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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (10 page)

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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Comoquiera que el roce hace el cariño, el aterrizaje en Barcelona de Carmen Camí multiplicó exponencialmente los deseos de la pareja de consolidar la relación. Empezaron, incluso, a hablar de la posibilidad de poner papeles por medio para que lo que era una unión de facto lo fuese también de iure. En resumidas cuentas, para forjar ante los ojos de la ley lo que era ya una realidad a los ojos de amigos, familiares y mediopensionistas.

Carmen Camí no era ajena al hecho de que Iñaki Urdangarin no le hacía ascos a los dobletes, entre otras cosas, porque a posteriori se enteró de que inició su noviazgo antes de haber cortado con Susana López. Pero jamás se le pasó por la cabeza, ni siquiera remotamente, que el siempre atento, diligente, educado y sensible Txiki pudiera hacer lo propio con ella. Y desde luego, si alguien le comenta la posibilidad de que la beneficiada fuera la hija del rey de España, hubiera recomendado que le pusieran una camisa de fuerza. Era, simple y llanamente, ciencia ficción. Pero, como demuestra este libro en particular y el caso Urdangarin en general, el susodicho es un especialista en lograr que la realidad deje reducida la ficción a la condición de cuento de niños.

Carmen e Iñaki eran felices. Rabiosamente felices. Ni en el verano o el otoño de 1996, ni en la primavera de 1997 notó nada. Debe de ser que, además de un excepcional balonmanista, Urdangarin es un actor de esos que darían clases al mismísimo Stanislavski. Tal vez se desenvolvió con la agilidad del personaje que Antonio Banderas recrea en
Two Much
, quizá es que hay tiempo para todo, porque lo cierto es que Carmen no tuvo sospechas, por mínimas que estas fueran. Era el mismo Txiki embelesado y embelesador de siempre. Eso sí, debió de hacer el pino-puente día sí, día también, porque durante casi un año compatibilizó su noviazgo con Camí con una relación cuyo secreto tan solo saltó por los aires setenta y dos horas antes de que posaran juntos en Zarzuela para anunciar la boda urbi et orbi.

Los Juegos Olímpicos de Atlanta 96 marcaron un antes y un después en la vida de Cristina e Iñaki. La infanta, una regatista «decentita» en opinión de los expertos, no era una profana en la materia. Sabía mejor que nadie lo que es una cita olímpica, pues estuvo en Seúl 88 como suplente del equipo olímpico de vela. Ítem más: fue la abanderada de la delegación española en una cita, la surcoreana, en la que mantuvimos ese cartel de parias en el mundo del deporte que portamos desde tiempos inmemoriales hasta Barcelona 92. Nos comimos un rosco. Bueno, sí, cuatro en forma de medallas, apenas la sexta parte de lo que caería en los Juegos que nos trajo ese español inmortal que será siempre Juan Antonio Samaranch.

Cupido entró en escena durante una visita de la familia real —la reina, el príncipe y doña Cristina— al equipo español de balonmano. A la infanta le encantó él desde el minuto uno y a Iñaki le gustó ella desde el minuto menos uno. Fue un auténtico flechazo, según cuentan, ejecutando un supersónico
flashback
, algunos de los presentes en ese encuentro que acabaría marcando la historia de España. El remate final lo daría el rubicundo balonmanista en una concurrida cena en la que coincidirían semanas después, ya en España.

Y, para no variar, los
royals
made in Spain
acabaron dando suerte a un conjunto, el entrenado por el mago Juan de Dios Román, que se volvió con la medalla de bronce, la primera que se anotaba el balonmano patrio en unos Juegos Olímpicos. Los deportistas españoles que acuden a los Juegos se pegan por la presencia de los reyes, los príncipes o las infantas. Dicen que poseen
baraka
, ese concepto con el que los árabes se refieren a la que por estos lares conocemos como «suerte».

El enamoramiento dio paso, sin transición alguna, a un noviazgo intenso en calidad pero no en cantidad. No existía el
handicap
de la lejanía, ya que la infanta vivía en Barcelona desde el año 1993, cuando La Caixa la contrató por 170.000 pesetas mensuales para el Departamento de Programas Culturales de su fundación. Pero sí existía el inconveniente de la relación que él mantenía desde cuatro años y medio atrás con Carmen Camí. ¿Lo sabía la infanta? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Lo que no es una incógnita es que él hizo doblete, una de sus especialidades en materia sentimental.

¿Y quiénes estaban en el secreto? Pocos, poquísimos, como corresponde a cualquier noviazgo real. La infanta se lo contó a una íntima amiga, a sus padres, obviamente a doña Elena y, por supuesto, a don Felipe, su hermano del alma.

—Alucino, estoy colada por un jugador de balonmano —confesó a una de sus mejores amigas, a una de esas personas que hacen buena la no muy etimológica pero sí muy acertada definición que señala que «un amigo es alguien al que le puedes contar el más secreto de los secretos con la seguridad de que nunca saldrá de su boca».

