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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (45 page)

BOOK: Una virgen de más
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—El sorteo ya debe de estar celebrándose ahora mismo —dije—. Gaya no participará. Si alguien la ha escondido para evitar que la elijan, ya la puede liberar seguro de haberlo conseguido.

—No lo ha hecho nadie. Y tampoco le han hecho daño deliberadamente. Tampoco —me aseguró Terencia.

—Me gustaría preguntar a Gaya qué opina de todo esto.

—Una vez conocido el peligro, yo estaba en posición de protegerla. —¿Protegerla? ¿De quién? —Primero hay que encontrarla. Ésa, si me permites recordártelo, Falco, es tu principal responsabilidad.

Decidí arriesgarme y apunté:

—Según mi sobrina, Gaya Laelia tiene una tía loca que ha amenazado con matarla.

Terencia no movió un solo músculo. Si podía, seguiría manteniendo el encubrimiento hasta el final.

Volví a probar:

—Gaya me contó, y lo mismo le confirmó a Constanza, la vestal, que alguien de su familia deseaba verla muerta. Perdóname —continué, sin alzar la voz—, pero tengo que tomarme esto en serio, sobre todo si tiene un pariente que ha sido asesinado recientemente. Podría considerarse que el asesino ha golpeado dos veces. —Tampoco esta vez hubo reacción—. Terencia, el maestro de la hermandad de los arvales me inclinó a creer que Ventidio Silano murió a manos de su esposa.

—Está chiflado. —Terencia Paula alzó la vista al cielo con la cabeza echada para atrás. Luego se inclinó hacia delante, con el rostro entre ambas manos, y se frotó los ojos. ¿Eran aquellos los ojos de una mujer desquiciada? ¿O sencillamente los de una persona que se siente abrumada ante la exhibición de incompetencia masculina? Refunfuñó para sí con un ruido grave, desesperado, que surgía de lo más profundo de la garganta, pero me sentí extrañamente sereno.

—Si el maestro tiene razón, hay que ver lo valiente que eres —apuntó ella con sarcasmo al cabo de un momento—. Estar aquí sentado, a solas conmigo… Yo no he matado a Ventidio ni a Gaya. Quiero muchísimo a esa niña y ella lo sabe. No soy más que la hermana de su abuela que, terca y benevolente, siempre ha intentado ayudarla.

Observé detenidamente a la mujer. Debía de estar bajo una gran tensión. Las preguntas que le estaba haciendo pondrían tenso a cualquiera, incluso al inocente. Especialmente a él. Terencia sabía que no podía acusarme sin más de ser un informador impertinente. Si aceptaba la insinuación del maestro, la mujer estaba acusada de un crimen terrible. Si Terencia Paula era una persona que se desmoronaba y actuaba alocadamente, éste era el momento de demostrarlo.

Me miró a su vez con arrogancia, ardiendo en ira y con gran ironía femenina. No le faltaban ganas de enfurecerse conmigo; golpearme incluso, probablemente. Pero no se inmutó lo más mínimo.

—No fui yo —dijo—. No fui yo quien mató a mi marido. Cuando fue capturada, toda manchada de sangre, la autora del crimen le aseguró al maestro que ella era la esposa del muerto y, en esta ocasión, el maestro la creyó. Los hombres no son nada observadores y resulta fácil sugestionarlos. Además, si sabes algo de matrimonio, lo que la mujer decía parecía rotundamente factible. Más tarde, por supuesto, fingir que lo había matado una esposa pareció un buen medio de disuadiros, a ti y al Camilo, de seguir husmeando. Sin embargo, ella no era más que una antigua víctima de Ventidio, al que había dejado, ante mi insistencia, y que se ponía furiosa cuando se sentía rechazada.

—Entonces, ¿no fuiste tú? —le confirmé con un hilo de voz.

—No, no fui yo. Nunca podría hacer algo así.

Naturalmente, todos los asesinos arrinconados entre la espada y la pared recurren en ese argumento.

