—Cada vez que te quedes atascado, Marco Didio, puedes pedirme que te ayude a salir del apuro.
—Por todos los dioses —refunfuñó Helena—, dejaos de juegos los dos.
Con un encogimiento de hombros, me dispuse a marcharme. Rubela decidió intervenir. Para él, en condiciones normales, yo sería un aficionado entrometido al que, si por él fuese, encerraría en una celda hasta que se me pudriesen las botas. Aquella noche, en vista de que siempre se imponía a Petronio y de que éste estaba de broma, se decidió por una colaboración amigable.
—¿Necesitas algo, Falco?
—Gracias, pero no. Se trata de un registro domiciliario de rutina y la familia no pone dificultades. Al menos, que yo sepa.
—¿Has encontrado algo que pueda ser de utilidad?
—Me parece que no. La última vez que se vio a la niña fue en casa. Es muy probable que aún siga allí. No tiene contactos externos conocidos… —Aparte de mí, por supuesto, pero preferí no insistir en ello. Rubela era más suspicaz que el Hades. Le encantaría detenerme bajo la falsa acusación de complicidad—. Tampoco he visto rastro de que los Laelios oculten una petición de rescate. Todos sus problemas, que yo sepa, son de naturaleza familiar. Ahí ha de estar la respuesta.
—Así pues, la familia tiene problemas… —A Rubela le encantaba repetir parte de lo que uno decía, como si quisiera adelantarse a los acontecimientos. Capté la mirada de Petronio. Él y yo siempre habíamos estado de acuerdo en que las personas de más alta posición robaban las ideas a los demás.
—Muchos. Por cierto, ¿alguno de vosotros, expertos en el tema, podría explicarme eso de las normas que rigen a los tutores? —inquirí—. ¿Puede aceptar ese trabajo un hijo que, oficialmente, está todavía bajo la autoridad de su padre?
—Sí, claro. Es un deber cívico, como votar. —La respuesta procedía de Petronio—. Cualquiera que haya cumplido la edad estipulada tiene derecho a ello, sea cual sea su posición social. Pensaba que tú mismo serías el tutor de Maya, a estas alturas.
—¡Por Júpiter! Detestaría ser el encargado de decirle a Maya que tiene que darme explicaciones de sus actos formalmente.
Petronio me dedicó una mirada extraña, casi como si considerase que estaba abandonando a mi hermana.
—¿Y qué tiene que ver eso con la niña desaparecida? —preguntó Rubela.
—El padre de Gaya me ha contado un cuento increíble. Se habló de peticiones legales y toda clase de papeleo. Todo ello para nada, según parece. O bien el padre anda metido en algo muy retorcido o, como lo ha definido el abuelo, es un completo idiota.
—¿Y dónde está ese idiota? —musitó Rubela.
Le indiqué dónde vivía Laelio Escauro.
—He aconsejado a la familia que le informe de que Gaya se ha perdido…
—Podemos hacer algo mejor —me interrumpió el tribuno con una sonrisa de complicidad—. Si su querida hijita anda metida en algún problema terrible, debemos traer a Roma a ese pobre padre preocupado lo antes posible. De hecho, podría contar con una escolta oficial de vigiles para que le despejen el camino.
No era conveniente rechazar la colaboración de los vigiles, como descubriría más tarde Numentino. Los tribunos de las cohortes no encajaban bien una negativa.
—¡Vaya, vaya! —exclamé con una mueca—. Laelio Escauro recibió una educación inocente, sacerdotal. Esto constituirá un golpe terrible para él. Pensará que quieres detenerlo.
—¡Que lo piense! —replicó Rubela con una sonrisa maliciosa.
No se me ocurría para qué podía servir tal cosa, pero cualquier sorpresa inesperada puede causar una reacción favorable en alguien como Escauro. Que la IV cohorte de vigiles acudiera a explicarle sus derechos y responsabilidades legales lo alarmaría, sin duda.
Con todo, no estaba seguro de querer estar en la piel de Rubela cuando la influyente familia Laelia, indignada, se quejara ante el prefecto de la ciudad de que uno de sus miembros había sido detenido injustamente. Y los Laelios eran algo más que influyentes. Recibían el trato más exquisito por parte de las autoridades más altas… y aún no sabía por qué.
Increíble, pero todavía quedaban ocho días para los idus de junio. Anochecía. Era el mismo día en que me levanté al alba y acudí a la casa de las vestales con la intención de ver a Constanza, a la que seguí a la fuente Egeria, cuando recibí la llamada de Rutilio Gálico y conseguí permiso para entrar a investigar en la casa de la familia Laelia. Ahora, ya había realizado también una visita a la Casa Dorada. La jornada ya se extendía más de lo que yo deseaba, pero todavía no había terminado.
—Coge la litera, vuelve a casa y descansa —dijo Helena con voz lánguida.
—¿Dónde está Julia?
—He conseguido encontrar a Cayo. —Cuando encontrábamos la manera de disuadir a mi zarrapastroso sobrino de que dejara de deambular por las callejas, sabía cuidar de nuestra hija excelentemente (si le pagábamos bien)—. Le he dicho que durmiera en nuestra cama si nos retrasábamos.
