—No soy yo quien ha de hacerlo. Pero tampoco tiene nada que ver con la pequeña.
—Será mejor que tengas razón, flamen pomonalis. Porque, si le ha sucedido algo, caerá sobre tu conciencia.
Habíamos empezado a buscar por el patio de la cocina, en la parte trasera de la casa. Peinamos cada palmo de terreno y los esclavos utilizaron horcas y almocafres para remover los montones de desperdicios. Habían hecho una hoguera y yo, personalmente, rastrillé las cenizas mientras los esclavos daban la última batida en la zona de matorrales más tupidos, junto al muro del fondo. Pedí una escalera (los albañiles disponían de varias) e incluso subí y me asomé al otro lado del muro. Allí había unos baños públicos en un laberinto de calles. Si Gaya había conseguido escalar aquella tapia, bien pudo alcanzar las callejas del Aventino y escapar hacia la puerta Raudusculana. Pero, para lograrlo, debería haber llevado a cabo una hazaña como suponía la de la escalada. Yo mismo apenas conseguí abrirme paso entre los ásperos matojos después de soltar un montón de tacos, recibir rasguños y varios sietes en la túnica. Parecía una tarea sumamente difícil para una niña. La altura del muro una vez subido sobre la escalera apoyada precariamente en el suelo desigual imponía demasiado. Pero yo nunca descartaba nada de forma rotunda y absoluta. Si Gaya pensaba que con la huida salvaba la vida, la desesperación podía hacer posible cualquier cosa.
A continuación buscamos y rebuscamos por toda la casa. Dividí a mi grupo y puse la mitad a las órdenes de Ariminio. Yo empecé por arriba con mi grupo y él, por abajo con el suyo. Cuando nos cruzamos a mitad de camino, comprendimos que cada rincón convenía rastrearlo dos veces y no sólo una.
Abundaban los grandes salones y los pequeños cubículos. Una zona, que a juzgar por su estado era mucho más antigua que el resto de la propiedad, tenía todas las estancias conectadas entre sí siguiendo una anticuada secuencia; otras alas se componían de salones modernos decorados con gusto que conducían a pasillos con murales al fresco. Un sótano húmedo constaba de una cincuentena de celdas para esclavos, lo cual permitía una inspección más rápida. Lo único que había en ellas era unos cuantos tesoros sin valor y unas colchonetas duras en las que dormir. Hicimos formar a los esclavos al estilo militar, cada uno a la entrada de su compartimiento, mientras los demás buscábamos. Aquello me dio la oportunidad de preguntarles, uno por uno, si sabían algo de Gaya o si la habían visto el día anterior, después de enviar su madre a la niñera a cumplir otras obligaciones.
—Por cierto, ¿cuáles eran esas obligaciones? —pregunté a Ariminio como quien no quiere la cosa, pero se limitó a encogerse de hombros con un gesto vago. Dar instrucciones a las mujeres era cosa de mujeres o, al menos, era lo que quería hacerme pensar.
En la mayoría de las casas había extrañas creencias, pero pocas tan extrañas como las que veía allí. En la alcoba del ex flamen, que estaba a cierta distancia del resto de la zona familiar, había un cuenco de pastelillos de los que se ofrecían en los sacrificios (¿por si de noche le daba por atracarse?). Las patas de la mesa estaban embadurnadas de arcilla, un recurso que permitía a un flamen dialis en ejercicio de su cargo cumplir con la antigua tradición de que siempre debía dormir en el suelo. Pero Numentino no necesitaba recurrir a esta estratagema. El retiro no significaba nada para el viejo, aunque tal cosa parecía forzada con el cambio de residencia.
Yo habría sido incapaz de vivir allí. Lo que para ellos significaba un refinamiento de gente de buena posición, a mí me hacía apartar mi larga y bien dibujada nariz etrusca; la biblioteca del ex flamen, por ejemplo, no contenía más que rollos de tonterías rituales, tan oscuras como los Libros Sibilinos. Por toda la casa había diseminada una incontable cantidad de nichos y hornacinas que hacían de capillas y el hedor dulzón del incienso reinaba por doquier. Los telares de las mujeres se alineaban en una sala sin otro mobiliario, como el taller del sastre más miserable. La bodega estaba poco surtida. Incluso Helena y yo, con el agua al cuello en asuntos de dinero, prestábamos más atención a la calidad del aceite que se quemaba en nuestras lámparas. Una cosa es la falta de recursos y otra la falta de interés. Esta última es lamentable.
Pero yo no estaba allí para criticar sus costumbres y su vida; si lo hubiera hecho más gente en el pasado y si su calidad hubiese mejorado un poco, tal vez habrían conseguido padecer menos infelicidad, y quizá la niña aún estaría en su casa, sana y salva.
Llegamos al punto en que sólo quedaba un lugar en el que mirar. El corazón se me encogió. Había confiado en poder evitarlo, pero ahora tenía que hacerse. Después de comprobar el plano, encabecé la marcha hacia un pequeño cubículo de la zona de la cocina. Al llegar allí pedí un voluntario. Se produjo un silencio embarazoso. Le dije a Ariminio que escogiera a un esclavo que fuera merecedor de un castigo, mandé traer unos cubos y di orden de quitar el asiento de madera con doble agujero para vaciar la letrina.
