Una virgen de más (40 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Una virgen de más
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La prudencia me recordó que no debía quedarme allí más tiempo. Constanza, que también se había puesto de pie, me susurró en tono conspirador:

—He disfrutado mucho hablando contigo, pero ahora tienes que irte. Siempre cabe la posibilidad de que aparezca una compañera a tomar un ponche caliente, a pedir prestado un escrito o a hablar un rato de cosas de chicas.

—¡Muy bonito! De todos modos, gracias por tu ayuda. Saldré por la escalera de la ventana.

Me miró con desdén.

—No seas ridículo. Maderas viejas que pueden romperse. —Por cierto, ¿cómo lo sabía?—. Después de beber un trago de vino, los hombres no tienen que andar encaramados por escaleras. Ven conmigo y te haré salir por la puerta como es debido.

Cuando abrió la puerta que daba al pasillo no había nadie a la vista y me pareció más sensato caminar en silencio entre las sombras que descolgarme por una escalera como si fuera un ladrón. Dejé que me guiara hasta la planta baja por corredores débilmente iluminados caminando de puntillas para no hacer ruido. Una vez allí, volví a la escalera que seguía apoyada en la ventana de Constanza y la metí debajo de la columnata como si los obreros, perezosos, la hubiesen dejado abandonada.

Recorrimos el oscuro claustro hasta el portón principal. De repente se oyó un ruido y se abrió una puerta. No llegué a ver quién salía. Constanza me agarró la mano. Entonces, y con gran serenidad, me arrastró hasta un palanquín que estaba vacío en el vestíbulo. Nos metimos dentro, se cubrió la cabeza con el velo y corrimos las cortinas.

Sé que las personas vulgares especularán ahora sobre qué haría un vehemente romano apretado contra una virgen vestal en el interior de una pequeña silla de manos. Tranquilícense. Ella tenía un compromiso religioso y yo estaba fielmente entregado a mi novia. Y, de todas las maneras, la necesidad de silencio pudo con todo lo demás.

XLV

No, pretor, con toda sinceridad: no le toqué un pelo de la cabeza.

XLVI

Espero que nunca nadie me pregunte qué me hizo esa vulgar.

XLVII

¡Por Júpiter! Esa mujer era una vergüenza.

XLVIII

Me recuperé de la sorpresa y retomé mi aire de dignidad. Después, me asomé para comprobar que no había moros en la costa.

Me desembaracé de las ropas y me volví para examinar el palanquín en el que nos habíamos escondido. Era de color negro mate, con asideros de plata en los travesaños y largas cortinas de color gris carbón. Yo había visto ese carruaje en otras ocasiones, precisamente cuando acudí por primera vez a casa de los Laelios.

—Ya sé que las vestales tienen derecho a ser transportadas en silla de manos pero, ¿ésta es tuya también para tus viajes de incógnito, para tus compras de chucherías y prendas de moda?

—No. Pertenece a una visitante.

—¿De quién se trata?

—De una ex vestal. Algunas se quedan aquí cuando se retiran del cargo. Así son bien atendidas en la tranquilidad de la casa que conocen. Pero las otras, las que deciden marcharse, siempre son bien acogidas cuando regresan.

Su lucha conmigo cuerpo a cuerpo la había dejado impasible, pero Constanza sabía que allí corríamos peligro. Intentaba forzarme a que me fuera, pero me mantuve quieto sin dar un paso.

—¡Tu visitante no sabe en absoluto qué es la tranquilidad! Sé que hoy dejó la casa de Laelio hace un rato. ¿Es Terencia Paula, que vuelve a la hermandad…?

—La virgen superiora la está consolando; y lamenta muchísimo la desaparición de la pequeña Gaya.

—¿De veras? Tengo que hablar con ella.

—No te entrometas en esto, Falco.

—¡No me sermonees! De lo contrario, tal vez tenga que entrar subiendo por su ventana…

—No. Lo que vas a hacer es salir ahora mismo por la verja.

