—¡Marco! Ahora mismo vamos a presenciar el sorteo. Hemos decidido que podíamos asistir al espectáculo, por soso que sea.
Creemos que los refrescos, al menos, serán fantásticos, ¿verdad, Cloelia?
—¿Has encontrado a Gaya? —me preguntó ésta, con una expresión ceñuda ante la frivolidad de su madre.
—Todavía no. Pronto reemprenderé la búsqueda.
—Cloelia quiere decirte algo —dijo Maya, esta vez más seria.
—¿De qué se trata?
—Tío Marco, ¿le ha sucedido algo a Gaya?
—Espero que no, pero eso me tiene muy preocupado. ¿Sabes algo que pudiera ayudarme?
—Gaya me dijo que no lo contara, pero creo que ya es hora de hacerlo. Gaya cree que una de sus tías está loca. Esa tía dijo que la mataría. Gaya se lo contó a su madre y a su abuelo, pero parece que nadie la cree. ¿Eso te sirve de algo?
—Sí. Gracias, Cloelia. Sirve de mucho, ¿Algo más?
—No, tío Marco.
Petronio Longo acababa de salir de la lavandería camino del trabajo y se cruzó con nosotros.
—¡Maya! ¿Quieres que te acompañe alguien, hoy? Sé que no puedes esperar apoyo de ese hermano tuyo, en quien tan poco se puede confiar.
—No, gracias —le respondió Maya con frialdad—. He estado casada bastantes años y estoy muy acostumbrada a ocuparme de los asuntos familiares yo sola.
Maya se marchó y Petronio la miró, ceñudo.
—Rubela ha enviado a algunos de nuestros hombres a detener a ese Escauro —me informó con voz apagada—. Debería estar contigo esta mañana, Falco. Dentro de un rato.
—Lo habitual —respondí—. Una tía que se vuelve loca. Caso resuelto. Pero, por desgracia, no tenemos el cuerpo…
—Si tenemos un caso con un cuerpo, no hay prisa. —Los vigiles deben de tener un aspecto brutal. —¿De modo que una tía loca? No me sorprende. Con esa actitud tan esnob y esos requisitos tan estrictos para casarse, los colegios sacerdotales están emparentados entre sí hasta el punto de la locura completa. Es un hecho bien sabido. —Petronio contempló a Eliano de pies a cabeza. Ni siquiera se molestó en tratarlo con brusquedad. Se limitó a mirarme y comentar—: Hazme saber cuándo estás preparado para que intervengan los especialistas.
—Muy bien —repliqué, irónico—. Pero no esperamos ningún incendio.
A Petronio le irritaba que sólo se le considerase un miembro de la brigada de bomberos.
Acompañado de Eliano y de la perra, me encaminé por última vez a casa de los Laelios.
Hoy el incienso huele a rancio, como tantas de las relaciones de los ocupantes de esta casa.
Los albañiles han vuelto, como atraídos por arte de magia, porque según comentarios habría problemas y ellos querían presenciarlos. Llevaban consigo al contratista de obras, esa figura mítica que, normalmente, no encarga a tiempo los materiales y con la que nunca puedes hablar porque siempre está en una obra más importante.
A fin de poder justificar el hecho de oírlo y verlo todo, los obreros se afanaban en terminar la parte del atrio. Los dos tercios inferiores del recoleto recinto tenían forma de armario de cocina con dos puertas, que recibían ahora el abrillantado final. La parte superior representaba un templo, con columnas corintias profusamente talladas a cada lado. Alguien había colocado ya los lares y los penates, unos pobres dioses de bronce que tendrían mucho trabajo para traer buena fortuna en aquel miserable hogar. En las estanterías del armario inferior se guardaban lámparas, vasijas y una colección de objetos de culto: gorros de repuesto de la flaminia, vasos, jarras y cuencos para las ceremonias. A un lado, estaban los objetos que tenían que guardarse como reliquias de la fallecida flaminia: su bonete de color púrpura y su cuchillo de sacrificar.
Alcé el cuchillo. Tenía un mango grueso en forma de cabeza de águila y ese diseño especial, con una ancha y gruesa hoja de bronce, cuyos dos lados estaban ligeramente curvados, casi en forma de paleta de albañil.
—No hay funda —comentó Eliano. De sobras sabía yo a qué se refería.
—Se ha perdido —terció uno de los trabajadores—. Debió de ocurrir cuando se mudaron de casa. Hubo un buen escándalo cuando lo echaron en falta. Claro que —añadió, disimulando sus pretensiones— encontramos la cuchilla.
—Pero vosotros no teníais nada que ver con eso, ¿verdad? —Yo sabía que no.
Eliano cogió el cuchillo con sumo cuidado. Estaba muy afilado, como si aún se usara a menudo.
—Uno pensaría que degollar animales no es trabajo de mujeres.
—Enseguida te acostumbras a ello. —Nos volvimos, sorprendidos, y vimos que Estatilia Laelia nos estaba mirando—. Mi madre me lo contaba. Siempre bromeaba con que puedes distinguir a una sacerdotisa sacrifícadora en cualquier lugar porque ese tipo de mujeres desarrolla unos antebrazos muy fuertes.