Con gesto apenado, asentí para demostrarle a Terencia que no habría modo de obligarme a proteger al verdadero asesino. No, mientras hubiera la menor duda sobre el destino de la pequeña Gaya.

Entonces sucedieron dos cosas.

Mi perra se acercó a mí. De pronto,
Nux
apareció a toda carrera de entre los espesos matorrales, ladrando aunque sus gañidos quedaban sofocados por algo que traía en la boca. Me presentó el objeto y vi que se trataba de un pedazo de madera blanca sin vetas, un bastón nuevo al que se habían claveteado largos mechones de crin para convertirlo en una especie de enorme pincel.

Y de la casa salió Eliano. Cuando vio a Terencia, puso expresión de sobresalto, pero lo que tenía que decir era demasiado urgente como para posponerlo.

—Debes venir conmigo, Falco. —Al instante, me puse de pie—. Los vigiles acaban de llegar aquí con Escauro y todo el mundo está absolutamente fuera de sí. Parece algo más que una simple pelea. Si no hay modo de detenerlos, me temo que alguien resulte muerto.

Cogí en volandas a la perra y eché a correr.

LIV

El revuelo se estaba produciendo en el mismo atrium. Muy tradicional. El centro de una auténtica casa romana. El hogar, el estanque (todavía seco, en este caso) y los dioses familiares.

Había gente por todas partes. El primero al que reconocí fue a Anácrites, que intentaba en vano conducir a un grupo de esclavos y de albañiles lejos del alboroto mientras ellos, por su parte, intentaban escabullirse no sin antes echar un vistazo. Eliano se unió al jefe de espías para enviar al grupo hacia un pasadizo.

—¡Anácrites! ¿Qué ha sucedido?

—La locura. Los vigiles han traído al hijo…

—¿A Escauro?

—Sí. Yo acababa de llegar e intentaba que me permitieran ver a la ex vestal… —Sus ojos se clavaron en Terencia unos segundos—. El viejo se había presentado para discutir conmigo. Cuando vio al hijo, al parecer detenido, fue como si ya lo esperase. Se ha puesto furioso. Se ha lanzado sobre Escauro con insultos, proclamando que su hijo sólo tenía que hacer lo que se le había mandado y todo el asunto habría terminado sin embrollos. No sé qué órdenes tenía…

—¡Tenía orden de guardar silencio! —intervino Terencia. Después, añadió muy irritada—: Numentino podría haber hecho lo propio.

Anácrites identificó a la mujer nada más verla. Podría decirse que adivinaba quién era y que seguía considerándola la loca que había matado a Ventidio. Lo noté nervioso; yo ya no lo estaba. No tenía tiempo de explicarme.

—En éstas estábamos cuando sin más ni más se presentó una mujer —me dijo—. El hijo la trató a gritos, exigiendo que le dijera qué había contado para que lo llevaran allí de aquella manera. Ella se puso histérica…

—Falco… —terció Terencia con tono vehemente.

—Es Laelia… Sí, entiendo. —La miré fijamente. No necesitaba oír más. Dejé a la perra en brazos de Anácrites. Si
Nux
lo mordía, mejor. Me encaminé al atrium a toda prisa. Terencia Paula me siguió pisándome los talones.

Allí estaban todos. Numentino parecía haber sufrido un ataque de alguna consideración. Cecilia Paeta estaba encorvada sobre el anciano e intentaba abanicarle el rostro con las manos. Ariminio yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre, aunque no alcancé a ver dónde estaba herido. Seguía vivo, aunque enroscado sobre sí mismo y jadeante; necesitaba ayuda urgentemente.