Me di cuenta de que había tensado la cuerda lo suficiente aquella noche. Dejé que Constanza me llevara hasta la puerta que conducía al recinto del templo de Vesta. Mi espeluznante aventura tocaba a su fin con gran éxito. O así me lo pareció hasta que mi acompañante abrió la verja y me franqueó el paso.

Fuera, cerca del templo, un grupo de lictores y otros tipos de aspecto duro rodeaban a un muchacho que bien podía ser Eliano. Seguramente acababan de detenerlo, pues hacía unos momentos que le oí replicar con energía:

—¡Agentes oficiales! Me alegro de haber dado con vosotros —exclamó con el aire tranquilizador de un patricio. Acabo de advertir que alguien ha colocado una escalera contra la pared de la casa de las vestales. Quizá tenga algo que ver con ese tipo de aspecto rudo que acaba de marcharse a toda prisa cuando me ha visto aparecer a mí. Se ha ido por ahí…

Eliano señaló hacia el Regia.

—¡Enséñanos por dónde se ha ido!

La patrulla de guardia no estaba completamente convencida. Más prácticos de lo que yo imaginaba, aquellos hombres tuvieron la sensatez de no dejar que se marchase hasta que un destacamento de la guardia hubiese investigado el asunto. No obstante, Eliano era hijo de un senador y disponía de todas las noches para pasear por la Roma nocturna en busca de un alboroto en el que poder participar.

Constanza había cerrado la puerta rápidamente, antes de que alguien tuviera tiempo de vernos. De nuevo empleó esa palabra que una virgen no debería conocer siquiera. Con una mueca me indicó que la siguiera y murmuró que me enseñaría la salida a la Vía Nova.

—¿Está cerrada con llave?

—Espero que no.

—¡Por todos los dioses!

Experimenté un miedo cerval. Podía afrontar el simple hecho de adentrarme en una residencia estrictamente cerrada a los varones, pero lo que no quería era encontrarme en otro rincón a oscuras donde Constanza pudiera saltarme encima.

Se acercó alguien más e incluso Constanza perdió su aplomo. Le pregunté la dirección y enseguida le indiqué que apresurara el paso y volviera a la seguridad de sus aposentos.

—Si me detienen, tú nunca me has visto y no sabes nada de mí.

—¡Oh, no estoy dispuesta a decir eso, Falco! —Aquella mujer era incorregible.

—Está bien. Pero sé sensata.

Tuve dificultades para localizar la dirección. Nadie es perfecto. Constanza parecía un personaje absolutamente delicioso, sin duda lleno de talento. Probablemente, habría podido dar vueltas y vueltas al Circo en el carromato pero, como navegante, era una inutilidad, incapaz de distinguir la derecha de la izquierda. Por suerte, terminé por encontrar la puerta que me había descrito. Por desgracia, estaba cerrada.

Aquella puerta se encontraba en el interior del bloque residencial, de modo que no había manera de salir escalando el muro. Cada vez más atemorizado, avancé una vez más hasta la zona central ajardinada. También allí alguien había cerrado la puerta con candado. Me mantuve entre las sombras más densas y retrocedí hacia la escalera. Todo salió bien. Me sentía extremadamente cansado pero anduve con sumo cuidado a la hora de levantar la escalera y transportarla. Más o menos en silencio, volví al punto por el que había entrado en el recinto y apoyé el artilugio en la pared con gran atención. Después empecé a subir y no tardé en tener ante mis ojos la libertad.

No es preciso decir que, cuando llegué a la parte superior del muro, la escalera que había dejado al otro lado, junto a la capilla, ya no estaba. Era inútil esperar ayuda de Eliano. Sin duda, había sido él mismo quien la había retirado de un lugar tan peligroso.