—Siempre había creído que las flaminias tienen un ayudante que les degüella los animales —dije.
—Las mujeres son mucho menos melindrosas de lo que crees, Falco —replicó Laelia con una sonrisa.
Se volvió para marcharse pero se detuvo de repente.
—¡Por Juno! ¿Qué es eso? ¿Un perro? —
Nux
movía la cola—. Aquí no pueden entrar perros, Falco.
—He traído a la perra para buscar a Gaya otra vez. Quien tenga una objeción ritual que no aparezca aquí en todo el día. La perra se queda.
Laelia se marchó corriendo, probablemente a quejarse a su marido o a su padre.
Nux
se sentó en el atrio y se dedicó a rascarse.
Con cuidado, Eliano dejó el cuchillo en su sitio.
—Alguien le ha hecho una buena limpieza, ¿verdad, Falco?
—Realmente lo han encontrado en muy buen estado —convino el albañil.
A diferencia de nosotros, no sabía que, probablemente, lo que habían hecho era limpiar la sangre del asesinado Ventidio Silano.
Llevamos a
Nux
al dormitorio de la pequeña Gaya. La dejé husmear en el cuarto y luego le enseñé un zapato de la niña.
Nux
se tumbó con la cabeza entre las patas como si esperase que se lo tirara.
—Esto no funcionará —se burló mi nuevo ayudante. Tenía mucho que aprender; para empezar, saber cuándo tenía que callar.
Le di el zapato a la perra, y se avino a llevarlo en la boca mientras bajábamos hasta el jardín del peristilo. Los albañiles trabajaban en la piscina pero, al verme, abandonaron felizmente su chapuza para observarme. Llevé a la perra a la columnata. Eso le gustó. Olisqueó todas las columnas con interés. La solté, dejó caer el zapato y fue corriendo a husmear las bolsas en las que los trabajadores guardaban el almuerzo.
La llamé y regresó de mala gana.
—Eres un desastre,
Nux
. Helena es mucho mejor sabueso que tú. Me gustaría haberla traído a ella y no a ti.
—¿Quieres un perro cazador auténtico para este trabajo? —preguntó Eliano en tono burlón.
—¿Conoces a alguien que tenga uno?
—Conozco a mucha gente que lo tiene.
—¿Aquí en Roma?
—No, claro que no. La gente caza en el campo.
—Bien, entonces quédate callado hasta que tengas algo útil que ofrecer.
Mostré a
Nux
las ramas con las que Gaya había jugado mientras simulaba limpiar el templo de las vestales. Asombrada,
Nux
las cogió con los dientes y luego las dejó caer, a la espera de un juego distinto.
—Esa mocosa tenía una fregona mejor que ésa. Le hice yo una de verdad con pelo de caballo, como las que usan las vestales —comentó uno de los albañiles.
¿Dónde estaba?
Dejé que Eliano hablara con los trabajadores sobre el día en que desapareció Gaya, aunque era de suponer que, si hubieran tenido algo útil que decir, lo habrían dicho cuando se dio la voz de alarma.
Dejé a mi desastre de perra cazadora en el otro jardín. Sin la correa, aquel zarrapastroso matojo de pelos empezó a correr, cavando el suelo, oliendo hojas y mirándome, para ver qué esperaba de ella. Todavía tenía el zapato de Gaya en la mano y se lo tiré lo más lejos que pude a los matorrales.
Nux
desapareció corriendo y yo me senté en un banco, a esperar que se aburriera.
Aquel día no había allí ningún jardinero. Estaba yo completamente solo.
A veces no tienes ni idea de cómo estás avanzando en la resolución de un caso. Otras veces parece que esté todo aclarado y, sin embargo, te invade la sensación de que lo que parece simple no puede serlo tanto. Me pregunté continuamente qué me estaba pasando por alto en aquel caso. La historia tenía vacíos, unos vacíos tan bien disfrazados que no los veías y mucho menos podías llenarlos. Sabía que no iba por buen camino pero no sabía por qué.
Todavía era temprano, pero hacía mucho más calor que cuando me sacaron de la cárcel Mamertina. El azul del cielo se intensificaba gradualmente. Las abejas libaban en las pocas flores que quedaban. Un mirlo revoloteaba sobre unas macetas verticales, echando a un lado con desenfreno las hierbas que no quería. Aproveché uno de esos momentos en los que tendría que estar ocupado para descansar, con la esperanza de que mi espíritu se revitalizara y se me ocurriera una brillante idea. De todas formas, ¿qué otra cosa podía hacer? Todo el día anterior me lo había pasado trabajando lo mejor que sabía.
De la casa salió una mujer. Era alguien a quien no había visto nunca. Iba sola. Era una mujer de mediana edad, alta y delgada, vestida de gris, con una túnica larga y una elegante estola. Vino directa a mí y se sentó en el banco. Llevaba un anillo de casada.
—Tú debes de ser Falco. —No respondí, pero la miré de soslayo con incomodidad, a la espera de refuerzos.
