—No te preocupes, querido —murmuró—. Yo me ocuparé de ti. Por lo que ha dicho el mensajero, creo que nuestros anfitriones serán el maravilloso Tito y la fabulosa reina de Judea.
Ningún hombre en su sano juicio podía responder a la pregunta de si la reina Berenice era hermosa realmente. Por lo menos, no podía responder si estaba presente alguna mujer de la familia.
Me preguntaba si mi hermano Festo, el que había tenido una muerte heroica o cuasiheroica en el país de Berenice, habría visto en alguna ocasión a la amante de Tito. Me sentí abrumado por el deseo ya imposible de preguntarle a Festo qué opinaba de ella. Y con eso no quiero dar a entender que hubiera sucedido algo si Festo, un simple centurión de origen modesto y de costumbres vulgares, la hubiera visto alguna vez, ya que, como es bien sabido, Didio Festo era todavía un muchacho.
Y bien, ¿era hermosa esa mujer?
—¡Es llamativa! —habría dicho mi madre.
Si se consigue con sensibilidad y con prendas de buena calidad, ser llamativa tiene sus virtudes. Yo, precisamente, creo que las mujeres llamativas tienen un lugar muy importante. (Festo compartía esa idea. Y, para él, ese lugar era su cama.)
No querría dar a entender que rehuyo tratar el tema recurriendo a un mal hermano que, precisamente, tenía fama de acosar a cualquiera que llevase faldas largas. Sólo pretendo decir, como hago tantas veces incluso en presencia de Helena Justina, que si mi hermano hubiera visto a la reina Berenice en alguna ocasión, sin duda se habría planteado el reto de intentar desplazar a su comandante en jefe (Tito César, legado de la XV legión cuando Festo sirvió en el ejército) y que yo personalmente habría disfrutado viendo a Festo probar su suerte.
Eso es todo. Cualquiera puede soñar si le dejan.
Quienquiera que sea, difícilmente puede evitarlo, creedme, cuando ha pasado horas enteras supervisando cubos de excrementos de las profundidades de una letrina que probablemente empezó a utilizarse en tiempos de la República y que apenas ha sido vaciada desde entonces y, a continuación, entra en una estancia tan llena de objetos exóticos que apenas es capaz de abarcarlos todos, por no hablar de la dama con la diadema que parece saciar de halagos a Tito como si fueran enormes ostras perlíferas en salsa de vino. (A Tito se le cae la baba con los murmullos cariñosos como a un perro faldero.) (Los fámulos tienen fija la mirada en el suelo.) (Helena se sofoca.)
—¡Oh, tranquilízate, Falco! No es más que una mujer. Dos ojos, una nariz, dos brazos, un busto bien perfilado y, tal vez, no tantos dientes como debía de tener tiempo atrás.
Pero yo no soy dentista. No eran los dientes lo que yo había escrutado de la reina Berenice.
Por fortuna acabábamos de entrar en la Casa Dorada de Nerón, donde el abastecimiento de agua se producía desde múltiples puntos diferentes, con un caudal extraordinario que se mantenía abierto permanentemente. Sin proponérselo, el desquiciado arpista imperial había creado el sueño de un satírico: en la Casa Dorada, una chica enérgica podía ser desconsiderada con una rival de un extremo a otro del recinto; de hecho, podía serlo hasta que los perfumes orientales de la rival la hicieran retroceder un paso e intentara no estornudar.
Con un revuelo de seda y púrpura, Tito César, todo rizos y mejillas regordetas, se levantó del estrado para darnos la bienvenida. Era un Flavio típico; grueso, achaparrado, el aspecto como el de un saludable campesino, corriente pero consciente de su dignidad.
—¡Helena Justina! ¡Qué alegría me da verte! Bienvenido, Falco.
Tito parecía dispuesto a reventar de orgullo ante su conquista… o ante el hecho de haber sido conquistado por tal belleza. Como es comprensible, estaba impaciente por exhibir a su nueva novia de estirpe real ante la hija de un senador que un día se mostró fría y displicente con él. Helena respondió con una sonrisa tierna. De haber conocido bien a Helena, Tito habría contenido su entusiasmo. Si me hubiera sonreído así a mí, habría vuelto a mi diván, habría juntado las rodillas, habría cruzado las manos y guardado silencio durante una hora por lo menos antes de que me estallaran los oídos.
En su condición de hijo y heredero del emperador, Tito dio por sentado que él era la autoridad suprema allí. La reina Berenice, si no estoy equivocado en mi juicio, detectaba corrientes ocultas más complejas. Lo había seguido hasta nosotros, envuelta en ropas llamativas. Era un buen truco. Las vestiduras de seda contribuían a ello. De ese modo es fácil hacerlo (según me contó Helena más tarde) si una lleva sandalias con las que es difícil caminar, y tiene que balancearse insinuándose para no caer cuando desciende por unos peldaños bajos.
