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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

Universo de locos (7 page)

BOOK: Universo de locos
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—Creo que no, señor Winton. De acuerdo, llamaré desde aquí mismo.

Diez minutos más tarde, Keith estaba en un taxi en marcha para la estación del ferrocarril; media hora más tarde estaba en un tren medio vacío que lo llevaría de regreso a Nueva York.

Respiró ahora con alivio. Estaba seguro de que lo peor ya había pasado. No tenía ninguna duda de que todo se arreglaría en Nueva York. Lo principal era atravesar el cordón de la policía. No sólo eso sino que se había atrevido (después que los policías se habían marchado) a recuperar su dinero de la cornisa de la ventana del cuarto. Había creído (y en esto no se equivocó) que la llamada que había hecho el capitán al oficial encargado de la estación evitaría el tener que ser registrado de nuevo cuando se presentara con su identidad ya garantizada.

Y no quería tener que desprenderse de aquellos billetes y monedas hasta que supiera algo más de lo que estaba pasando. Tenía que pensar que eran peligrosos si los encontraban en su poder, pero algunos de ellos debían de tener mucho valor. El encargado del bar le había dado el equivalente de doscientos dólares por una moneda y posiblemente otras serían aún más valiosas. Inclusive, el encargado del bar había admitido que la moneda de veinticinco centavos valía más de lo que le había pagado.

Pero ¿la moneda de medio dólar? Se encogió de hombros mentalmente. No valía la pena hacer conjeturas. Tendría que esperar hasta que pudiera enterarse de lo que significaba todo aquello y mientras tanto debía redoblar su vigilancia. Después de pagar la cuenta del hotel y el billete del tren, aún le quedaba alrededor del equivalente de ciento cuarenta dólares en créditos; con eso podría subsistir durante algún tiempo. Durante bastante tiempo, si era cuidadoso. Y el pequeño paquete de billetes y monedas que no estaban en créditos lo tenía muy bien guardado en el bolsillo de atrás del pantalón, de manera que al hacer alguna compra no entregase las monedas aquellas, por error. Estaban bien envueltas con los billetes para que no hicieran ruido y lo delataran.

Sin duda era peligroso seguir guardando aquel dinero, pero había una razón aún más poderosa que ese posible valor. Era la única cosa tangible que le seguía demostrando que estaba cuerdo. Sus recuerdos podían ser fruto de su imaginación, pero aquel dinero era algo tangible. Constituía la prueba de que al menos parte de lo que recordaba era verdad.

El pequeño paquete en su bolsillo le daba seguridad y confianza.

Mirando por la ventanilla del tren, a medida que este iba alcanzando velocidad, vio cómo las luces de Greeneville se iban haciendo menos frecuentes, hasta que al fin salieron a la oscuridad del campo.

Al menos por el momento estaba seguro. Y ahora tenía algo más de dos horas de tiempo para poder examinar las dos revistas y el periódico que había comprado.

El periódico primero.

ARTS ATACAN MARTE Y DESTRUYEN KAPI

Esa era la noticia. Sensacional. Leyó todo cuidadosamente. Kapi, por lo que se veía, era una colonia terrestre en Marte, establecida en 1939, la cuarta de las siete colonias establecidas en aquel planeta. Era la más pequeña. Sólo la habitaban unos ochocientos cuarenta colonos. Se creía que todos habían muerto, además de unos ciento cincuenta trabajadores marcianos.

Entonces, pensó Keith, existían marcianos nativos, que estaban separados de los colonos, emigrantes de la Tierra. ¿Cómo serían los nativos marcianos? No había nada en aquel breve artículo que pudiera darle una idea. Posiblemente Lunan había sido un nombre propio, después de todo. Quizás los monstruos rojos eran marcianos y no habitantes de la Luna.

Pero tenía otras cosas más importantes en que pensar que en la procedencia de los monstruos rojos. Siguió leyendo y se dio cuenta de que el artículo sobre el ataque a Kapi parecía un despacho del campo de batalla en una guerra general y ya conocida por todos.

Una sola nave de arturianos había conseguido atravesar la barrera detectora colocada por los terrestres y había lanzado un torpedo aéreo antes de que los cruceros espaciales de Dopelle hubieran podido detenerla. La habían atacado inmediatamente y, aunque la nave de los arturianos había acelerado a velocidad interestelar, la habían alcanzado y destruido.

Se estaban ultimando los preparativos, decía el
New York Times
, para una expedición contra el enemigo. Los detalles eran naturalmente un secreto militar.

Había una serie de nombres y cosas que no significaban nada para Keith, cuando las encontró mientras leía el artículo. Sin embargo, se sintió sorprendido cuando leyó un nombre familiar en medio de tantos detalles extraños. La mención del general Dwight D. Eisenhower, comandante del Sector Venus.

