Read Universo de locos Online

Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

Universo de locos (5 page)

BOOK: Universo de locos
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—Ustedes están equivocados. Estamos en los Estados Unidos, Tierra, Greeneville, Nueva York, y ahora es el 10 de junio de 1954, conforme, pero no hay ninguna clase de viajes interplanetarios todavía, excepto un cohete experimental que va a llegar a la Luna, esta misma noche. Y usamos dólares, no créditos, aunque los billetes lleven la firma de Fred M. Vinson y el retrato de Washington; y esos monstruos rojos que pasean por sus calles no es posible que estén aquí, y hay una persona llamada L. A. Borden quien, si pueden encontrarla (cosa que yo no puedo), les explicará quién soy. Así lo espero, por lo menos.

Imposible, desde luego. Por lo que había visto y oído solamente había una persona en este mundo que podía creer una palabra de todo aquello. El nombre de aquella persona era Keith Winton, quien pronto se iba a ver, según todas las apariencias, encerrado en el más próximo manicomio.

No, no podía acudir a las autoridades con lo que a ellos les iba a parecer la historia más increíble y fantástica del siglo. Todavía no, por lo menos. No hasta que hubiera tenido tiempo de orientarse un poco mejor, encontrar una solución razonable a lo que le había sucedido y decidir lo que tenía que hacer.

En alguna parte, por las calles cercanas, oyó el lamento de sirenas y luego las volvió a escuchar de nuevo. Se estaban acercando.

Si aquellas sirenas significaban lo mismo aquí que en el universo que le era familiar, entonces pertenecían a los coches de la policía que probablemente lo estaban buscando.

De repente decidió no acercarse a la calle principal, si no por otra razón, por el hecho de que tenía la chaqueta manchada de sangre. Se apresuró a cruzar la tranquila calle donde se encontraba, luego se metió por otra callejuela y después, manteniéndose en las sombras de los edificios todo lo que pudo, se alejó unas cuantas calles más de la avenida principal.

Tuvo que encogerse en la sombra de una puerta cuando un coche de la policía dobló la esquina con las sirenas aullando.

Afortunadamente pasó por delante de él a toda velocidad y no se detuvo.

Quizá lo estaban buscando a él o quizá no, pero no podía arriesgarse. Tenía que encontrar refugio en alguna parte, no podría seguir en las calles mucho tiempo sin ser descubierto, a causa de la sangre que llevaba en la manga y (ahora se acordaba) a que tenía la espalda de la chaqueta con un gran desgarrón donde el monstruo rojo lo había arañado.

Pudo ver que en el otro lado de la acera había una casa con un anuncio:
Se alquilan habitaciones
. ¿Sería aconsejable arriesgarse a alquilar una habitación? La sensación de la sangre que le corría por el brazo le dijo que no tenía más remedio. Estaba ya en el límite de sus fuerzas.

Se aseguró de que no venía ningún coche que pudiera descubrirlo con los faros y cruzó corriendo la calle. El edificio con el anuncio parecía una mezcla de pensión y hotel barato. Era una casa de ladrillo rojo con las paredes sin pintar. Se acercó para mirar a través del cristal de la puerta.

No se veía ningún empleado detrás del escritorio que había en la pequeña sala de entrada. En una esquina de la mesa había una campanilla y un aviso:
Llame para que venga el conserje
.

Keith abrió la puerta sin hacer el menor ruido y la volvió a cerrar con el mismo cuidado. Se acercó al escritorio y estudió el casillero de la pared. Había varias hileras de apartados, algunos con correspondencia y unos pocos con llaves dentro.

Lanzó una última mirada alrededor e inclinándose encima de la mesa tomó las llaves de la casilla más cercana; tenía el número 201.

Volvió a mirar a todos los extremos de la sala. Nadie lo había visto.

Luego, con decisión, empezó a subir las escaleras de puntillas. Había una alfombra y los escalones no crujieron. No podía haber escogido una llave mejor. La habitación 201 estaba enfrente, al terminarse las escaleras.

Ya una vez dentro de la habitación, cerró la puerta y encendió la luz. Sólo con que el ocupante del cuarto 201 no llegara durante la próxima media hora, aún tenía una posibilidad de salir bien de aquel asunto.

Se sacó la chaqueta y la camisa, y examinó con cuidado la herida del brazo. Iba a ser bastante dolorosa pero nada grave a menos que se infectara. La herida era bastante profunda, pero la sangre ya no se escapaba como antes.

Abrió todos los cajones del armario para asegurarse que el ocupante del cuarto 201 tenía camisas (y por suerte descubrió que eran sólo medio número más grandes que las propias) y entonces hizo tiras la camisa que acababa de quitarse, usándola para vendarse el brazo. Lo hizo muy despacio y dando vueltas de tela, con el fin de que la sangre se empapase lentamente.

Luego se apropió una camisa azul oscuro del cajón del tocador (había escogido la oscura, porque la que llevaba era blanca) y una corbata del armario.