Podía descolgarme hasta el techo de la capilla y luego dejarme caer al suelo con cuidado. Había hecho cosas más arriesgadas. O podía sentarme a horcajadas en lo alto del muro y probar a izar la escalera del interior hasta pasarla por encima de éste. Estaba dudando por qué decidirme cuando oí a un destacamento de tropas que se acercaba al recinto del templo. Descendí unos peldaños otra vez y, con ello, me mantuve fuera de su vista. En ese instante, desde el suelo, alguien me agarró por la parte de atrás de la pantorrilla izquierda.

Pensé que era Constanza que se disponía a manosearme otra vez y me volví para protestar, pero con lo que me topé fue con la expresión ceñuda y feroz de tres lictores. Normalmente éstos no tienen mucho que hacer; en ese momento, aquella jornada se convertía en el mejor día de trabajo de su existencia. Tal vez por primera vez en la historia, habían atrapado a un intruso. Estaban encantados.

El hombre que me había agarrado me tiró del pie hacia abajo. Caí de la escalera pero, por suerte, lo hice encima de él. Así, tuve un aterrizaje en blando, aunque a él lo vi bastante molesto.

Puestas las cosas en su sitio, mis captores tuvieron la cortesía de permitirme que me pusiera la toga. De este modo, llevaría una indumentaria formal para la entrevista con la superiora de las vestales. Y era esa entrevista en la que la superiora podía sentenciarme a muerte.

XLIX

Qué mujer más espantosa.

Tenía el aspecto de haber hervido en leche demasiado tiempo. Llevaba la indumentaria completa, con el velo blanco de bordes púrpura que lucían en los sacrificios y los dos cordones sujetos bajo la doble papada con el broche especial de las vestales. Reconocí su silueta y su porte porque la había visto en el teatro y en algunas fiestas. Tenía una figura bien perfilada, como la de una estatua, con unas facciones que evocaban auténticamente las de la Gorgona. Toda ella rezumaba devoción religiosa. Esta vez, el ara del sacrificio la ocuparía un informante capturado y tal perspectiva la complacía visiblemente.

—¡Un hombre! ¿Qué hacías aquí? —exclamó con sarcasmo mal disimulado.

Dejé a Constanza fuera del asunto. Estaba, sin más, contemplando la escena. Cuatro vírgenes menores habían aparecido en la sala y se arremolinaban detrás de su superiora con aire excitado y ojos como platos. Constanza era la que destacaba por el reborde amarillo que colgaba bajo la túnica blanca que debía de haberse echado por encima de la ropa de andar por casa.

—Sólo quería hacerle una pregunta vital a Terencia Paula —respondí. Ninguna de las presentes parecía identificable como Terencia. Ésta ya se había jubilado de su servicio como vestal, de modo que tenía permitido verse con hombres; de todos modos, le bastaba con decir que no había conseguido dar con ella. ¿Me descalificaría ese argumento?

Presente también en mi humillación estaba un destacamento completo de lictores con su otra presa, Camilo Eliano.

—Este ciudadano, hijo de un respetable senador, dice que vio a alguien que acechaba sospechosamente, señora.

—¿Y es éste el felón que tú viste?

—No, no. El que yo vi era un hombre rubio, alto y atractivo.

Buen intento, me dije.

—Gracias por exonerarme, pero si no me consideras atractivo, permíteme que te recomiende a un oculista competente.

—Has profanado la casa de Vesta —dijo la superiora de las vestales. Algo en su parsimonia en el hablar hizo que sus declaraciones empezaran a atraer mi atención.

Supongo que, después de mi visita a Constanza, debería haber estado preparado para cualquier cosa. La superiora era una cuarentona, dura como el hierro y recatada, con una imagen dictatorial de pureza moral. ¡Y una cosa más, por Júpiter! Tenía los párpados flojos de una llorona melancólica que le había estado dando al ánfora del vino. La demostración palpable estaba en su aliento. Inspeccionada de cerca, todo el mundo podía darse cuenta de que era, en secreto, una devota de Baco, vacilante y ebria, una bebedora impenitente.

¿Para qué andarme con tapujos? La superiora de las vestales era una borrachina.

