él me correspondió. Tenía las manos resbaladizas por el sudor. En ese momento me apartó y se coló a voces en una casa que apenas conocía.
—¡Papá! ¡Papá! —gritó Laurent nada más pisar el salón acristalado del taller.
—Tenemos que… —pero no pude pronunciar las siguientes palabras para tranquilizarle porque él volvió a llamar a su padre como si rugiera un lamento seco.
—¡Papá!
Su voz resonó en la estancia donde me presenté a aquel señor por primera vez, aquella tarde nerviosa en la que extendí las fotos sobre su mesa. Nunca rezaba, pero en ese momento de silencio y eco vacío en la casa recé para que su padre estuviera allí, vivo. Todos mis miedos se me aparecieron de golpe, esos que hicieron que fuera una niña sola, sin más protección que morder la tela de la sábana para dejar de soñar pesadillas.
—¡Papá!… —repitió agarrándome esta vez la mano. Su rostro empalideció.
Laurent gritó con tanta fuerza que sentí su dolor. Me adelanté hacia la habitación como si quisiera prevenirle de algo. Se hizo el silencio a mi alrededor. Mi mente arañó la cara de mi tía Brígida cuando velaba el cuerpo de mi madre, impávida, en ese doble espejo siniestro de muerte y vida. La gemela velando a la gemela. No quise más dolor en mi vida y empujé la puerta de la habitación del señor Ardisson.
—Mathieu…
Fuera se había quedado Laurent, impasible a la noticia, apenas pudo cruzar ese muro de años de recelos y desconfianzas que en ese momento tenía forma de puerta.
Me acerqué a la cama, le toqué el rostro. El temor contagiado por mi amor me había secado la garganta y en voz baja le volví a llamar.
—Señor Ardisson…
Abrió los ojos. Me miró con benevolencia. Tenía la mirada cansada, exenta de color, estaba pálido y adormilado como un pájaro.
—Estoy aquí…
En ese momento pasó su hijo a la habitación, resollando.
—Papá…, ¿por qué no contestabas?
Calló, pero le miró con tanto amor que entendí que esos dos hombres habían estado más cerca de lo que ellos se habían alejado voluntariamente. El amor se tapa tantas veces de odio…
—Parece que ha empeorado. Debemos llevarlo al hospital. Mírale la cara.
Yo miré la suya. La de Laurent. Me reconocí en su pérdida de control y en esa infinita duda de amor y dolor, odio y desacuerdo, ese galimatías de cariño que provoca la desavenencia y el silencio de años.
—Voy a buscar un abrigo y llamo a una ambulancia —dije para dejarlos solos.
Contemplé cómo me miraba el hombre de pelo gris, como si estuviera al mismo tiempo despidiéndose y agradeciéndome todo lo que había hecho por él. Aparté la mirada porque mis ojos empezaron a bañarse en lágrimas y no quería que presenciara mi debilidad.
—Teresa… —resopló el padre, buscándome cuando crucé la puerta huyendo—. ¡Teresa!
Volví a pasar.
—Ese armario…, quiero que abra la caja que hay en el primer cajón.
Laurent, que había roto el muro de diferencias entrelazando su mano con la de su padre como si en todos esos dedos enlazados estuvieran también los de su madre, nos miró desconcertado.
Como aquella niña que escudriñaba en los armarios del palacete donde no fui feliz, volví a rebuscar en aquel otro armario de luna que se erguía a los pies de la cama de Mathieu Ardisson buscando una sorpresa. Esta vez la presencia de tía Brígida acechando no me inquietaba como en la niñez, en este caso mi curiosidad unía pasado y presente sin miedos, aunque volviera a estar buscando una respuesta. La vida es un lío y en ocasiones se desenreda. Me arrodillé apoyada en el ropero y tiré del cajón, que se volcó del peso sobre mis rodillas. Las sábanas blancas bordadas con iniciales eran como las de mi casa, nuevas y almidonadas; había ropa de cama y toallas con puntillas muy gastadas. Un intenso olor a lavanda me inundó cuando me incliné hacia delante para mirar bien. Al meter las manos entre las telas noté una caja de cartón.
—¿Ya? —murmuró desde la cama.
—¿Es una caja? —le dije agarrándola con cuidado de entre las sábanas.
—Sí.
Mathieu esbozó una sonrisa triste.
—Usted, querida Teresa, sabrá bien qué es.
Abrí la caja pero cerré los ojos.
—Ahora es para usted. Como lo fue de ellas.
Me puse de pie impresionada porque el verde de las esmeraldas era exactamente el mismo que el del cuadro del museo. Ardisson esperaba desde la cama a que yo me pronunciara, a que dijera algo. No pude.
—Mi esposa se lo puso únicamente una vez, el día que más guapa estuvo nunca. Nuestra boda. Se lo entregó su abuela Alice emocionada al vernos tan enamorados, «te entrego la felicidad», le dijo. Yo… —miró a su hijo sollozando—. Yo rompí esa cadena de amor… Querida Teresa, le ruego que sea feliz. Le exijo que sea feliz. El collar forma parte de la familia. De una familia que a trompicones ha intentado buscar el amor.