—Lo lamentarás. Ese chico nunca va limpio. ¿Qué te propones? ¡Como si no lo supiera!
—Será mejor que me acerque a casa de mi padre y le dé noticia del destino de mi hermano.
Naturalmente, fui con ella.
El senador me prestó a su barbero y me ofreció algo más de comer. Mientras me aseaban y me atendían, tuve mucho en qué pensar. En realidad, no me preocupaban gran cosa los Camilos y su traidor ya muerto. Para mí, el caso de Publio Camilo Meto estaba cerrado. Sus parientes, en cambio, no se librarían nunca de él. Los recuerdos de un escándalo duran mucho tiempo en Roma. Una familia podía tener numerosos antepasados estadistas de gran prestigio, pero los biógrafos se fijarán sólo en un antiguo traidor.
Cuando me sumé de nuevo al grupo, todos estaban concentrados en un agitado debate acerca de su nuevo sufrimiento. Eliano me vio aparecer en el umbral, se levantó y, tras pedirme que quería hablar conmigo unos instantes en privado, me condujo a una antesala. Detrás de él, en el salón, la conversación bajó ligeramente de tono cuando los padres de Helena lo vieron que me llevaba aparte.
—Tendrás que preguntarle los detalles a tu padre, Eliano. Mi situación siempre ha sido difícil; siempre he deseado vehementemente que nadie descubra que me desembaracé del cadáver de Publio arrojándolo a una alcantarilla.
—Mi padre me ha contado lo que sucedió. A la sazón, yo estaba en el extranjero. Cuando volví a casa, descubrí que mi tío había desaparecido. Desde entonces, lo que hizo se ha cernido sobre nosotros como una plaga. Hoy, incluso, parece que no puedo librarme de las consecuencias. Falco, tú tuviste algo que ver…
—Me temo que todo lo que no te ha revelado tu padre es confidencial.
—Así pues, están haciéndome el vacío, pero no puedo saber por qué.
—Ya sabes lo suficiente. Y tienes razón: es injusto —asentí, comprensivo—. Pero era inevitable que quedara un estigma. Por lo menos no hubo ejecuciones públicas, ni confiscación de propiedades.
—Tío Publio siempre me cayó bastante bien. —Aquel aspecto debía de atemorizar a sus padres, aunque no se lo dije a Eliano. Los padres temían que sacara el mismo temperamento que su tío. El muchacho era inquieto e impaciente con el resto de la sociedad. Igual que su tío, podía perder la paciencia con las normas y buscar sus propias soluciones, a menos que fuese conducido por el buen camino durante los años siguientes. Era un intruso. Un problema latente.
Durante unos instantes me pregunté si sería aquélla la clase de problema que había sufrido la familia Laelia respecto a Escauro.
—Tu tío parecía bastante difícil de abordar.
Para mí tenía un aire frío, casi lúgubre.
—Sí, pero se supone que Escauro ha tenido una vida turbulenta, que se pasaba el tiempo fuera y que vivía en el límite. También que ha tenido una hija ilegítima… y según las noticias que me han llegado murió en circunstancias poco corrientes.
Eliano enmudeció.
—Sosias —dije en tono de reproche—. Sí, sé cómo murió.
—Era apenas una muchacha. En realidad, no la recuerdo, Falco.
—Yo, sí. —Lo miré fijamente y contuve una lágrima.
Eliano aún quería presionarme para que le diera más información, pero no tuvo suerte. Me estaba hundiendo bajo los efectos de un día largo y deprimente. Me quedaban dos alternativas: derrumbarme y echarme a dormir, o mantenerme alerta en la búsqueda de la pequeña Gaya emprendiendo alguna nueva actividad. Estaba pensando en esto mientras el barbero me pasaba la navaja por el cuello. Quieto en mi asiento, trataba de evitar que se le escapara un corte; mi cuerpo se había relajado y mi mente se aclaraba por momentos. Mis pensamientos tenían tiempo de concentrarse como no habían podido hacerlo en toda la tarde, por estar volcado en el registro de la casa de Laelio.
Ahora sabía qué se necesitaba a continuación. También sabía que necesitaría ayuda. Y la mejor persona a quien podía recurrir era a Lucio Petronio pero, para ser justo con él, no podía pedírselo. Ya casi había perdido su trabajo por relacionarse con la hija de un delincuente. Lo que yo planeaba era un riesgo excesivo para él.
—Así pues, ¿qué me aconsejas, Falco? —preguntó Eliano por sorpresa.
—Que olvides el pasado.
—Tengo que vivir con él.
—Construye para el futuro. Probablemente los arvales son una mala opción para ti, de todos modos: demasiado exclusivos, demasiado restrictivos y retrógrados. No te puede gustar eso de bailar en mitad de un bosque donde unas esposas chifladas matan con cuchillos de ceremonia a sus maridos coronados con espigas. —Recordé algo que quería preguntarle y así lo hice—: Por cierto, me han dicho que le has pedido al jefe de los espías que descubra quién era la víctima. ¿Es cierto eso?