Los fámulos nos situaron a todos informalmente, en divanes repartidos al pie del estrado. Los cojines estaban tan rellenos de plumón que casi me resbalé del mío. Como en todas las mansiones diseñadas por arquitectos, los suelos resultaban peligrosos; mis botas tachonadas de clavos ya habían resbalado unas cuantas veces sobre los mosaicos del suelo, sumamente pulimentados. No había mucho que ver y no supe dónde posar la mirada. (Me refiero a los exquisitos murales, tanto de las paredes como en las bóvedas del techo, por supuesto.)
—¡Estás muy callado, Falco! —dijo Tito con una risita estridente. El muy desgraciado apestaba a felicidad.
—Estoy deslumbrado, César. —Sabía ser cortés. Sin embargo, después de los esfuerzos de aquel día, quizás estaba visiblemente apático. Físicamente, estaba agotado. Confiaba en que mi cansancio fuera pasajero. Tenía yo unas agujetas que me preocupaban. La edad empezaba a pesarme. Notaba ásperas las manos y las uñas, tirante la piel seca del rostro e incluso después de un baño de vapor y un buen baño en las termas, el contenido de la letrina todavía despertaba en mí recuerdos olfativos nauseabundos.
—Marco está exhausto —le dijo Helena a Tito, al tiempo que tomaba asiento con elegancia. Aunque era una chica reservada, en ocasiones mostraba una compostura que me asombraba. En todo caso, sabía cuándo mantener la boca cerrada. La verdad es que estaba demasiado cansado y ella, impaciente por hacerse cargo de la situación, continuó—: Ha pasado todo el día buscando a esa chiquilla de la casa de los Laelios. Cuando fui a buscarlo por indicación tuya, estaba sucio y tengo la certeza de que no le han dado nada de comer en todo el día…
Berenice respondió inmediatamente a la insinuación. (Así pues, los rumores eran ciertos; la reina ya se había hecho con las llaves de la casa…) Unos rubíes deslumbrantes brillaron en su lánguida mano para pedir que me trajeran algo de comer. Helena le dedicó una sonrisa radiante.
—¿Y no ha habido suerte? —preguntó Tito. Parecía muy interesado por recibir una respuesta tranquilizadora.
—Ni rastro, por desgracia —repuso Helena. Enseguida nos trajeron una bandeja llena de canapés. Empecé a picar; Helena los estudió como una degustadora profesional, escogió varios de las diferentes fuentes de plata y me los iba metiendo en la boca casi tan deprisa como yo los tragaba. Por fortuna, la toga, bien atada, evitó que me desplomara. Apoyado en sus cálidos pliegues de lana, sucumbí a la tentación de ser atendido como un inválido. El lugar era agradable, Helena se encargaba de la conversación y yo me entretenía en mirar a mi alrededor mientras dejaba que ella llevara la voz cantante.
Me pregunté cómo sería en esta época la vida hogareña de la familia imperial; el joven Domiciano, imitando el rapto de Livia por Augusto, había hecho lo mismo con una mujer casada y había anunciado que se casaba con ella; eso sucedió después de seducir a todas las esposas de senadores a las que pudo convencer de que le ofrecieran sus favores…, antes de que su padre regresara y le cortara las alas. Tito (una vez divorciado y otra, viudo) se había unido, de forma quizás inesperada, con aquella exótica mujer de estirpe regia. Anteriormente, Vespasiano había vivido abiertamente con una liberta sumamente astuta, Antonia Caenis, mi difunta patrona. (¿Era pura coincidencia que Berenice hubiera retrasado su llegada a Roma hasta después de la muerte de la sensata e influyente concubina de Vespasiano?) También había un par de mujeres en la familia: Julia, la hija de Tito, y Flavia. Vespasiano se había retirado a vivir a los jardines de Salustro, al norte de la ciudad, cerca de su casa familiar. Sin embargo, incluso en ausencia del anciano emperador, los desayunos en común debían de ser acontecimientos por todo lo alto.
—Supongo que tu padre debe de haber reflexionado sobre la conveniencia de seguir adelante con el sorteo de las vestales, ¿no? —le preguntó Helena a Tito.
—Bueno, creemos que no hay nada que hacer al respecto. Tenemos veinte candidatas que cumplen perfectamente las condiciones…
—Diecinueve —murmuré con la boca llena.
—¡Gaya Laelia todavía puede aparecer sana y salva! —me reprendió Tito.
—Es que hay que retirar a otra de las niñas —le informó Helena con voz parsimoniosa—. Su padre ha muerto. —Tito se incorporó al comprobar que Helena sabía más del asunto que él mismo—. Si se celebra el sorteo —explicó Helena para poner al corriente a la reina Berenice—, todas las candidatas deben estar presentes. Es fundamental que, cuando el pontífice máximo dé a conocer el nombre seleccionado, pueda continuar el ritual: tomar de la mano a la niña, recibirla con la antigua fórmula y apartarla de inmediato de la familia para llevarla a su nuevo hogar, la casa de las vestales.
