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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

Universo de locos (22 page)

BOOK: Universo de locos
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Keith se quedó quieto, respirando apenas, hasta que lo escuchó de nuevo, y entonces se dio cuenta de que el hombre estaba en movimiento, caminando hacia el sur como él. El segundo estornudo había venido de más lejos, en esa dirección.

Keith se apresuró, casi corriendo, hasta que tuvo la seguridad de que se había adelantado a su presa. Entonces cruzó diagonalmente la acera y tanteó con las manos delante de él hasta que tocó las paredes de los edificios. Luego, volviéndose hacia el lado de donde se acercaba la víctima, sacó la pistola del bolsillo y esperó.

Cuando sintió que algo chocaba con el cañón de la pistola, Keith extendió la mano y agarró la solapa para evitar que el hombre escapara.

—No te muevas —dijo en tono cortante. Y luego—: Bien, date vuelta, poco a poco.

No hubo ninguna respuesta, excepto una exclamación reprimida. El hombre giró lentamente; la mano de Keith seguía en contacto con él. Cuando el hombre estuvo de espaldas, la mano de Keith tanteó hasta que le sacó un revólver del bolsillo trasero del pantalón. Lo deslizó en el bolsillo de su propia chaqueta y rápidamente volvió a poner la mano izquierda en el hombro del desconocido. La parte más peligrosa de la aventura ya había pasado.

Keith dijo:

—No te muevas todavía. Vamos a hablar. ¿Quién eres?

Una voz enojada le contestó:

—¿Qué te importa quién soy? Todo lo que tenía encima era la pistola y treinta créditos. Me has sacado la pistola, llévate el dinero también y déjame ir de una vez.

—No quiero tus treinta créditos —dijo Keith—. Lo que quiero es información. Si me dices lo que necesito saber es posible que te devuelva la pistola. ¿Eres conocido por aquí?

—¿Qué quieres decir?

—Acabo de llegar de St. Louis —dijo Keith—. No conozco a nadie aquí y tengo que encontrar a un reducidor. Esta noche.

Hubo una pausa y la voz que le contestó ya no estaba enojada.

—¿Joyas o qué?

—Monedas —dijo Keith—. Y unos cuantos billetes. Dólares de antes del treinta y cinco. Quiero venderlos.

—¿Y qué saco yo en esto?

Keith contestó:

—Primero la vida. Quizá te devuelva la pistola. Y si no tratas de traicionarme, quizá cien créditos. Doscientos quizá si me llevas a alguien que me dé un buen precio.

—Eso no es nada. Quiero quinientos.

Keith rió.

—No estás en buena posición para regatear. Sin embargo te daré doscientos treinta. Ya tienes los treinta por adelantado; piensa que te los he quitado y te los he vuelto a dar.

Sorprendentemente, el hombre se echó a reír también, y dijo:

—Tú ganas, amigo. Te llevaré a ver a Ross. No te va a estafar más de lo que haría otro cualquiera. Vamos.

—Un momento —dijo Keith—. Primero quiero verte la cara. Date vuelta y enciende un fósforo. Si me traicionas, quiero poder conocerte.

—Conforme —dijo la voz. Ahora era tranquila, casi amistosa.

Se oyó el ruido de un fósforo al raspar la caja y apareció la llama.

El hombre a quien Keith había detenido era pequeño y delgado, quizá de unos cuarenta años, y no iba mal vestido, pero necesitaba una afeitada. Tenía los ojos ligeramente inyectados en sangre. Sonrió, un poco torcidamente.

—Ya me conocerás —dijo—, de manera que puedes saber mi nombre. Joe.

—Muy bien, Joe. ¿Está muy lejos ese Ross?

—A un par de manzanas. Estará jugando al póquer.

El fósforo se apagó.

—Dime, ¿cuánto vale lo que llevas, más o menos?

—Me han dicho diez mil créditos —dijo Keith.