El final del artículo se refería principalmente a las mejores medidas de defensa propuestas para las ciudades más vulnerables, y esto no tenía ningún significado para Keith. Había frecuentes referencias que no conseguía entender, una frase que se repetía muchas veces, «la Niebla Negra», y varias alusiones a «los renegados» y a «los Nocturnos».

Una vez terminado el artículo principal (casi dos columnas) examinó el periódico a fondo, leyendo todos los titulares y al menos parte de cualquier artículo que pareciera interesante o fuera de lo corriente. Encontró que casi no había diferencias en las minucias de la vida diaria, ni tampoco en las relaciones domésticas.

Leyó también las notas de sociedad y pudo reconocer muchos de los nombres y sin duda los habría reconocido a todos si hubiera tenido el hábito de leer las noticias de la alta sociedad. St. Louis iba adelante en la clasificación de la liga de béisbol y este detalle era tal como él lo recordaba, aunque no podía asegurar si el número de puntos en la clasificación era el mismo. Aparecían los mismos familiares anuncios para las marcas y productos conocidos, excepto que los precios estaban en créditos en vez de dólares. No encontró ningún anuncio que ofreciera la venta de naves interplanetarias, ni tampoco juguetes atómicos para los niños.

Estudió los anuncios personales con cuidado. La situación de las viviendas era considerablemente mejor de lo que él recordaba y posiblemente la explicación estaba en que algunas de las casas o pisos se ofrecían en venta con el comentario «
Por emigrar a Marte
». En la sección de venta de animales domésticos encontró un anuncio que ofrecía un colín venusino, y otro que ofrecía un perrito lunar.

Poco después de la una de la madrugada, el tren llegó puntualmente a la estación Gran Central. Keith se guardó el periódico para volver a leerlo más tarde. Había estado tan ocupado con el diario que no había tenido tiempo ni de dirigir una mirada a las dos revistas.

Gradualmente, a medida que el tren iba entrando en la estación, Keith tuvo la sensación de algo extraño, algo diferente, aunque no podía definirlo con claridad, algo que estaba en la atmósfera del lugar. No se trataba de la falta de focos eléctricos. Había las luces usuales en la estación, quizá más de las que él recordaba.

Se dio cuenta también de que el vagón en que había viajado iba casi vacío, con sólo una cuarta parte de los asientos ocupados, o menos. Y cuando salió del vagón, vio que era el único tren del que bajaban pasajeros y que todos los mozos de estación parecían haber desaparecido.

Delante mismo de Keith, un hombre de cierta edad estaba haciendo esfuerzos para llevar tres maletas, una en cada mano y la otra debajo del brazo, y aquello le resultaba difícil.

—¿Quiere que le ayude a llevar una de las maletas? —dijo Keith.

El hombre dijo:

—Oh, sí, gracias —con una nota de gratitud en la voz. Entregó una de las pesadas maletas a Keith y empezaron a andar juntos por el andén de cemento que corría entre dos vías.

Keith dijo:

—No hay mucho tráfico esta noche, ¿verdad?

—Creo que el tren en que vinimos es el último que entrará esta noche. Realmente no deberían circular hasta tan tarde. ¿Qué se adelanta con llegar a la estación si luego no puede uno irse a casa? Naturalmente, uno puede empezar antes por la mañana, pero a la larga no hay ninguna ventaja.

Keith contestó:

—Ninguna, es verdad —y se quedó pensando de qué podría estar hablando aquel hombre

—Ochenta y siete muertos la pasada noche —dijo su compañero de viaje—. Por lo menos ésos fueron los cuerpos que se encontraron, aunque nadie sabe cuántos más han ido a parar al río.

—¡Qué desgracia! —dijo Keith.

—Y eso en una sola noche, en una noche normal. Digamos que ha habido un centenar de muertos. Solamente de muertos. Sólo Dios sabe cuántos habrán sido arrastrados dentro de alguna callejuela y apaleados pero que no han resultado muertos. —El hombre suspiró—. Y pensar que aún recuerdo cuando se podía andar con seguridad, inclusive por el centro de Broadway.

Se detuvo repentinamente y puso las maletas en el suelo.

—Tengo que descansar —dijo—. Si quiere seguir adelante, deje la maleta al lado de estas otras.

Keith agradeció en su fuero interno la oportunidad de poder dejar la valija que llevaba; su hombro herido le impedía poder cambiar de mano la maleta. Abrió y cerró varias veces la mano derecha, entumecida por el peso de la valija.

—No tengo prisa —dijo—. No tengo prisa por llegar a casa.

Su compañero rió como si hubiera dicho algo muy gracioso. Keith a su vez se permitió una sonrisa que no comprometía a nada.

—Ese ha sido muy bueno —dijo el hombre—. De modo que no tiene ninguna prisa por llegar a su casa, ¿eh? —Se rió de nuevo, mientras se apretaba el costado con una mano.

Keith dijo:

—Hace tiempo que no escucho las noticias. ¿Ha oído usted algo? ¿Hay alguna novedad?