La mujer tenía un rostro sin maquillaje pero, probablemente, bien cuidado, que hacía tiempo que había dejado atrás la juventud. Su piel era todavía firme y sus movimientos fáciles. Sus ojos grises me miraron con aire de desafío y astucia. No le daban miedo los hombres. Eso sugería que nunca había tenido miedo de nada, pero la valentía también es una forma de locura. Y, naturalmente, la mujer que mató a Ventidio Silano tenía que haber sido valiente y estar loca a la vez.
Por extraño que parezca, la mujer estaba perfectamente cuerda.
Me estudió de pies a cabeza con ojos lúcidos y serenos visiblemente inteligentes. Las mujeres que han desempeñado con éxito cargos públicos adquieren cierta majestuosidad. Estaba acostumbrada a tomar decisiones, a hablar en público y a oficiar ceremonias.
Tal vez todo dependa del punto de partida. Tal vez, a nuestra manera, todos estemos locos. Pero muy pocos pueden degollar a otro ser humano fuera del campo de batalla y a sangre fría.
—Sé que anoche, Falco, corriste un gran riesgo a fin de poder hablar conmigo. —Asentí con la cabeza. Era, en definitiva, la ex vestal Terencia—. ¡Vaya informador! Nunca me encontraste, nunca lograste acercarte a mí.
—No —me disculpé.
—Supongo que, en cambio, verías a la otra jovencita. —Su comentario me confundió—. Constanza, ya sabes a quién me refiero.
—Sí, la vi.
—¿Y qué te pareció?
—Una joven con mucho talento. Llegará lejos.
—¡O acabará mal! —replicó Terencia con desagrado—. ¡Una Postumia de nuestros días!
—¿Postumia?
—¿No conoces su historia? Fue juzgada por inmoral. Llevaba trajes demasiado elegantes y hablaba con demasiada libertad e ingenio. El pontífice máximo la absolvió de la acusación de delito sexual, pero se le advirtió que se comportara con más decoro, que dejara de contar chistes y que vistiera de una manera menos llamativa.
—Me dejas pasmado.
—Eres un payaso, Falco. Esta mañana ha venido a molestarme otro tipo —gruñó Terencia—. Ese hombre horrible llamado Anácrites.
—¿Lo has recibido?
—Por supuesto que no. Salí por la otra puerta y vine directamente hacia aquí. Yo no me trato con espías.
—Lo cual habrá supuesto un buen golpe a su autoestima. Te seguirá al fin del mundo.
—Probablemente.
Parecía menos loca que mis tías, unas brujas pendencieras con tendencia a lanzar ollas calientes a la cabeza de la gente. De todas formas, y tal vez debido a lo de mis queridas tías, no me relajé.
—¿Puedo hablar contigo? —pregunté con humildad—. No soy un espía, solo el procurador de los gansos sagrados.
—Me llamo Terencia Paula, como bien sabes. —Se decía que los lunáticos creían ser Julio César, pensé. En el caso de Terencia, ésta daba órdenes como un auténtico dictador—. Y en cuanto a ti, después de tu escapada a la casa de las vestales, te será conveniente dimitir de tu cargo como cuidador de las aves.
—No, no. Defenderé mi puesto. Ha llegado a gustarme.
—Vespasiano sacrificará tu prebenda en la próxima tanda de recortes presupuestarios.
—Estoy de acuerdo, es una posibilidad.
—Yo misma se lo sugeriré —dijo Terencia con toda la majestuosidad de una ex vestal. Bueno, eso me ahorraría tener que dimitir. Empezaba a alegrarme que la hija de Maya no fuera a hacerse sacerdotisa de Vesta. No sería nada agradable que, al cabo de treinta años, Cloelia volviera a casa tan mandona y provocadora.
Con mis recién inauguradas credenciales en peligro, decidí ponerme duro.
—Si no es de mala educación preguntarlo, ¿podrías decirme por qué te casaste con Ventidio?
—Es de mala educación. Me casé con él porque me lo pidió. Era un hombre atractivo, cortés, divertido, con muchísimo dinero. Había sido, como estoy segura que sabes, el amante de mi hermana durante mucho tiempo.
—¿No te dio miedo enojar a tu hermana?
—Tengo que admitir que eso era realmente lo que pretendía. —Intenté disimular mi asombro. Entendí por qué Julia Justa, la madre de Helena, una de las mujeres más racional y socialmente discretas, había hablado de Terencia con aversión no disimulada. La ex virgen no sólo era rara sino que hacía lo posible por ser desagradable—. Mi hermana me restregó por las narices su conquista y se empeñó excesivamente en contarme sus detalles, señalando cómo contrastaban sus actividades de alcoba con mi casta vida. Olvidó que mis treinta años de votos terminarían un día. Estatilia Paula estaba enferma. Ella no estaba al corriente de que yo lo sabía pero, cuando se anunció nuestro compromiso, advertí que no iba a dejarla sin amante por mucho tiempo. —Terencia hizo una pausa—. Y, sin embargo, tenía que haber sido más largo de lo que fue.
—¿La enfermedad avanzó muy deprisa?
—No, Falco. Se cortó las venas en el baño. Mi hermana se suicidó.