Un par de vigiles intentaban arrastrar a Escauro a lugar seguro mientras su hermana, Laelia, empuñaba el cuchillo ritual de los sacrificios de la difunta flaminia. Laelia debía de haberlo cogido de la capilla y me maldije por haberlo dejado allí. Atiné, la cara de caballo, la niñera de la pequeña Gaya, hizo una demostración de valentía para detener a Laelia; además de las tareas de atender a la niña, Atiné debía de compartir la tarea de cuidar y proteger a la demente. Aunque corría un grave riesgo ella misma, se mantuvo firme y plantó cara a Laelia pese a que ésta le respondía con obscenidades y violencia. Cuando me acerqué, Laelia empezó a golpear a la niñera (por fortuna, con la mano libre y no con la que blandía el arma). Atiné acabó con nuevas contusiones, además de las que ya tenía cuando la interrogué, pero encajó el castigo con paciencia.

Cada vez que sus movimientos la llevaban cerca de Escauro, Laelia le asestaba una puñalada al azar. En lugar de retroceder, Escauro agitaba los brazos y llamaba su atención a gritos. Estaba avivando la agitación de la mujer. Casi parecía un acto deliberado.

Uno de los vigiles inmovilizó por ambos brazos a Escauro y lo habría forzado a retirarse, pero una feroz cuchillada de Laelia le hizo un profundo corte en el antebrazo y el hombre soltó a Escauro, entre juramentos, derramando un chorro de sangre. Otro vigil corrió a apoyar a su colega herido y lo apartó del peligro.

Cecilia Paeta vio en aquel momento lo que sucedía. Con una exclamación, que era un aullido, dejó al viejo y corrió hacia su marido, al tiempo que le gritaba a Escauro que se quedara quieto antes de que lo mataran. Sin hacer el menor caso, Escauro sólo estaba concentrado en provocar a su hermana. Ésta tenía un aspecto radiante y le lanzaba sonrisas exultantes, animándolo a arriesgarse y ponerse al alcance de las cuchilladas que podía asestarle con la espantosa arma de bronce. Cecilia apartó a un lado a Atiné; la pobre chica se derrumbó pesadamente y, mientras me abría paso entre la multitud, le indiqué que se mantuviera a distancia.

Cecilia se había cogido a las ropas de Escauro e intentaba disuadirlo de que no se acercara a su hermana porque estaba chiflada. Con gran determinación, su esposa, todavía fiel, se colgó de él y lo retuvo. Nadie más parecía dispuesto a ayudar.

—¡Por todos los dioses, vaya lío!

Yo siempre llevaba una daga en la bota. La mayor parte del tiempo no la necesitaba y en aquel momento no serviría de gran cosa. Era el único de los presentes que disponía de un arma de cualquier tipo salvo, posiblemente, Anácrites, y éste todavía andaba mal de salud y no era de fiar en un tumulto. Aquélla era una familia de sacerdotes; para ellos, las espadas eran lo que los héroes antiguos colgaban en los lugares más santos de los templos, bellamente adornadas con ramitas de laurel. Incluso los vigiles, como tropas civiles, iban desarmados. Así pues, de mí dependía.

En aquel momento, Laelia estaba desvariando de verdad. Salvo los esfuerzos de Atiné y de Cecilia, sólo la manía incontrolable de su hermana había salvado a Escauro de sufrir un daño irreparable. Nadie se atrevió a acercarse a ella, pero Laelia no disponía de ningún objetivo y apenas si tenía un propósito. Unas vetas de espuma asomaban en la comisura de sus labios y en su rostro sofocado se dibujaba la mueca de una sonrisa bobalicona y simple. La mujer se balanceaba ya sobre un pie, ya sobre el otro, al tiempo que pasaba el cuchillo de una mano a otra. De momento no parecía que quisiera autolesionarse, pero me di cuenta de que podía ocurrírsele cuando más distraídos estuviéramos.

Por supuesto, yo soy un romano correcto. No me peleo con mujeres. Aquello significaba un problema. Tendría que desarmar a Laelia y luego, sin darle tiempo para nada, inmovilizarla. La loca asía el cuchillo con tal fuerza que tenía los nudillos blancos.