—Seguro que hay novedades —dijo el hombre, muy serio, mostrando un gran temor en el rostro—. Hay un espía arturiano en la región. Pero quizá ya esté enterado de eso. La alarma se dio a primera hora de la noche. —El viajero se estremeció ligeramente.

—No, no me he enterado de nada —dijo Keith—. ¿Recuerda los detalles?

—Ha sido en Greeneville, el pueblo por donde pasamos. ¿No se acuerda? Han tenido el tren con todas las puertas cerradas, sin dejar entrar ni salir a nadie, excepto los que ya estaban controlados. La estación estaba llena de guardias y policía secreta.

Keith dijo:

—Debo haberme dormido cuando el tren paró en, ¿ha dicho Greeneville?

—Eso es, Greeneville. Lo contento que estoy de no haber tenido que bajar allí. Van a revolver aquel pueblo de arriba a bajo.

—¿Y cómo se dieron cuenta de que era un espía? —preguntó Keith.

—Trató de vender a alguien monedas prohibidas. Y la moneda que quiso pasar era una falsificación arturiana, una de las que llevan la fecha equivocada.

—¡Oh! —dijo Keith

Por lo tanto había sido la moneda; ya le había parecido que era a causa de la moneda que aquel encargado del bar había tratado de matarlo. Quizá lo mejor sería desembarazarse de las que le quedaban, sin tener en cuenta su posible valor, tan pronto como tuviera ocasión de tirarlas en una alcantarilla. Pensaba ahora que habría hecho bien en dejarlas en la cornisa de la habitación del hotel que había ocupado en Greeneville cuando aquellos policías fueron a pedirle la documentación.

No, aquello hubiera sido peor, porque si más tarde hubieran encontrado las monedas (y era de presumir que tarde o temprano las hubiesen encontrado) se habrían dado cuenta de que era muy posible que fuese él quien las había dejado allí; y en el registro del hotel constaba con su nombre verdadero, y también (y esto había sido una suerte, aunque por otras razones) había dado su nombre al policía que había ido a su habitación. Desde luego, si se hubieran encontrado aquellas monedas en la repisa de la ventana, la policía no hubiera tardado en lanzarse a la busca y captura de Keith Winton en Nueva York para que explicara cómo habían llegado a su poder. No había pensado en eso cuando las había retirado de la ventana; se acordaba de haber creído que era una estupidez continuar llevando aquellas peligrosas monedas en el bolsillo. De pronto la frente se le cubrió de sudor al darse cuenta de lo acertado que había estado al llevarse las monedas consigo.

Volvió a preguntar:

—Y si se dieron cuenta de que era un espía por ese asunto de la moneda, ¿cómo es que no lo detuvieron?

—¿Detenerlo? —El hombre temblaba visiblemente ahora, a causa de la emoción—. Por Dios, señor, no se detiene a los arturianos, se los mata. Ya trataron de matarlo el dueño de un bar y un lunan a quien el del bar gritó que le ayudara, pero el espía pudo escaparse de los dos.

—¡Oh! —dijo Keith.

—Apuesto cualquier cosa a que desde entonces ya han sido muertas veinte o treinta personas por error —dijo el hombre tristemente. Se frotó las manos y volvió a recoger las maletas—. Me parece que ahora podré recorrer el camino que me falta, si usted está dispuesto.

Keith levantó la otra maleta y los dos echaron a andar de nuevo hacia el gran vestíbulo de entrada de la estación.

—Espero que queden literas —dijo el viajero.

Keith abrió la boca para hablar pero la volvió a cerrar inmediatamente. Cualquier pregunta que hiciese podría delatarlo al hacer evidente su ignorancia sobre alguna cuestión de la que debiera estar bien enterado. Finalmente dijo:

—Probablemente no quedará ninguna —en una voz que trató de hacer humorísticamente pesimista, de manera que pudiera interpretarse como una broma en el caso de que fuera algo que no debiera haber dicho.

Pero su compañero de viaje simplemente asintió, con gesto cansado.

Estaban acercándose ahora a las puertas del gran vestíbulo y un maletero se dirigió hacia ellos.

—¿Literas? —preguntó el maletero—. Todavía quedan unas cuantas.

—Sí, desde luego. Dos —dijo el viajero. Entonces vaciló y miró a Keith—. No quise hablar por usted. Algunos prefieren pasar la noche sentados.

Keith sintió como si estuviera andando por la cuerda floja en la oscuridad. Qué significaba todo aquello sobre pasar la noche en una litera o sentado. Él no quería hacer ni una cosa ni otra.

Al final, dijo en tono de duda:

—No sé, vamos a ver.

Acababan entonces de atravesar las grandes puertas del vestíbulo y observó con sorpresa las filas de literas. Largas y ordenadas hileras de camastros del tipo de los usados por el ejército, colocados muy juntos. Excepto por los pasillos que se habían dejado para poder andar entre las largas filas, las literas cubrían totalmente la enorme extensión de aquella sala inmensa. En la mayoría de los camastros había personas durmiendo.

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