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Authors: James Luceno

Tags: #ciencia ficción

Velo de traiciones (6 page)

BOOK: Velo de traiciones
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—En momentos como éste, a uno le gustaría poder ver la cara de su adversario.

Qui-Gon y Obi-Wan contemplaban la vaina de Cohl en sus respectivas pantallas. De pronto, una serie de pequeñas explosiones se sucedieron a lo largo del ecuador del vehículo jorobado, partiéndolo en dos y descubriendo la lanzadera achatada que se ocultaba en su interior.

Los motores de fusión de la lanzadera se encendieron, alejando al vehículo de los pedazos de la carcasa desechada. A continuación estalló la mitad inferior.

—Eso ha debido ser nuestro detonador térmico —dijo Qui-Gon—. ¿Y el rastreador?

—Sujeto al casco de la nave y funcionando, Maestro —informó Obi-Wan, mirando al círculo luminoso del monitor—. Has vuelto a adelantarte al capitán Cohl.

—No sin ayuda, padawan. Ya sabes lo que debes hacer.

Obi-Wan sonrió al alargar el brazo hacia los controles.

—Ojalá pudiera verle la cara a Cohl.

Cohl se quedó boquiabierto al ver cómo la vaina que les perseguía se separaba por el centro. Dentro había una lanceta corelliana sin alas, pintada en un distintivo carmesí desde el afilado morro a la elegante aleta de la cola.

—¡Lleva los colores de Coruscant! —dijo Boiny asombrado—. Pertenece al Departamento Judicial.

—Imita todas nuestras maniobras —informó Rella, mientras conducía la nave por entre un enjambre de vainas de carga y flotantes montones de lommite.

—Nos ganan terreno —actualizó Boiny.

Rella se negaba a aceptarlo.

—¿Desde cuándo pilotan así los judiciales?

—¿Quién más podría estar pilotándolo? —preguntó otro de los humanos—. Desde luego no son neimoidianos.

Cohl miró fijamente a Rella.

—¿Son Jedi? —dijeron al unísono.

Cohl lo meditó un momento antes de desechar la idea.

—¿Qué iban a hacer aquí los Jedi? No estamos en el espacio de la República. Además, nadie, y quiero decir nadie, estaba al tanto de esta operación.

Boiny y los demás se apresuraron a manifestarse de acuerdo.

—El capitán tiene razón. Nadie estaba al tanto de esta operación.

Pero la inseguridad en la voz del rodiano era flagrante, y Cohl fue consciente de que todo el mundo le miraba.

—¿Nadie, Cohl? —preguntó Bella con suspicacia.

Él frunció el ceño.

—Nadie al margen del Frente de la Nebulosa.

—Igual se lo comunicó la Fuerza —murmuró Boiny.

Rella estudió los monitores.

—Todavía podemos llegar al
Halcón Murciélago
.

Cohl se inclinó hacia los miradores.

—¿Dónde está?

—En el punto de encuentro sobre el casquete polar de Dorvalla —respondió la humana. A estas palabras les siguió un largo instante durante el que Cohl guardó silencio—. Puedo seguir volando en círculo mientras tú decides lo que debemos hacer.

—Boiny, realiza un escáner de la superficie del casco —pidió el capitán.

—¿Un escáner de la superficie? —preguntó dubitativo el rodiano.

—Hazlo ya —repuso Cohl cortante.

Boiny se inclinó sobre la consola, enderezándose luego bruscamente.

—¡Nos han puesto un localizador!

Los ojos del capitán se estrecharon.

—Así que esperan poder seguirnos.

—Corrección —dijo Rella—. Nos están siguiendo ya.

Cohl ignoró el comentario y volvió a mirar a Boiny.

—¿Cuánto falta para que el
Ganancias
explote?

—Siete minutos.

—¿Puedes calcular la forma en que explotará el carguero?

—Hasta cierto punto —repuso el rodiano con tono desconcertado, cruzando una mirada de preocupación con Rella.

—Hazlo. Y después proporcióname un cálculo aproximativo del radio de la explosión y de la amplitud de la nube de restos.

Boiny tragó saliva con esfuerzo.

—Hasta mi mejor cálculo tendrá un error de un par de cientos de kilómetros arriba o abajo, capitán.

Cohl reflexionó en silencio, antes de mirar a Rella.

—Hacia adelante, a toda velocidad.

Ella le devolvió la mirada.

—Es evidente. Has perdido la cabeza.

—Ya me has oído. Volvemos al carguero.

Daultay Dofine se arrastró indecorosamente dentro del portal magcon del brazo de babor del
Adquisidor
al salir de la vaina de salvamento con forma de barril que acababa de recuperar el poderoso rayo tractor del carguero.

Tras él salieron el navegante y el resto de la tripulación.

El comandante Lagard estaba allí para recibirlo.

—Es un honor rescatar a una persona tan célebre.

Dofine se ajustó la toga y enderezó su mitra de mando.