Era imposible llegar desde fuera mucho más abajo del nivel del suelo, de modo que colgamos al esclavo sobre el agujero con unas correas y le dimos un palo largo para que removiera el fondo. Lo mantuvimos allí suspendido durante más de una hora, hasta que dio la impresión de estar a punto de desmayarse. Lo izamos muy oportunamente. La letrina estaba muy bien construida, con una profundidad de una braza y media pero gracias a los dioses no encontramos nada.
Bueno, encontramos mucho, pero nada importante.
Habíamos hecho todo lo posible. Salvo arrancar el tejado y hacer agujerear los tabiques, habíamos buscado en todos los lugares sospechosos. Ariminio se esfumó como por ensalmo, perdido su anterior entusiasmo en vista del fracaso que se veía venir. Al no recibir más órdenes ni suyas ni mías, los esclavos también perdieron el interés. Incluso mi escolta olvidó, muy convenientemente, que le habían ordenado no apartarse de mi lado.
No podía hacer nada más. Pensé en pasar allí la noche, escuchar ruidos y husmear el ambiente. Pero se me había pegado más de lo justo ese halo entontecedor y deprimente que envolvía aquel hogar infeliz. No podía determinar con precisión qué era lo que sucedía, pero quedaban restos de viejos misterios por todos los rincones. Se palpaba que aquella gente ocultaba algo terrible. Lo único que me aliviaba era pensar que el pomonalis tuviera razón cuando decía que aquello no afectaba a Gaya.
Salí por última vez al jardín del peristilo. En aquel momento, no había nadie. Con la escoba de varillas de Gaya en la mano, avancé despacio por la zona central, me senté en el banco de mármol y apoyé los codos en las rodillas. No había comido en todo el día y me sentía sucio y agotado. Allí no se le ocurría a nadie ofrecerme un refresco o el uso de las dependencias de aseo. Ya hacía mucho rato que había renunciado a quejarme o a decir lo que pensaba de todos ellos. Pero, bueno, aquello era el pan de cada día para un informante. Estaba claro que todavía no era lo bastante respetable como para ponerme a chillar si veía que mi túnica estaba más negra que blanca y que, por no andarme con excesivas lindezas, apestaba a sudor.
Alguien apareció a mi espalda. Me sentía demasiado tenso y demasiado deprimido como para volverme.
—Falco… —Era la voz del ex flamen. Me esforcé por darme la vuelta, aunque no estaba dispuesto a levantarme para saludarlo—. Lo has hecho muy bien. Te damos las más rendidas gracias.
No pude evitar un suspiro.
—No he hecho nada.
—Parece que la niña no está aquí.
Miré a mi alrededor una vez más, con un gesto de impotencia. La pequeña seguía en la casa. Estaba convencido de ello. Con voz ronca, repliqué:
—Perdóname por no haberla encontrado.
—Sé muy bien el empeño que has puesto en ello. —Viniendo de quien venía, debía interpretar la frase como una muestra de gratitud. Para sorpresa y admiración mía, vi que se acercaba y se sentaba a la mesa sobre la cual los gorriones se habían disputado antes las migajas que habían dejado los obreros—. No nos juzgues con severidad, Falco. La niña, mi única nieta, es una chiquilla encantadora y dulce. He rogado a los dioses con todo mi corazón que consiguieras encontrarla.
Yo estaba demasiado cansado para reaccionar. Pero di crédito a sus palabras, que yo juzgué sinceras. Me incorporé en mi asiento.
—Voy a enterarme de si los vigiles han descubierto algo. —Si era así, a estas alturas sólo podían ser malas noticias. Daba la impresión de que el viejo lo sabía—. ¿Puedo volver mañana, si aún no ha aparecido, y ver qué más se puede hacer?
El ex flamen apretó los labios. No me quería por allí ni en pintura, pero inclinó la cabeza en gesto de asentimiento. Tal vez era cierto que adoraba a la chiquilla. O tal vez percibía que la desaparición de Gaya podía ser el incidente que rompiera la familia cuando nada más había conseguido quebrantar el dominio que ejercía sobre ella.
—Ya sé lo que opinas de los vigiles, honorable ex flamen, pero me gustaría presentarte a un oficial del cuerpo, mi amigo Petronio Longo. Es un hombre de gran experiencia… y padre de dos niñas pequeñas. Querría recorrer la zona con él y ver si descubre algo que a mí se me haya pasado por alto.
—Preferiría evitar tal cosa. —No era una negativa rotunda y tomé nota de ello—. Ha venido una mujer que quiere hablar contigo —me dijo—. Te requieren en otra parte.