La reina prestó atención sin hacer comentario alguno, fijos sus ojos en los ojos oscuros de Helena. Me pregunté qué opinión tendría de nosotros. ¿Le había contado Tito a quién había mandado llamar? Y, si así era, ¿cómo nos habría descrito? ¿Esperaba Berenice que aquel hombre de baja cuna, brazos y piernas fatigados y perilla bien cuidada, se rindiera con dócil sumisión a una criatura fría que le hablaba al hijo del emperador como si fuera uno de sus hermanos?
Helena continuó su explicación, especialmente dirigida a la reina:
—Hablamos de una ceremonia simbólica en la que la niña elegida abandona la autoridad de su familia y se convierte en hija de Vesta. Se le rapa la cabeza y los cabellos se cuelgan de un árbol sagrado. Aunque, por supuesto, después se deja que le crezcan otra vez; también se la viste con el atuendo formal de una virgen vestal y, desde ese día, empieza su instrucción. Si la elegida no estuviera presente cuando se pronuncia su nombre, se produciría una situación muy embarazosa.
—Imposible que sea éste el caso —dijo Tito.
Me comí con aire pensativo un buñuelo de langosta. El cocinero se había dejado un pedazo de concha. La saqué con expresión dolorida, como si esperase algo mejor allí.
—Tenía entendido que habías encargado la búsqueda de Gaya Laelia a Rutilio Gálico —comentó Helena a Tito, reprochándole tal vez su interferencia. Crucé la mirada con la del joven César y le dediqué una débil sonrisa. Tiempo atrás, me tenía en la cuerda floja cada vez que me llamaba a una reunión. Bien, ahora era una persona respetable y podía llevar conmigo a mi novia, inteligente y de buena cuna, para defenderme como un preparador de gladiadores que coreografiara una pelea.
Había sobornado a un fámulo con un botellón de vino pero, cuando el chico llegó hasta nosotros, cogió el jarro que el fámulo tenía en la mano y me sirvió una copa ella misma. El fámulo dio un respingo de sorpresa. Tomé un poco de vino. Helena se inclinó hacia delante como si esperara a oír lo que Tito tenía que decir. La fina estola que la cubría se había deslizado por su espalda y los rizos de sus cabellos pendían sobre su cuello. Alargué la mano libre y tiré suavemente de uno de los rizos sedosos de forma que, cuando volvió a sentarse, lo hizo más cerca de mí. Desafiando el protocolo, la ceñí con mi brazo.
—¿Alguna medida extra, César?
Esta vez el tono autoritario era el mío. Me pareció que Berenice entornaba los ojos ligeramente, como si se preguntara si Helena aceptaría mi gesto descarado. Así fue, naturalmente. La refinada y elegante Helena Justina sabía que si me causaba algún problema le haría cosquillas en el cuello hasta que no resistiera más.
—Eso es bastante sensato, Falco. —Sí que lo era. Quizás ahora fuese procurador de los gansos sagrados, pero seguía siendo el componedor que se encargaba de todos los trabajos difíciles—. Sólo quiero pedirte que hagas todo lo que puedas.
—Marco no cejará hasta que encuentre a la niña.
Con la facilidad que da la práctica, Helena se había desembarazado del brazo con que la rodeaba.
—Sí, claro. —Tito se mostró satisfecho. Después, miró a Berenice. La reina daba la impresión de esperar algo; él parecía apurado—. Ha habido cierto resentimiento contra la reina y contra mí…
Incliné la cabeza con gesto de cortesía. Helena, a mi lado, me tomó de la mano. Pero no creería que iba a responder con alguna brusquedad, ¿no? El joven estaba enamorado. Daba pena verlo.
—Es ridículo —dijo Tito en son de burla. A sus ojos Berenice no podía equivocarse y cualquiera que insinuara que había problemas era cruel e irracional. Pero el joven tenía que estar sobre aviso, como lo había estado su padre cuando Berenice, al principio, había probado sus estratagemas con el propio viejo.
Allí los amantes estaban aislados y podían convencerse a sí mismos de que todo iba bien. Esto permitía a Tito hacer caso omiso de la general desaprobación pública. Sin embargo, tendría que afrontar la realidad cuando Vespasiano en persona decidiera desmontar aquel nido de amor.
Los murmullos de desaprobación ya debían de haber alcanzado a la romántica pareja.
—Como quizá sepas —me dijo Tito con voz firme y formal, como si estuviera pronunciando un discurso—, la última vez que la pequeña desaparecida, Gaya Laelia, fue vista en público estaba en una recepción ofrecida por la reina Berenice a todas las jóvenes candidatas al sorteo.
—Gaya Laelia pasó parte de la tarde en el regazo de la reina —asentí—. Me alegro de que hayas sacado el tema a colación, César. Tengo entendido que se produjo cierta conmoción…
—Estás bien informado, Falco.
—Tengo contactos en todas partes.
Tito me escuchó, pensativo. Lamenté haber hablado.
Helena se volvió hacia Berenice y comentó:
—Tal vez eso sea importante. ¿Podrías decirnos a qué se debió esa conmoción?
—No —respondió Tito en lugar de la reina—. De lo único que hablaba la pequeña era de su alegría por ser seleccionada. Por entrar en el sorteo, quiero decir.