—Sí, seguro que lo es —replicó—. ¿Ha hecho ya lo que le pedí y contactó con el virrey Gunray?

Lagard señalo la mecanosilla que seguramente le había transportado hasta allí desde el puente.

—El virrey está impaciente por oír su informe. Igual que yo, comandante.

Dofine apartó a Lagard para llegar a la silla, que enseguida empezó a desplazarse en dirección a la centrosfera, sin duda a instancias de Lagard.

El curioso aparato de coste prohibitivo había sido fabricado por Manufacturas Affodies de Neimoidia Pura, y tenía dos patas traseras en forma de hoz que culminaban en garras y un par de patas guía articuladas de garra doble. La filigrana tallada con láser que cubría su metálica superficie estaba inspirada en el adorno de la concha del escarabajo soberano de Neimoidia. La silla de respaldo alto estaba equilibrada giroscópicamente y era más un símbolo de estatus que un sistema práctico de transporte, pero Dofine había supuesto que no le habían traído la silla para que se sentara en ella.

Allí donde debía sentarse alguien había una placa holográfica circular desde la que se proyectaba la holopresencia en miniatura del virrey Nute Gunray en persona, líder del Círculo Interno neimoidiano y uno de los siete miembros de la Directiva de la Federación de Comercio. Impedimentos de origen interestelar alteraban la recepción con diagonales rayas de estática.

—Virrey —dijo Dofine, inclinándose en gesto de obediencia antes de echar a correr para alcanzar la silla que se desplazaba lentamente.

Gunray tenía una mandíbula inferior sobresaliente, que dejaba en solitario a su grueso labio inferior. Una profunda fisura dividía su abultada frente en dos lóbulos laterales. Su piel tenía un saludable tono gris azulado gracias a frecuentes masajes y comidas de los hongos más exquisitos. Una toga roja y anaranjada de exquisita manufactura caía desde sus estrechos hombros, así como una sobrepelliz de circular cuello marrón que le llegaba a las rodillas. Del cuello colgaba un peto de alargadas lágrimas de electrum, y en su regia cabeza descansaba una tiara negra, con cresta triple y dos colas.

—¿Qué es tan urgente, comandante Dofine?

—Virrey, tengo el triste deber de informarle que los miembros del Frente de la Nebulosa se han apoderado del
Ganancias
. La carga de mineral de lommite flota en el espacio y, mientras hablamos, una carga explosiva se acerca al final de la cuenta atrás que marcará la destrucción de la nave.

Dándose cuenta de que había olvidado quitarse el temporizador del dorso de la mano. Dofine encogió la mano dentro de la ancha manga de su toga.

—Así que el capitán Cohl ha vuelto a atacar —repuso Gunray.

—Sí, virrey. Pero tengo noticias de naturaleza aún más preocupante —añadió el comandante sin nave, mirando a su alrededor con la esperanza de que Lagard estuviera lo bastante lejos como para no oírle, pero, por supuesto, no era así—. El escondrijo de los lingotes de aurodium —dijo al fin—. Cohl conocía su existencia. No tuve más remedio que entregárselo.

Dofine esperaba una reprimenda o algo peor, así que bajó la cabeza avergonzado, mientras seguía a la mecanosilla. Pero la reacción del virrey le sorprendió.

—Estaba en juego su vida y la de toda su tripulación.

—Así es, excelencia.

—Pues, mantenga erguida la cabeza, comandante Dofine. Lo que ha pasarlo hoy puede acabar siendo una bendición para la Federación de Comercio, y muy beneficioso para todos los neimoidianos.

—¿Una bendición, virrey?

Gunray asintió.

—Le ordeno que asuma el mando del
Adquisidor
. Haga volver a los cazas y abandone el combate.

—Se dirige de vuelta al carguero —dijo Obi-Wan desde los controles del caza del Departamento Judicial—. ¿No será que engañaron al ordenador del carguero para que expulsase su carga, aunque en realidad no corría peligro?

—Lo dudo —repuso Qui-Gon, acercando la cara al acero transparente de la cabina—. Todas las naves de apoyo de Cohl, incluida su fragata, se alejan del
Ganancias
.

—Es cierto, Maestro. Hasta el
Adquisidor
se aleja.

—Entonces acertamos al pensar que el carguero está destinado a destruirse. Y aun así, el capitán Cohl se dirige a toda velocidad hacia él.

—Igual que nosotros —creyó oportuno resaltar Obi-Wan.

—¿Qué puede pretender Cohl? No es hombre propenso a realizar actos desesperados, y mucho menos suicidas.

—Su nave no disminuye la velocidad ni varía de rumbo. Se dirige en línea recta hacia el hangar de estribor.

—Justo al punto de partida.

El ceño de Obi-Wan empezó a fruncirse preocupado.

Nos estamos acercando demasiado. Si de verdad va a destruirse el carguero…

—Me doy cuenta, padawan. Puede que el capitán Cohl sólo nos esté probando.

El aprendiz de Jedi esperó un largo momento antes de permitir que la preocupación se trasluciera en su voz.