—Entonces puede ser que consigas cinco. Ross no te engañará. Pero escucha, con pistola o sin pistola mejor será que me asocies en esto. Habrá otros tipos allí. Podríamos agarrarte fácilmente, a menos que yo esté de tu parte.

Keith pensó un momento. Luego dijo:

—Es posible que tengas razón. Te daré el diez por ciento; quinientos si yo saco cinco mil. ¿Está bien?

—Sí, conforme —dijo Joe.

Keith vaciló sólo un segundo. Necesitaba un amigo y había algo en la voz de Joe que le hizo pensar que podía arriesgarse. Todo su plan era una idea desesperada, de manera que podía permitirse correr un pequeño riesgo ahora, para evitar peligros mayores más adelante.

Impulsivamente sacó el revólver de Joe del bolsillo, buscó la mano de él y se lo devolvió.

Pero no hubo ninguna sorpresa en la voz de Joe cuando dijo:

—Gracias. Dos manzanas al sur. Yo iré adelante y tú pégate a mí. Lo mejor será que pongas una mano en mi espalda.

Echaron a andar en fila a lo largo de los edificios, agarrados del brazo cuando cruzaron dos calles.

Entonces Joe dijo:

—Cuidado ahora. Vamos a entrar en la puerta del tercer edificio contando desde la esquina. No te separes de mí o pasarás de largo.

Joe encontró la puerta y golpeó, primero tres veces y luego dos.

La puerta se abrió y una luz deslumbró a Keith por un momento. Cuando recobró la visión, había un hombre en la puerta apuntándoles con una escopeta de cañón corto, que dijo:

—Hola, Joe. ¿Ese tipo es conocido tuyo?

—Claro —contestó Joe—. Es un amigo mío que ha llegado de St. Louis. Tenemos que tratar un negocio con Ross. ¿Está jugando?

El hombre de la escopeta asintió.

—Entren.

Keith y Joe siguieron por un pasillo estrecho. Al final estaba un hombre de pie con un fusil ametralladora bajo el brazo, delante de una puerta cerrada.

El hombre dijo:

—Hola, Joe —y se sentó en una silla, colocando el fusil ametralladora sobre las rodillas.

—¿Has traído un punto para la partida?

Joe meneó la cabeza.

—No, asunto de negocios. ¿Cómo van las cosas?

—Ross está ganando esta noche. Mejor que no te metas en la partida a menos que estés de suerte.

—No lo estoy —dijo Joe—. Pero me alegro de que Ross esté ganando; quizá nos dará un mejor precio por lo que llevamos.

Abrió la puerta defendida por el pistolero y entró en una habitación saturada de humo azul. Keith lo seguía a un paso.

Había cinco hombres sentados alrededor de una mesa de póquer verde. Joe se acercó a uno de ellos, un hombre gordo con gafas de cristales muy gruesos y completamente calvo. Joe señaló con el pulgar hacia Keith.

—Es un amigo mío de St. Louis, Ross —dijo—. Tiene algunas monedas y billetes. Le he dicho que le harías un buen precio.

Las gafas enfocaron a Keith, que asintió. Sacó las monedas y billetes del bolsillo y las puso en el tapete verde, delante del hombre grueso.

Ross las miró una por una y luego levantó la vista.

—Cuatro mil —dijo.

—Déme cinco mil y cerramos el trato —dijo Keith—. Valen diez mil por lo menos.

Ross meneó la cabeza y volvió a tomar las cartas que tenía delante.

—Abro con cien —dijo.

Keith sintió que le tocaban en el brazo. Joe lo llevó a un rincón.

—Debí haberte avisado —dijo Joe—. Ross tiene precio fijo. Si te ofrece cuatro mil no te dará cuatro mil uno. Si te hace una oferta no tienes más remedio que aceptarla o rechazarla. No sacarás nada discutiendo.

—¿Y si la rechazo? —preguntó Keith.

Joe se encogió de hombros.