Iñaki puso al corriente a su hermana mayor, Ana Urdangarin Liebaert, que es con la que más vida hacía y hace. Por una elemental razón: tras su matrimonio en 1983 con el empresario inmobiliario Carles Gui, Ana se asentó definitivamente en Barcelona, urbe que por otra parte conocían a la perfección. Allí pasaron parte de su infancia por el trabajo de su padre, el ingeniero industrial Juan María Urdangarin Berriotxoa, que fue fichado por la multinacional alemana Fuchs a principios de los setenta. Ya en los ochenta se establecieron definitivamente en Vitoria.

María Molina y Consuelo León relatan con todo lujo de detalles en
La infanta Cristina, una mujer de su generación
cómo él recabó opiniones de buena parte de sus seres queridos para reafirmar el crucial paso que estaba dando. A su hermana Ana, la jefa del clan, a la que todos los Urdangarin reconocen autoridad moral, mucha potestad e infinita autoridad, le disparó a bocajarro:

—Ana, creo que me estoy enamorando de la infanta. ¿Te parece que estoy loco?

Así planteó el asunto el aspirante a yernísimo a la involuntaria candidata a hermanísima.

La operación se repitió con su tronco Fernando Barbeito, también balonmanista del Barça, uno de esos personajes que no delatará jamás a su «colega» así lo maten. Con él entró en más profundidades. Del «creo» que había empleado con Ana, y que delataba cierta falta de seguridad en sí mismo, pasó a la convicción más absoluta cuando le contó el asunto a un Fernando Barbeito que casi se cayó de espaldas.

—¡Qué pasada, estoy enamorado de la infanta —indicó en una primera aproximación al extremo del Fútbol Club Barcelona—. Es sensacional —apostilló ante un Barbeito que no le había inquirido ni solicitado mayores precisiones porque continuaba «flipando»—. Estoy encantado y muy feliz, de verdad. Debo reconocer que cuando conocí a la infanta [ante terceros nunca habla de «mi mujer» o de «Cristina» sino de «la infanta»] estaba temblando, pero luego pensé: «Qué chica más normal».

Pocos más conocían el secreto de Estado. La infanta Cristina se empeñó cuasi obsesivamente en que la
liaison
se mantuviera en la más absoluta clandestinidad. No quería que la prensa del
cuore
malograra su noviazgo. Ella tenía más presente que nadie las contraindicaciones que presentaba, a los ojos de los sectores más retrógrados de la corte, un matrimonio con un jugador de balonmano, por muy de élite que fuera. «Discreción, discreción, discreción». Esa fue la consigna que se autoimpusieron y que cumplieron a rajatabla. Nada de locales de moda, ni hablar de pisar los restaurantes más chic y cero espectáculos multitudinarios. Cenas con amigos, un reducidísimo y privilegiadísimo elenco de amigos, y poco más.

Los acontecimientos se precipitaron en los primeros días de abril de 1997 cuando la rumorología echó a andar. Una rumorología que es tan peligrosa como la demagogia, porque, al igual que los chicles, se puede estirar casi hasta el infinito. Eso lo sabe mejor que nadie una infanta de España acostumbrada desde la cuna a preservar su esfera más íntima como oro en paño. La monarquía británica es un desafortunado ejemplo de libro de lo que puede acontecer cuando un
royal
no es cuidadoso con sus secretos, confesables o inconfesables.

El rey estaba enterado del noviazgo, pero le prestó la misma atención que cualquier otro padre: la imprescindible. No pensaba que la cosa fuera a mayores. Confiaba en que no se rompiera esa norma no escrita de las casas reales según la cual los matrimonios desiguales o, para ser exactos, muy desiguales, están implícita o implícitamente prohibidos.

—Vengo a pedir al señor permiso para casarme —le planteó doña Cristina, cumpliendo la tradición que obliga a los hijos de los reyes a solicitar el plácet para contraer matrimonio.

Don Juan Carlos otorgó el
nihil obstat
a regañadientes, anteponiendo su figura de padre a la de rey de España. No consideraba que un jugador de balonmano, sin estudios, o mejor dicho sin estudios serios, carente de la más mínima preparación, se convirtiera en su yerno. No tenía nada contra Iñaki, simplemente pensaba que una cosa es bajar un escalón o dos y otra descender veinte de una tacada. Eso es lo que aprendió de su padre, que a su vez lo aprendió de Alfonso XIII, y así, viajando en el tiempo, hasta los Reyes Católicos. Como buen hombre de su tiempo, don Juan Carlos es más consciente que nadie de que una cosa es que la Pragmática Sanción (1776) de Carlos III, que prohíbe los casamientos desiguales en la familia real, sea una obsolescencia en nuestros días, y otra bien distinta que los matrimonios morganáticos se lleven al paroxismo. Sus hermanas se casaron con personas carentes de sangre real pero que profesional, intelectual y socialmente eran intachables, que concitaban la más absoluta unanimidad de monárquicos y no tan monárquicos y que nunca han dado que hablar.

