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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

Universo de locos (8 page)

BOOK: Universo de locos
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¿Podía ser que el problema de la vivienda fuera tan desesperado? Pero aquella no podía ser la razón, por lo menos a juzgar por las ofertas en la sección de alquileres y ventas de casas del periódico que tenía en el bolsillo. Sin embargo…

Su compañero de viaje le tocó en el hombro (y dio la casualidad que fue en su hombro herido) y Keith saltó de dolor, aunque afortunadamente el hombre no se dio cuenta. Estaba diciendo «Espérenos, mozo», al maletero que se les había adelantado unos pasos.

El viajero se inclinó hacia Keith, y le dijo:

—Ejem, si es que anda escaso de fondos para poder alquilar una litera, yo puedo, uh, prestarle unos cuantos créditos.

—Gracias —dijo Keith—. Pero creo que me marcharé.

—No querrá decir que va a salir afuera, ¿eh? —En la cara del hombre se reflejaba ahora el horror y la sorpresa.

De nuevo había dicho algo que no debiera haber dicho, pero no podía adivinar lo que era, ni por qué estaban aquellas literas en la estación Gran Central, ni por qué parecía tener tanta importancia que él pasara la noche allí. De cualquier modo lo mejor sería que se separara de aquel hombre, antes de que empezara a sospechar, si es que no tenía ya sus dudas respecto a él.

—Desde luego que no —dijo Keith—. No soy tan estúpido. Pero el caso es que tengo que encontrarme con una persona aquí en la estación y quiero dar una vuelta para tratar de localizarla. Puede ser que alquile una litera más tarde, pero no creo que pueda dormir. No se preocupe por mí. Y muchas gracias por su ofrecimiento de los créditos, pero tengo bastantes encima.

Echó a andar antes de que el otro tuviera tiempo de hacerle más preguntas. La luz en el gran vestíbulo de la estación era muy débil, sin duda con el fin de que los que estaban durmiendo no tuviesen que soportar una fuerte claridad. Keith avanzó con cuidado en la semioscuridad, andando tan silenciosamente como podía, para no despertar a los que dormían en las literas por delante de las que iba pasando, y poco a poco fue hacia la entrada correspondiente a la calle Cuarenta y Dos.

Cuando estuvo cerca de ella vio con sorpresa que dos policías montaban guardia al lado de cada una de las puertas.

Pero ahora no debía detenerse. Los policías habían visto cómo se acercaba hacia la puerta y lo estaban observando. Había estado caminando directamente hacia ellos y no podía ahora dar media vuelta sin llamar su atención mucho más que si seguía caminando. Si resultaba que no le permitían salir (por alguna razón que no podía ni remotamente imaginar) podía simular que había ido paseando hasta la puerta simplemente para mirar a través de los cristales.

De manera que siguió acercándose a la puerta, observando que los cristales habían sido pintados de negro por la parte de afuera.

El mayor de los dos policías le habló cuando Keith llegó al lado de ellos. Pero su voz era respetuosa y cortés.

—¿Va armado, señor? —preguntó.

—No.

—Es bastante peligroso ahí fuera. Bueno, ya sabe usted que no tenemos autoridad para hacer que se quede. Todo lo que podemos hacer es aconsejarlo.

La primera reacción de Keith fue de alivio. Después de todo no lo iban a obligar a que se quedara allí toda la noche. Por cualquier razón que fuera no sentía el menor deseo de malgastar la noche entera en la estación Gran Central.

¿Pero qué era lo que quería decir el policía? ¿Peligroso? ¿Qué clase de peligro podía ser aquel que él desconocía pero que, sin embargo, mantenía dentro de la estación a miles de personas que habían llegado en los trenes nocturnos de todas partes del país? ¿Qué le había sucedido a la ciudad de Nueva York?

Bien, era ya demasiado tarde ahora para volverse atrás. Además, pensó, un poco asustado, estaba en peligro en todas partes hasta que conociera mejor las costumbres de aquel lugar.

Dijo tan despreocupadamente como pudo disimular:

—No tengo que ir lejos. No me va a pasar nada.

—Usted sabrá adónde va —dijo el policía.

—Esperemos que no sea a su funeral —dijo el otro guardia, sonriendo—. Puede marcharse —y le abrió la puerta.

Keith casi dio un paso atrás. No era pintura negra lo que había en el exterior de los cristales. Era... negrura. Una clase de negrura total como él no había visto nunca. No se veía un reflejo de luz por ninguna parte. Las débiles luces del interior no parecían abrirse paso en aquella oscuridad. Mirando hacia el suelo sólo podía distinguir el pavimento un paso o dos más allá del marco de la puerta abierta.

Y, o era su imaginación o parecía como si un poco de aquella negrura exterior estuviese entrando dentro de la estación por la puerta, como si no fuera simple oscuridad sino una clase de palpable, tangible negrura. Como si aquello fuese algo más que la sencilla ausencia de luz.

Pero, fuese lo que fuese lo que había allá afuera, ahora no podía admitir que no sabía de qué se trataba. Aquello era un apagón mucho peor que los que se habían establecido en tiempo de guerra. Debía ser (y recordó una frase que había leído en el
New York Times
) la Niebla Negra.