—Conozco a un par de compradores más. Pero nos va a llevar mucho tiempo encontrarlos por la noche; puede ser que lleguemos, o puede ser que nos maten. Y probablemente no te darán más que Ross. El que te dijo que valían diez mil ¿era un experto en monedas anteriores a los créditos?

—No —admitió Keith—. Bien, vamos a cerrar el trato. Nos dará el dinero ahora, ¿verdad? ¿Llevará encima tanto dinero?

Joe sonrió.

—¿Quién, Ross? Si lleva menos de cien mil en el bolsillo soy capaz de comerme a un arturiano. No te preocupes de conseguir el dinero en seguida. Cuatro mil no es nada para él.

Keith asintió y volvió a acercarse a la mesa. Esperó hasta que terminaron la mano y entonces dijo:

—Conforme. Me convienen los cuatro mil.

El hombre gordo sacó una gruesa cartera del bolsillo y contó tres billetes de mil créditos y diez de cien. Envolvió las monedas de Keith cuidadosamente dentro de los billetes y se los puso en el bolsillo del chaleco.

—¿Quiere jugar un poco? —preguntó.

—Lo siento. Tengo algo que hacer.

Cuando terminó de contar el dinero miró a Joe, que movió la cabeza casi imperceptiblemente para indicar que no quería recoger su parte allí.

Salieron afuera, pasando por delante del hombre del pasillo con el fusil ametralladora en las rodillas, y del hombre en la puerta exterior con la escopeta de cañón corto. Este último cerró la puerta detrás de ellos.

Otra vez metidos en la Niebla Negra, caminaron hasta que no podían ser oídos desde la puerta y entonces Joe dijo:

—La décima parte de cuatro mil son cuatrocientos. ¿Quieres que encienda una cerilla para que puedas contarlos?

—Muy bien —dijo Keith—. A menos que sepas algún lugar donde podamos beber algo y hablar unos minutos. Quizá podamos hacer otro negocio.

—Magnifico —dijo Joe—. Creo que puedo dejar de trabajar por esta noche, con cuatrocientos en el bolsillo. Tendré bastante hasta mañana y entonces recibiré un dinero. Sólo me quedaban treinta créditos.

—¿Por dónde vamos, Joe?

—Pon la mano en mi hombro y sígueme —dijo Joe—. No quiero perderte, por lo menos hasta que me pagues. —Joe suspiró—. Creo que necesito un trago de jugo lunar.

—Yo también —dijo Keith, no muy convencido. Se preguntó qué sería el jugo lunar y esperó que no se pareciera a un cóctel Calisto.

Tanteó con la mano hasta encontrar el hombro de Joe, mientras Joe decía:

—Vamos, amigo. Adelante.

Echaron a andar hacia el sur. Media manzana más adelante (no habían tenido que cruzar ninguna calle esta vez) Joe se detuvo y dijo:

—Ya llegamos. Espera un momento.

De nuevo llamó a una puerta, dos golpes y luego tres golpes. En esta ocasión la puerta se abrió hacia dentro, mostrando un corredor pobremente iluminado. No se veía a nadie.

Joe gritó:

—Soy yo, Rello. Joe. Y un amigo.

Luego entró en el corredor y Keith lo siguió.

—Rello es uno de Próxima —explicó Joe mientras Keith lo seguía por el corredor—. Está en un hueco encima de la puerta. Te atrapa por la espalda mientras caminas por el pasillo, si no te conoce.

Keith dio media vuelta para mirar por encima del hombro, e inmediatamente se arrepintió. Lo que había en el estante encima de la puerta estaba en la sombra y no era muy visible, pero quizás fuera eso lo mejor para su tranquilidad de ánimo. Parecía una gran tortuga con tentáculos como un pulpo, y tenía unos ojos luminosos de un rojo brillante, parecidos a bombillas eléctricas detrás de grandes cristales rojos. Aparentemente no estaba armado, pero Keith tenía la sensación de que aquel ser no necesitaba armas.