Siguió buscando y encontró tres trajes colgados del perchero, dentro del armario empotrado en la pared. Escogió uno gris oscuro, por contraste con el marrón claro que llevaba puesto, cuya chaqueta estaba desgarrada sin remedio y manchada de sangre. Había también un sombrero de fieltro en el armario. Primero pensó que era demasiado grande para él, pero lo arregló con un poco de papel puesto alrededor de la badana. Con otro traje, camisa y sombrero (antes no llevaba) dudaba que ni el encargado de aquel bar pudiera reconocerlo a cierta distancia por la calle. Y la policía estaría buscando a un hombre con un traje castaño desgarrado. El encargado del bar no podía haber dejado de ver aquel desgarrón.

Hizo un rápido cálculo del valor de las cosas que se había apropiado y dejó un billete de quinientos créditos encima de la mesita de noche. Cincuenta dólares serían más que suficientes. El traje no era ni muy bueno ni nuevo.

Hizo un paquete con sus propias ropas, envueltas en unos periódicos que había encontrado en la habitación. Aunque sentía un violento deseo de ponerse a leer aquellos diarios, sin importarle que fueran atrasados, comprendía que salir de allí y ponerse a salvo en lugar seguro era mucho más urgente. El ocupante de la habitación que estaba usando podía regresar en cualquier momento.

Abrió la puerta y escuchó con atención. No le llegó ningún sonido de la pequeña sala de entrada. Volvió a bajar las escaleras tan silenciosamente como las había subido.

Vaciló por un momento en la entrada, dudando si debería ahora tocar la campanilla y pedir una habitación en la forma acostumbrada. Al final decidió que sería mejor no hacerlo aquí. El conserje se daría cuenta de que llevaba un traje gris y un sombrero de fieltro, y si durante la noche regresaba el propietario de aquellas prendas y notaba su falta no tardaría en dar la alarma y sin duda el conserje podría relacionar ambos hechos.

Atravesó la puerta y salió a la calle. Ahora, tan pronto como pudiera desprenderse del paquete en algún lugar donde no llamara inmediatamente la atención, se sentiría relativamente seguro por el momento. Seguro mientras no se pusiera a hablar con alguien y no cometiera alguna equivocación. Y equivocarse sería muy fácil mientras no supiera algo más de donde se hallaba. Si darle a un hombre una moneda de medio dólar hacía que tratase de matarlo como espía (volvió a pensar si el encargado del bar había realmente dicho «espía arturiano») entonces, ¿quién podría adivinar qué peligros lo acecharían en medio de la más inofensiva conversación? Se sentía contento ahora de casi no haber hablado con el granjero que lo había llevado en su coche hasta el pueblo; seguramente habría cometido algún desliz tarde o temprano.

Caminó hacia la avenida principal del pueblo, fingiendo una seguridad que estaba lejos de sentir. En la misma esquina de la calle principal abandonó el paquete dentro de un cubo de basura que estaba delante de la puerta de una casa.

Y ahora, decidió, con su aspecto razonablemente cambiado, era el momento de buscar un sitio donde pasar la noche. Un refugio donde pudiera leer con tranquilidad aquellas dos revistas que guardaba en el bolsillo. Tenía el presentimiento de que aquellas dos revistas, cuidadosamente estudiadas, podrían darle una pista respecto a todo lo que le estaba sucediendo.

Avanzó en dirección opuesta a la del bar donde había estado a punto de encontrar un completo desastre. Pasó delante de una tienda de artículos para caballero, un almacén de objetos de deporte, un cine donde anunciaban una película que él había visto hacía dos meses en Nueva York, y todo le pareció normal y ordinario. Las personas que se cruzaban con él parecían también normales y ordinarias.

Por un momento se preguntó si no era posible que todo fuese normal y común, y aquellas diferencias producto de su imaginación. Quizá el encargado del bar estaba loco y quizá era posible que hubiera una explicación razonable para todo, incluso para los monstruos rojos.

Pasaba por delante de un puesto de periódicos. Allí se exponían los periódicos de Greeneville y de Nueva York. Todo muy normal, hasta que sus ojos tropezaron con unos gruesos titulares:

ARTS ATACAN MARTE Y DESTRUYEN KAPI

LA COLONIA TERRESTRE NO ESTABA PREPARADA

DOPELLE JURA VENGARSE

Se acercó más para leer la fecha. Era el número de aquel mismo día del
New York Times
, con el mismo tipo de letra, tan familiar para él como la palma de su mano.

Tomó un ejemplar del periódico y se acercó al vendedor, entregándole un billete de cien créditos. El hombre le devolvió noventa y nueve créditos de cambio, todos en billetes parecidos a los que tenía en el bolsillo, excepto por el valor. Se metió los billetes en el bolsillo y se marchó sin pronunciar palabra.