Eliano tuvo el detalle de sonrojarse ligeramente.
—Nosotros no llegábamos a ninguna parte…
—¿Nosotros? El misterio, que, por cierto, me dijiste que ibas a revelar de todos modos, era cosa tuya.
—Lo siento.
—Está bien.
—De todos modos, Falco, es inútil recurrir a Anácrites. No ha sabido darme una sola respuesta.
—En cambio, a mí, sí. El hombre se llamaba Ventidio Silano. ¿Has oído hablar de él alguna vez? Yo, no. —Eliano movió la cabeza. Lo miré con calma y añadí—: Me sorprende que hayas acudido a Anácrites.
—Bien, parecía la única esperanza. Había hecho todo lo que estaba a mi alcance. Incluso había pensado en cabalgar por la Vía Apia y mirar en todas las tumbas patricias buscando indicios de algún funeral reciente. No había nada. Si era allí donde había ido a parar la urna, todas las flores funerarias y otras cosas habían sido retiradas.
Realmente Eliano había demostrado que tenía iniciativa. Oculté mi asombro.
—Tienes suerte. El jefe de espías no lo sabe.
—¿No sabe qué, Falco?
Dejé que el asunto lo inquietara el tiempo suficiente.
—Pero podría enterarse fácilmente.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que la prueba material todavía sigue ahí, en su casilla. Me asombra que te arriesgues a recordárselo. Aunque, claro, eso podría hacerlo otro…
—¿Tú? —Por fin, empezaba a entender mis amenazas.
—¡Te tengo en mi poder! —le dije con una mueca. Después, me puse duro—. Se te confió un documento secreto, del cual pende el destino de la industria aceitera de la Bética y, tal vez, de toda la provincia de la Hispania Bética, y dejaste que cayera en manos de unos hombres a quienes se tiene por conspiradores. Les diste tiempo y ocasión de modificar ese documento. Más tarde, cuando comprendiste que tu buena fe había sido traicionada, fingiste no darte cuenta y entregaste al jefe de espías el rollo alterado, sin decirle nada.
Eliano permaneció muy callado.
—Igual que tío Publio, realmente —le dije en son de chanza—. Y ya sabemos lo que le sucedió. Bueno, no lo sabemos; tenemos que imaginarlo. —Hice un alto e imaginé, demasiado vividamente, el hedor del cuerpo del traidor descompuesto y lleno de gases—. Ahora, presta mucha atención: Anácrites es terriblemente peligroso. Si quieres hacer carrera (de hecho, si quieres tener futuro en cualquier cosa), no te metas con él.
El joven se pasó la lengua, seca, por los labios, aún más resecos.
—¿Y ahora, qué, Falco?
—Ahora —respondí— tengo que intentar algo que es una pura locura. Pero tengo suerte porque tú, Aulo, me debes una buena cantidad. Así pues, sin una discusión, sin un titubeo y, desde luego, sin poner al corriente a la familia, vas a acompañarme para encargarte de mi manutención.
—Me parece justo —asintió él con expresión resuelta—. ¿En qué consiste mi tarea?
—En sujetarme una escalera, simplemente eso.
—De eso soy capaz —dijo él con un pestañeo.
—Bien. Tendrás que estar muy callado mientras yo subo. No podemos arriesgarnos a que nos descubran.
Eliano se mostró más inquieto.
—¿Se trata de algo ilegal, Falco?
¡Vaya perspicacia!, pensé.
—Todo lo ilegal que puede ser. Tú y yo, mi fiel camarada, nos disponemos a forzar la entrada en la casa de las vestales.
Eliano sabía que se trataba de una mala noticia, pero tardó un momento en recordar con precisión que cualquier acto contra las vírgenes vestales estaba castigado con la pena de muerte.
—Esto no me gusta, Falco.
—Calla. Sólo es un leve atropello de la intimidad.
Había conseguido llevar a Eliano hasta el final de la Vía Sacra antes de que le fallara el ánimo. Caminaba embozado bajo una capa oscura, que era su idea de lo que había que llevar para un trabajo lóbrego. Yo no necesitaba jugar a disfraces; había pasado toda mi vida profesional disimulando mi aspecto real. Era mejor parecer normal. Aún llevaba mi toga de respetable procurador romano.
Bueno, también Festo acostumbraba a ponérsela y le quedaba muy elegante. En mí, por no sé qué razón, la vieja toga siempre parecía raída y apolillada.
Me imaginaba que, vestidos de tal guisa, podríamos deambular por las calles como dos relajados conmilitones sumidos en una profunda conversación filosófica. Si más tarde me pillaban en plena faena, la toga podría serme de gran ayuda. A diferencia de los hijos de Maya, que tendrían que cargar con la vergüenza de tener por padre a Famia, Julia Junila sabría, cuando creciese, que su querido padre quizás había mostrado una falta de respeto hacia las vestales, pero que iba bien vestido cuando lo hizo.
—Van a cogernos, Falco.
—Seguro que sí, como no cierres el pico. Haz como si tuvieras un documento que te autoriza a estar aquí.