¿Sería aquello un habitante de Próxima Centauri? Deseó poder preguntárselo a Joe; quizás podría llevar la conversación a ese terreno sin mostrar su ignorancia cuando se sentaran a beber.

Volvió a girar la cabeza y sintió escalofríos en la columna mientras caminaba por el corredor hasta que llegaron a una puerta que tenía un agujero a la altura de la cabeza. Igual que en los tiempos de la Ley Seca, pensó Keith, y casi lo dijo, pero se acordó de que Betty no lo había comprendido cuando mencionó la Prohibición, y se contuvo a tiempo.

Joe volvió a golpear primero dos y luego tres veces y alguien lo examinó a través del agujero de la puerta. Joe señaló con el dedo por encima del hombro y dijo:

—Viene conmigo, Hank. Es amigo.

Y entonces la puerta se abrió.

Entraron en el salón de una taberna; a través de una puerta abierta, Keith podía ver el bar pobremente iluminado con luz de neón verde y azul. La sala donde se encontraban estaba llena de mesas y había partidas de juego en dos o tres de ellas.

Joe saludó a varios hombres que los miraron al entrar, y luego se volvió hacia Keith.

—¿Nos sentamos aquí? —preguntó—. ¿O vamos al bar? Me parece que podremos hablar mejor allí, y me has dicho algo sobre un negocio.

Keith asintió.

Pasaron por la puerta hacia el bar iluminado de verde y azul. Excepto por un camarero detrás del mostrador y tres mujeres sentadas en la barra, el sitio estaba vacío: Las tres mujeres los miraron; una de ellas tenía por lo menos veinte años más que Betty y era gruesa, ordinaria y estaba ligeramente ebria. La luz verdiazul le daba un aspecto fantasmagórico.

Joe la saludó con la mano y dijo:

—Hola, Bessie.

Luego fue hasta la mesa más apartada y se sentó en una de las sillas. Keith se sentó en la silla opuesta, al otro lado de la mesa.

Keith sacó la cartera para entregarle los cuatrocientos créditos que le debía, pero su nuevo amigo le dijo rápidamente:

—Todavía no, compañero. Espera hasta que las muchachas se hayan marchado.

Las chicas ya se estaban acercando, observó Keith. Eran jóvenes y bastante atractivas, a pesar de lo poco que las favorecía la luz verdiazul.

Afortunadamente, Joe las detuvo antes de que tuvieran tiempo de sentarse. Les dijo:

—Tenemos que hablar de un negocio, chicas. Puede ser que las llamemos más tarde, si están libres. Díganle a Spec que les sirva algo a las dos, por mi cuenta, ¿eh? Y lo mismo a Bessie.

Una de ellas dijo:

—Muy bien, Joe.

Keith sacó otra vez la cartera y consiguió entregarle los cuatrocientos créditos antes de que llegase el camarero a preguntar qué querían beber. Joe puso uno de sus billetes de cien créditos en la mesa.

—Tráenos un par de lunares, Spec —dijo Joe—. Y sirve una vuelta para las chicas. ¿Qué hace el pequeño Rello esta noche?

El camarero se rió:

—No va mal, Joe. Hemos tenido que barrer el corredor dos veces, y aún es temprano.

El camarero regresó al bar y Keith aprovechó la oportunidad:

—Ese Rello me interesa, Joe —dijo—. Cuéntame algo de él.

Era una pregunta bastante general, y quizá no llamaría la atención.

Joe le respondió:

—Rello es un rene, y quizá el peor de la banda. Por lo menos es el peor en Nueva York. Ha sido uno de los primeros de Próxima que se pasaron a nuestro lado, durante la lucha en Centauri. ¿Quieres conocerlo?

—No tengo mucho interés —dijo Keith—. Sólo me llamo la atención. —Se preguntó, en su interior, si rene quería decir renegado. Y si Rello había sido un habitante de Próxima Centauri que había desertado durante la guerra, lo de llamarle renegado era lógico.

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