Miró hacia arriba y no pudo distinguir ninguna señal de la Luna o de una simple estrella, y recordó que había sido una noche, en Greeneville al menos, brillantemente iluminada por la Luna.

Había ya andado unos pasos fuera de la puerta, y se volvió para mirarla. No pudo verla. Los cristales iluminados debían estar allí. Por poco iluminados que estuvieran, tendrían que ser visibles a bastante distancia en una oscuridad como aquella. A menos que, desde luego, el cristal estuviese pintado de negro por fuera. Se acercó más y ahora pudo verlo, un rectángulo de luz muy débil, cuando ya estaba tan cerca que podía tocarlo con la mano. Un poco más lejos ya no era posible distinguirlo.

Dio un paso atrás y el cristal desapareció. Buscó en los bolsillos una caja de cerillas y encendió una. Manteniéndola en la mano con el brazo extendido sólo podía ver un débil resplandor. A unos treinta centímetros de los ojos podía verla claramente. Pero más lejos ya no.

La cerilla se consumió hasta que le quemó los dedos y la dejó caer. No pudo ver si se apagó cuando llegó a la acera o no. Quizá aún seguía ardiendo allí abajo en el cemento.

Deseó ahora haber alquilado una litera dentro de la estación, pero ya era demasiado tarde para volver a entrar. Ya había llamado bastante la atención al salir.

¿Pero por qué no habría seguido el consejo de aquel viajero? Tendría que recordar que siempre sería más seguro para él imitar lo que hicieran los demás.

Estiró un brazo hasta que tocó la pared del edificio, y manteniendo la mano en contacto con ella mientras andaba con el otro brazo extendido delante de él, se dirigió hacia el oeste, hacia la esquina de la Avenida Vanderbilt. Mantuvo los ojos abiertos, esforzándose contra la oscuridad, pero no consiguió ver nada, de manera que igual hubiera podido ir andando con los ojos cerrados. Sabía ahora lo que debía sentir un ciego. Un bastón, para poder ir tanteando el camino delante de él en aquella invisible acera, habría sido una posesión inestimable. Un perro de los que están entrenados para acompañar a las personas ciegas habría sido inútil; dudaba que ni siquiera un gato pudiera ver más allá de un metro en aquella negra neblina.

De repente su mano dejó de sentir la pared. Había llegado a la esquina del edificio. Se detuvo un momento, dudando si debería continuar. No podía regresar a la estación; pero ¿por qué no se podía quedar ahí mismo, sentado en el suelo, de espaldas a la pared, y esperar a la mañana, si es que la mañana iba a traer la desaparición de la negra neblina?

Ciertamente le iba a ser imposible llegar a sus habitaciones de soltero en el centro. Los taxis no podían ir por la calle. Y la lógica le decía que tampoco podía haber ninguna otra forma de transporte. Sólo los locos o gentes tan ignorantes como él (y seguramente no habría otra persona en aquella categoría) podían atreverse a ir a alguna parte en una oscuridad como aquella.

Pero al fin decidió no pasar la noche sentado en la acera. Podía haber patrullas de la policía que lo interrogarían, extrañados de verlo allí, tan cerca del refugio de la estación. No, si se sentaba para pasar la noche no iba a ser allí, tan cerca del punto de partida. Si lo sorprendían más lejos, al menos podía decir que se había extraviado tratando de llegar a su casa.

De manera que, guiándose sólo por los pasos, se separó del edificio hasta el cordón de la acera y luego se aventuró en la calle. Si por casualidad hubiera algún tráfico…; pero ¿cómo podía haberlo, a menos que condujeran por radar? Esa idea lo hizo apresurarse a acabar de cruzar la calle. ¿Cómo podía él saber si había o no coches que se guiaran por radar?

Encontró la acera del otro lado al caer encima de ella. Se levantó y volvió a arrastrar los pies por el pavimento hasta que pudo tocar de nuevo la solidez de otra pared, y entonces se encaminó a lo largo de la calle Cuarenta y Dos.

La calle Cuarenta y Dos, sólo a unas pocas manzanas de distancia de Times Square y Broadway, y por las apariencias podría igual encontrarse en la… no, en la Luna no, porque en la Luna habría aquellos monstruos rojos para hacerle compañía. ¿Podría ser que los hubiera también allí?

Trató de no pensar en eso.

Sus oídos no podían percibir ningún sonido, excepto el apagado de sus propios pasos y se dio cuenta de que alguna fuerza inconsciente lo impelía a andar de puntillas, a fin de perturbar aquel temeroso silencio lo menos posible.

Terminó la manzana hasta Madison, cruzó la calle y empezó a tantear el camino hacia la Quinta Avenida.

¿A dónde iba?, se preguntó. ¿A Times Square? ¿Y por qué no? Ir a Greenwich Village le sería imposible, aunque anduviera toda la noche, al paso de tortuga que se veía obligado a llevar. Pero ya que tenía que ir hacia alguna parte, ¿por qué no dirigirse hacia el centro? Si había un lugar abierto en Nueva York seguramente estaba allí.