En ese momento no parecía que me importase nada más, pero mi curiosidad seguía despierta. A duras penas conseguía ponerme de pie y, mientras me daba media vuelta para abandonar el jardín e ir al encuentro de mi visitante, la otra curiosidad se impuso. Miré a Numentino y le comenté con tono preocupado:
—Me parece que las mayores esperanzas de encontrar a Gaya residen en que la pequeña se haya escondido en algún lugar de difícil acceso, del cual no haya podido salir después. Pero parece que eso ha quedado descartado. —Numentino caminaba despacio a mi lado. Dispuesto a no ahorrarle ya más inquietudes, añadí—: Ahora, la alternativa más probable es que se haya marchado de casa debido a los problemas familiares.
Pensaba que el ex flamen reaccionaría con rabia, pero su respuesta rompió con todas mis previsiones. Numentino se echó a reír.
—¡Vaya, es verdad que a todos nos gustaría escapar de esos problemas y de todos! —Mientras yo reflexionaba sobre la respuesta, el anciano descartó la sugerencia con una mueca de desagrado.
—Bien, Falco, con eso has perdido mi confianza, después de todo.
—¡Oh! No creo que me merezca una consideración tan negativa —repliqué—. Está bastante claro que alguien ha provocado una crisis en esta casa después de la muerte del marido de Terencia Paula. Bien, veamos: ese hombre ni siquiera era pariente carnal; era un amigo de la familia, sí, pero también era un tipo que acosaba a las mujeres del clan familiar… —Aunque me habían dicho que Numentino no sabía nada al respecto, tuve la certeza de que estaba perfectamente al corriente del asunto; en cualquier caso, no demostró la menor sorpresa al oír mis palabras—. Al momento, empiezas a consultar a todo el mundo, incluidas la viuda (otra pariente sólo política, por parte de tu difunta esposa) y otra mujer con la que has tenido enfrentamientos regularmente. Incluso tu hijo alejado de casa, no digo desterrado, participa en el debate. ¡Lo que me contó! ¡Toda una historia absurda al respecto! Dime, pues —insistí acaloradamente—, ¿quién necesita de ese tutor legal, realmente? ¿Y por qué, exactamente?
Desconcertado por mi vehemencia, Numentino guardó silencio. No tenía la menor intención de responder y esquivó darme una respuesta concreta.
—No puedo imaginarme qué ha dicho mi hijo para que pienses así. Eso indica, sencillamente, lo ingenuo que es todavía. Y demuestra que tengo razón al seguir teniéndolo bajo mi patria potestad.
—Tu hijo quiere ayudar a su tía. Una actitud encomiable, me parece a mí.
—Terencia Paula no necesita la ayuda de nadie —masculló Numentino terminantemente—. Quien te haya dicho lo contrario es un estúpido —añadió. Hizo una pausa y continuó, con voz ominosa—: Eso, o está completamente loco.
Estaba demasiado abatido para atreverme a protestar o para hacer más preguntas. Lo que Numentino acababa de decir mostraba un auténtico tono de sinceridad.
Anduve hasta el vestíbulo de entrada que la gente de la casa utilizaba aquellos días y allí, por fin, se me levantó ligeramente el ánimo. La persona que había preguntado por mí era Helena. Tenía en las manos mi toga, que alguien debía de haber encontrado y se la había entregado a ella. Helena aún sonreía deliciosamente. Era evidente que había tenido noticia de mi fracaso. No era necesario abundar en explicaciones.
Me fijé en que venía bastante bien vestida, con una túnica limpísima de un blanco deslumbrante y una modesta estola sobre unos cabellos que parecían sospechosamente necesitados de nuevos rizos. Llevaba una cadena de oro al cuello que su padre le había regalado cuando nació. Iba perfumada divinamente con bálsamo árabe y su rostro, si se observaba con detenimiento, estaba levemente retocado con tal destreza en el uso de la pintura que tenía que habérsela aplicado una de las doncellas de su madre o había contado con la ayuda de Maya.
Lo último que deseaba ahora era conocer la clase de reunión social que la había obligado a tal acicalamiento.
—Vamos —sonrió Helena al ver mi expresión de sorpresa. Me olfateó y murmuró—: ¡Buenos ungüentos, Falco! Tienes un gusto exquisito… A la puerta te espera una litera con una túnica limpia. Si te das prisa, podemos hacer un alto en una casa de baños.
—No estoy de humor para fiestas esta noche.
—Es oficial. No hay alternativa. Tito César quiere verte.
En efecto, Tito César trataba conmigo, en ocasiones, algunos asuntos de Estado. Pero no se esperaba que me presentase con una dama de compañía. ¿De qué se trataría, pues?
En mi opinión, hubo una época en que Tito había sentido cierta debilidad por Helena. Hasta donde alcanzaban mis conocimientos, esta tendencia afectuosa no había pasado de platónica, aunque Helena tuvo que dejar Roma a toda prisa para evitar situaciones embarazosas. Helena seguía evitándolo y, desde luego, nunca se presentaría ataviada de aquel modo por propia iniciativa, no fuera que con ello reavivara viejos sentimientos.
—¿A qué viene ese ceño, querida?
Helena me dedicó una sonrisa. Muy contento de verla así, empecé al instante a dejarme llevar por sus encantos.