Crucé la sala a toda prisa, saltando sobre el estanque seco, en dirección al punto en el que los obreros habían dejado sus herramientas y materiales. Agarré un palo de madera sin pulir que probablemente utilizaban para montar los andamios. Al percibir una novedad en la situación, Laelia empezó a gritar. La gente gritaba también. Escauro dejó de debatirse repentinamente y Cecilia lo soltó.

Escauro avanzó con los brazos abiertos, como si quisiera abrazar a Laelia. Ésta, de pronto, se detuvo y permaneció inmóvil.

—Cortarle la garganta no fue suficiente —le dijo a Escauro. Su calma era aún más inquietante que la violencia anterior. Era como si hubiese estado explicando las razones de que hubiese cambiado de panadero. El resto de los presentes permaneció paralizado y horrorizado—. Deberían haberse examinado las entrañas para interpretar los augurios. Y el hígado debería haber sido ofrecido a los dioses.

Empecé a avanzar hacia ella.

—Entonces, ¿fuiste tú quien mató a tío Tiberio? —le pregunté en un intento por distraerla—. ¿Por qué lo hiciste, Laelia?

Ella se volvió hacia mí.

—Porque dejó de quererme. Tía Terencia lo hizo mantenerse a distancia. Y no debería haberlo hecho. ¡Era yo quien tenía el cuenco! —exclamó. Empezó a cobrar sentido algo que hasta entonces no había dejado de inquietarme.

—Me doy cuenta de lo difícil que tuvo que resultar —le dije mientras buscaba el modo de acercarme más a ella—. Ventidio se revolvería en un intento de escapar, cayó fuera de la tienda tras romper la lona, fue a dar con sus huesos en la hierba y… Y el resto resultaría sumamente embarazoso…

No dejé de avanzar aunque poco a poco. Ya estaba cerca de ella.

—Ya lo sabes, ¿no? —me preguntó Laelia—. No se parece en nada a sacrificar a un animal, ¿verdad? En cualquier caso, el sacerdote tiene sus ayudantes. Tiberio yacía en el suelo y resultaba muy difícil ponerle el cuenco bajo la garganta…

Era imposible que lo hiciera una persona sola. En el sacrificio ritual de Ventidio Silano, tenían que oficiar dos personas necesariamente. Cuando reparé en ello, el descubrimiento debía de reflejarse en mi rostro. Mientras Laelia me observaba detenidamente, Escauro decidió saltar sobre ella.

—Mantente a distancia —le advertí con voz imperiosa. La mirada de Laelia pasó velozmente de uno a otro; Escauro titubeó. Los observadores se habían quedado mudos de espanto y, al menos, estaban todos muy quietos, mirando—. Déjame a mí este asunto.

Laelia se volvió, me miró fijamente y declaró con toda claridad:

—Yo no podría haberlo hecho. Nunca me han enseñado a realizar el sacrificio ritual. En cambio, mi hermano sí ha sido instruido en los deberes de un flamen, de modo que él sí que sabe. Según Escauro, cuanto más afilado está el cuchillo, más fácil resulta.

Escauro llegó hasta ella antes que yo y la agarró por la muñeca. Todo el mundo decía que aquel hombre era idiota y allí me lo demostró. Había agarrado la muñeca más próxima a él, y no la que sostenía el arma. Laelia se dio la vuelta en redondo; el hecho de que la tuviera asida del otro brazo incluso le facilitó el movimiento. Con la mano libre intentó descargar una cuchillada en el cuello de Escauro. Ella también estaba desesperada. Le hizo sangre en el hombro, pero el hombre se apartó de un salto y se puso a salvo.

De pronto, tuve la oportunidad de pasar a la acción. A salvo del alcance del arma, descargué con todas mis fuerzas un golpe con el palo en la mano con la que Laelia empuñaba el cuchillo. El arma saltó de sus dedos y se deslizó por el mosaico de la sala. Dio la impresión de que Laelia apenas se enteraba y lanzó su mano libre como si quisiera rajarme el cuello con un puñal intangible.

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