—¡Mi hija se va a casar con un jugador de balonmano! —dicen que dijo, en un tono no muy comprensivo, el monarca a sus amigos de cacerías, es decir, a sus amigos de verdad, cuando el secreto pasó a ser de dominio público, cuando La Zarzuela ejecutó el segundo anuncio matrimonial de la era juancarlista. Que, dicho sea de paso, no era el más esperado, ya que la ciudadanía lo que quería escuchar era que don Felipe pasaba por el altar. Mejor dicho: a quién llevaba al altar. Habrían de transcurrir siete largos años para que el morbo de Juan Español se saciase. Pero, bueno, esa es otra historia.

Resignado el rey, encantada la reina, que siempre apostó por que sus hijos fueran «felices» matrimoniando con quien les diera la gana, finalmente el sábado 30 de mayo se celebró la petición de mano en los jardines de Zarzuela. El día no podía ser más bonito. Era una de esas jornadas de una primavera, la madrileña, que es diferente a todo y a todos, primaveras capitalinas que tienen un sabor especial. La meteorología era de diez: ni una nube y con una temperatura más que aceptable. Ni frío, ni calor, unos 19 grados. Doña Cristina sorprendió a la concurrencia con su modernísima aunque seguramente no muy adecuada vestimenta: blazer, pantalones y un chal de lino, todo en tonos crudos. El duque de Palma iba más ad hoc: traje oscuro, uno de esos azul marino que tiran a negro, camisa azul, corbata a rayas y mocasines con borlas. Ni muy Marichalar, ni muy de andar por casa, simplemente correcto.

La escena sobre el cuidadísimo césped de palacio, jalonado a ambos lados por majestuosos chopos, fresnos, encinas y olmos, parecía sacada de un cuento de hadas: cogida de la mano, una pareja se miraba arrobada, enamorada hasta decir basta. Para saber que estaban colados el uno por el otro tan solo hacía falta poner en marcha esa infalible máquina de la verdad que es la mirada.

Cumplido el trámite, ahora quedaba por delante el más difícil todavía: preparar la ceremonia religiosa y el convite. Una organización en la que contarían con la ayuda de toda la logística de Zarzuela, lo cual no es decir mucho si consideramos que la corona española cuenta con una de las infraestructuras más pobres de todas las monarquías parlamentarias europeas. El día de autos fue el sábado 4 de octubre de 1997 a media mañana. El novio arribó a la Catedral gótica de Barcelona del brazo de su madre y madrina, Clara Liebaert, a eso de las 10.40 de la mañana. Había elegido para la ocasión el prototípico chaqué con chaleco gris, camisa blanca y una moderna corbata de Gucci a caballo entre el azul y el gris.

La novia, como es costumbre, se hizo de rogar, y apareció en la Seu pasadas las once, a los acordes del himno nacional. Obviamente, quien descendió con ella del Rolls Royce descapotable de Patrimonio Nacional no era otro que su regio padre. Guapa hasta decir basta, la infanta lucía un vestido diseñado por Lorenzo Caprile, confeccionado en seda valenciana de color marfil, más clásico que vanguardista y que terminaba en una cola de tres metros y medio.

El banquete se celebró en el Palacio de Pedralbes, barrio que con el paso de los años supondría una fuente de quebraderos de cabeza para la pareja. Este edificio de Patrimonio Nacional es la residencia oficial de los reyes de España en la capital catalana. Situado en la Diagonal, se levantó sobre unos terrenos cedidos por el conde de Güell en 1919 y lo estrenó Alfonso XIII en 1926 bajo la tutela primorriverista. Mil privilegiados tuvieron la oportunidad de compartir festejo con los reyes de España y su familia en un almuerzo que, a decir de los presentes, «estaba para chuparse los dedos». El menú comenzó con «sorpresa de quinoa real con verduritas y pasta fresca», continuó con «lomo de lubina con suflé de langostinos» de segundo plato y culminó con un postre confeccionado a base de preludio de chocolate y crema inglesa. Además, por supuesto, de la inevitable tarta nupcial. En este caso de fresitas.

Mientras tanto, Carmen Camí cogió los bártulos y se largó de Barcelona aquel sábado de octubre de 1997 para intentar dar esquinazo a los malos recuerdos. El dolor seguía sin remitir, pese al cariño que le dispensó su legión de amigos, que hicieron piña para arroparla, en los cinco meses transcurridos. «Quedó tocada y hundida, le costó muchísimo tiempo recuperarse de aquel trance», relata uno de ellos.

Jamás tuvo una mala palabra o una mala acción hacia el hombre que la humilló a los ojos de toda Barcelona. La prueba del algodón es el exclusivón que Telecinco logró al arrancarle unas breves pero significativas palabras en abril de 1997, cuando el anuncio real estaba calentito. Unos
paparazzi
de la cadena ítalo-española cazaron a la hasta hacía unas horas novia de Iñaki Urdangarin. La muchacha de Puigcerdà, que no es buena gente sino lo siguiente, mantuvo la dignidad y habló bien de su exnovio pese al faenón que le acababa de hacer tras ocultarle durante meses que mantenía una doble vida con la infanta Cristina como silente protagonista.

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