Unas cuantas puertas más adelante vio un hotel. Pidió una habitación para la noche y firmó en el registro (después de un instante de vacilación, que trató de disimular mojando la pluma en el tintero) con su nombre y dirección verdaderos.

No había ningún botones en el vestíbulo. El conserje le entregó una llave y le dijo dónde podría encontrar su habitación, al final del pasillo en el segundo piso.

Dos minutos más tarde, la puerta cerrada con llave detrás de él, respiró profundamente con una sensación de alivio y se sentó en la cama. Por primera vez desde que había entrado en aquel bar, se sintió realmente seguro.

Sacó el periódico y las revistas del bolsillo y las colocó encima de la cama. Se levantó y colgó el sombrero y la chaqueta en el perchero, y al hacerlo notó dos botones y un dial colocados en la pared al lado de la puerta, debajo de una circunferencia de unos quince centímetros cubierta de tela del mismo color de la pared, sin duda una radio empotrada en la pared con la tela cubriendo el altavoz.

Giró uno de los botones e inmediatamente salió un débil murmullo del altavoz. Movió entonces el selector hasta que encontró una estación cuya señal llegaba clara y fuerte, sin duda la emisora local, y entonces bajó un poco el volumen. Estaban transmitiendo música de baile; le pareció que era algo de Benny Goodman, aunque no pudo reconocer la melodía.

Regresó a la cama y se sacó los zapatos para estar más cómodo. Colocó dos almohadas a la cabecera de la cama y empezó a examinar su propia revista,
Historias sorprendentes
. Volvió a mirar con renovado asombro la portada, la portada que, increíblemente, era a la vez la misma que él conocía y otra tan diferente.

Se habría quedado mirando la cubierta por largo rato si no fuera por un pensamiento que le hizo abrir rápidamente la revista y buscar el índice. Leyó las letras pequeñas en el pie de imprenta:

Editada por la Compañía de publicaciones Borden, Inc.

Propietario, L. A Borden. - Gerente de publicaciones: Keith Winton...

Se dio cuenta de que había estado reteniendo el aliento hasta que pudo leer su propio nombre. Entonces pertenecía de veras a aquel lugar (cualquiera que fuese el lugar donde se encontraba), y aún tenía su empleo. Y el señor Borden estaba allí también, pero ¿qué podía haber sucedido a la residencia de verano del señor Borden, aquella mansión que le habían escamoteado literalmente de debajo de los pies, unos cuantos minutos antes de las siete de aquella tarde?

Otro pensamiento le cruzó como un relámpago por la mente, y casi rompió la revista femenina en su prisa y agitación para abrirla por el índice. Sí, Betty Hadley seguía siendo directora. Pero también allí había algo desconcertante: el hecho de que la revista estaba publicada por la editorial Borden. Aquel número de julio debía haber llevado todavía el nombre de la editorial Whaley: hacía sólo unos pocos días que Borden había comprado la revista. Inclusive en el número de agosto aún se indicaría el nombre de la Compañía Whaley. Pero aquello tenía poca importancia, en comparación.

Lo importante era que, cualquiera que fuese aquel loco universo, Betty Hadley estaba allí.

Suspiró con alivio. Con Betty Hadley presente, aquel lugar no sería tan malo, aunque hubiera allí monstruos rojos de la Luna. Y si él, Keith Winton, seguía siendo el director de su revista favorita de fantasía científica,
Historias sorprendentes
, entonces aún tenía empleo y podría seguir comiendo, sin importarle mucho si le pagaban en créditos en vez de dólares.

La música de la radio calló abruptamente, como si alguien hubiese cortado la emisión. La voz del locutor empezó a decir rápidamente:

—Boletín especial de noticias. Segunda alarma para los ciudadanos de Greeneville y territorios cercanos. El espía arturiano que fue denunciado hace media hora, aún no ha sido detenido. Todas las estaciones de ferrocarril, carreteras y espaciopuertos están siendo vigiladas, y se está procediendo a su búsqueda casa por casa. Se requiere a todos los ciudadanos que estén alerta.

»Circulen armados y disparen sin previo aviso. Las autoridades ya saben que se cometerán errores, pero de nuevo recordamos que es preferible que mueran cien personas inocentes que permitir que este espía escape de nuestras redes, para causar quizá la pérdida de millones de vidas terrestres.

»¡Disparen ante la más ligera sospecha!

»Repetimos la descripción...

Casi sin respirar, Keith Winton escuchó la descripción de sí mismo.

—Alrededor de un metro setenta y cinco centímetros, unos setenta kilos de peso, traje castaño, camisa de deporte blanca con el cuello abierto, no lleva sombrero. Ojos oscuros, cabello ondulado castaño, parece tener unos treinta años de edad...

Volvió a respirar de nuevo. No habían descubierto el cambio de traje. Y no había mención de que estuviera herido. El encargado del bar, entonces, no se había dado cuenta de que uno de sus tiros lo había tocado.

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