Tenía que meterse en alguna parte, donde fuera, pero tenía que escapar de esa negrura horrenda.

Empezó a tratar de abrir las puertas que iba pasando. Todas estaban cerradas.

Mientras trataba de abrirlas se acordó de que llevaba una llave de las oficinas de la Compañía Borden en el bolsillo, y que el edificio estaba sólo a tres manzanas de distancia hacia el sur. Pero sin duda la puerta de la calle estaría cerrada y él no tenía la llave de aquella puerta.

Cruzó la Quinta Avenida. En el otro lado de la calle donde se encontraba debía estar la Biblioteca Pública.

Consideró por un momento la conveniencia de ir hacia allí y de pasar la noche en la escalinata del edificio, pero al fin no se decidió a hacerlo. Lo mejor sería seguir hasta Times Square, ahora que se había decidido a llegar hasta allí. Seguramente encontraría dónde refugiarse en aquel sitio tan concurrido, aunque sólo fuera una de las estaciones del subterráneo.

De la Quinta a la Sexta Avenida (se preguntó si también en este mundo la llamarían la Avenida de las Américas) hay una larga distancia. Pero en toda su extensión no encontró ni una sola puerta abierta. Las probó todas.

Cruzó la Sexta Avenida y se encontró ya a medio camino de Broadway.

Trató de abrir otra puerta; estaba cerrada, igual que todas las demás. Pero en el breve instante en que se detuvo con la mano puesta en el picaporte, sus oídos captaron un sonido, el primer sonido que escuchaba aparte de los producidos por él mismo, desde que había salido de la estación Gran Central.

Se trataba del ruido de pasos, pasos tan lentos y cautelosos como los suyos. Algo en su interior le decía que había peligro en aquellos pasos. Un peligro mortal.

V. Los Nocturnos

Keith permaneció rígido mientras el ruido de pasos se acercaba. Quienquiera que fuese, no había forma de evitar su encuentro, a menos que él diera media vuelta y empezara a andar en la dirección opuesta.

De repente le pareció a Keith que estaba en un extraño mundo de una sola dimensión. En aquel mundo de oscuridad solamente había delante y atrás, para los que, como él y el desconocido que se acercaba, sólo podían desplazarse pegados a las paredes de los edificios. Se asemejaban a las hormigas marchando sobre una delgada cuerda, que al encontrarse tienen que pasarse por encima a menos que una de las hormigas dé vuelta y regrese.

Y antes de que pudiera decidirse a volver, ya era demasiado tarde. Una mano lo estaba tocando y una voz plañidera decía:

—No me haga nada, señor. No tengo dinero.

Keith suspiró aliviado.

—Bien —dijo—. Yo me quedaré quieto. Usted pase al lado mío.

—Muy bien, señor —dijo el otro.

Aquellas manos lo tocaron ligeramente mientras el desconocido tanteaba el camino, y Keith pudo percibir un aliento que apestaba a alcohol cuando el otro pasó a su lado. Hubo una risita en la oscuridad.

—Soy sólo un viejo perro del espacio que quería divertirse un poco. Pero me atacaron hace dos horas. Mire, le voy a dar un consejo. Los Nocturnos han salido a la calle. Toda la banda, por la parte de Times Square. Mejor será que no siga en esa dirección. Se lo aconsejo.

El hombre ya había pasado, pero su mano aún mantenía contacto con la manga de Keith.

—¿Esos son los que le han robado? —preguntó Keith

—¿Esos? Todavía estoy vivo, ¿no le parece? ¿Estaría vivo si los Nocturnos me hubieran agarrado? ¿Qué cree usted?

Keith dijo:

—Desde luego, se me había olvidado. De manera que yo también creo que lo mejor será que no vaya por esta parte. Ejem, diga ¿sabe si los subterráneos están abiertos?

—¿Los subterráneos? Pero hombre, ¿de verdad quiere que lo maten, o qué?

—¿Dónde hay un lugar seguro para ir?

—¿Seguro? Ha pasado mucho tiempo desde que escuché esa palabra por última vez. ¿Qué significa? —El desconocido lanzó una risita de borracho—. Joven, yo estaba en la ruta Marte-Júpiter en los días en que se descubrieron las minas de uranio, cuando venía un cura para bendecirnos antes de que cerrásemos las compuertas de presión. Y creo que preferiría estar de nuevo allí antes que chapoteando en esta Niebla Negra y jugando al escondite con los Nocturnos.

—Y dígame, ¿cómo sabe que no soy un Nocturno? —preguntó Keith.

—¿Esta bromeando? ¿Cómo puede un hombre solo ser un Nocturno cuando éstos van en pandillas tomados del brazo, de edificio a edificio, y se puede oír el ruido que hacen con sus bastones de ciego? ¿Sabe lo que le digo? Que somos idiotas de estar en la calle. Sí, usted y yo, los dos. Si no fuera porque estoy borracho. Diga, ¿tiene una cerilla?

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