En el tiempo que tardaban los pensamientos de la mujer en recorrer el camino saturado de uva entre el cerebro y la lengua, conseguí inventar y probar varias débiles protestas acerca del carácter oficial de mi misión, de los apoyos de altísimo nivel a los que podía recurrir y a la urgencia de encontrar a Gaya Laelia, no importaba lo heterodoxo de los métodos que empleara. Me califiqué de auténtico servidor de las vestales, en aquella búsqueda. Reducido a la máxima humillación, incluso murmuré la vieja y penosa disculpa de que no se había producido ningún mal.

Todo ello, sin duda, era malgastar saliva.

Y entonces salió Eliano con un argumento convincente.

—Señora… —empezó a decir con tono sumiso y respetuoso. Era evidente que sabía actuar. Jamás lo habría imaginado, pues Eliano siempre se había mostrado irritable y estirado—. Sólo soy un observador que asiste a esta escena por casualidad —«¡No te pases, Aulo!», me dije—, pero este hombre tiene, al parecer, una misión oficial. Su necesidad de recoger información era urgente y desesperada. Sus esfuerzos en favor de esa chiquilla son verdaderamente bienintencionados. Si sus motivos también lo son, ¿puedo apelar a ti? ¿No tengo razón en que, si una virgen vestal se encuentra con un delincuente, tiene, por una antigua tradición, la facultad de interceder para que se suspenda provisionalmente la pena a la que deba ser condenado?

—No te equivocas, joven. —La superiora de las vestales inspeccionó a Eliano a través de sus párpados entornados—. Sin embargo, existe una condición que limita esa facultad o, de lo contrario, las vestales estarían sometidas al acoso constante de los condenados. Tiene que demostrarse que el encuentro entre el delincuente y la virgen ha sido pura coincidencia. —Se volvió hacia mí con aire triunfal—. Irrumpir en la casa de las vestales con escaleras hace que este encuentro no sea en absoluto una coincidencia. ¡Llevadlo a la cárcel Mamertina! ¡A la celda de los condenados!

El de Eliano había sido un buen intento, pero comprendí la posición de Constanza. Sin más aspavientos, los lictores y sus escuderos me rodearon y me llevaron con ellos.

—¡Qué mujer más terrible!

Seguí la máxima de mostrarme siempre amistoso con los guardianes. A veces le buscan a uno una celda mejor.

El lictor personal de la superiora de las vestales me dirigió una mirada socarrona.

—Encantadora, ¿verdad?

Me golpeé la espinilla contra un caballete de los albañiles.

—¿Están de obras? Parece que se progresa despacio, ¿verdad? ¿Acaso Vespasiano se resiste a pagar?

—La superiora de las vestales tiene toda una serie de esbozos de trabajo para una remodelación completa. Esperará. Algún día conseguirá exactamente lo que quiere.

—Me gustaría verlo.

—¡Qué lástima! —replicaron mientras me conducían por la Vía Sacra, sabedores de que apenas me quedaba un día de vida.

Cuando llegamos al pie de las Gemonias, esas famosas escalinatas en la cuesta del monte Capitalino, tardaron horas en encontrar al custodio, que ya no esperaba clientela. Sin embargo, muy pronto estuve instalado en la mazmorra que normalmente alberga a los extranjeros que se han rebelado contra la autoridad romana, un agujero desnudo y pestilente cerca del Tabulado, del cual el ejecutor público saca a sus víctimas para que paguen el precio final y fatal por ser enemigos de Roma. Mi llegada decepcionó al carcelero, quien normalmente saca una pequeña fortuna a base de mostrar a los turistas las celdas donde los bárbaros son arrojados por poco tiempo al término de un triunfo. El hombre seguiría admitiendo apuestas, pero se daba cuenta de que, durante el breve período en que yo ocuparía el lugar antes de ser ajusticiado, esperaba que nos repartiéramos las propinas. El hombre regresó, sombrío, al rincón donde estaba disfrutando cuando lo habían mandado llamar.

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