—¿Maestro?

Qui-Gon observó cómo la nave se inclinaba para encaminarse al centro del círculo que era el
Ganancias
. Buscó con sus sentidos y no le gustó lo que encontró.

—Aborta la persecución —dijo bruscamente—. ¡Deprisa!

Obi-Wan dio plena potencia a los motores de la lanceta y tiró bruscamente del volante. Al ir a toda velocidad, la nave ascendió trazando un bucle que la alejó del carguero.

De pronto, el
Ganancias
explotó. En la cabina de la lanceta dio la impresión de que alguien la había cubierto con una luminosa sábana. La pequeña nave recibió un empellón en la cola que la lanzó hacia delante, empujada por el borde de la onda expansiva. Grandes trozos de duracero fundido pasaron por su lado como cometas. La lanceta vibró hasta casi romperse, todos sus sistemas se cortocircuitaron en medio de una lluvia de chispas, los monitores sólo mostraron estática antes de oscurecerse.

Obi-Wan miró por encima de su hombro para ver cómo el
Ganancias
se hacía pedazos por partes, con los enormes brazos hangar haciendo un pequeño y breve primer contacto, antes de girar en direcciones contrarias como dos lunas crecientes descontroladas. La centrosfera y la torre del puente de mando giraron alejándose del destruido compensador de aceleración y lo que quedaba del trío de apagadas toberas.

A cierta distancia de allí, el
Adquisidor
se alejaba buscando la seguridad de la cara oculta de Dorvalla. La fragata de Cohl y dos de los cazas de apoyo se alejaban del planeta para dar el salto al hiperespacio.

—O bien Dorvalla gana un satélite o bien cae víctima de un meteoro devastador —dijo Obi-Wan en cuanto pudo hablar.

—Más bien me temo lo segundo. Llama a Coruscant. Informa al Consejo de Reconciliación de que Dorvalla necesita ayuda inmediata.

—Lo intentaré, Maestro.

Obi-Wan empezó a accionar interruptores en la consola, esperando que alguno de los sistemas de comunicación hubiera sobrevivido a la tormenta electrónica que acompañó a la explosión.

—¿Alguna señal de la nave de Cohl?

—Ninguna señal del rastreador —repuso el padawan tras mirar a la pantalla.

Qui-Gon no dijo nada.

—Maestro, sé que Cohl odiaba a la Federación de Comercio, pero ¿en tan poco valoraba su propia vida?

Qui-Gon hizo una larga pausa antes de responder.

—¿Cuales son la sexta y la séptima reglas del compromiso, padawan?

Obi-Wan hizo por acordarse.

—La sexta es ver la luz y la oscuridad en todas las cosas.

—Ésa es la quinta.

Obi-Wan volvió a pensar.

—Ser cauto, hasta en cuestiones triviales.

—Ésa es la octava.

—Aprender a ver con precisión.

—Sí, ésa es la sexta. ¿Y la séptima?

—Lo siento, Maestro. No consigo recordarla.

—Abre los ojos a lo que no es evidente.

El muchacho pensó en ello.

—Entonces, esto no se ha acabado aquí.

—En absoluto, joven padawan. Más bien siento que sólo es el principio de una amenaza.

Coruscant
Capítulo 6

L
as cuatro paredes del despacho de Finis Valorum, situado en lo alto del edificio más imponente, cuando no el más escultural, del distrito gubernamental, eran de acero transparente montado en una serie de paneles estructurados en una tira continua de triángulos regulares e invertidos.

El planeta ciudad que era Coruscant —el «orbe refulgente», la «joya del núcleo» y agobiado corazón de la República Galáctica—, se extendía por todas partes en un tumulto de brillantes cúpulas, afiladas torres y superestructuras que trepaban hasta el cielo. Los edificios más altos asemejaban gigantescos cohetes que nunca habían abandonado sus plataformas de despegue, o peñascos de lava erosionados por el viento pertenecientes a volcanes extintos mucho tiempo atrás. Algunas de las cúpulas eran hemisferios aplanados situados en lo alto de bases cilíndricas, mientras que otras parecían cuencos de cerámica con tapas acanaladas.

Estrías de tráfico aéreo guiado magnéticamente se movían con rapidez por encima del paisaje de la ciudad. Ríos de transportes, autobuses aéreos, taxis y limusinas se desplazaban entre altas torres y sobre abismos insondables como si fueran bancos de exóticos peces. Pero eran peces que, en vez de ser alimentados, daban de comer, pues distribuían las riquezas de la galaxia entre el ambicioso trillón de seres que tenían su hogar en Coruscant.

Y por muchas veces que lo contemplase, es decir, todos los días de los siete años que hacía que era Canciller Supremo de la República, Valorum seguía sin cansarse de ese paisaje. No es que fuera un mundo especialmente grande o cruel, es que el devenir de la historia lo había convertido en un lugar especialmente vertical, una experiencia vertical más afín a la vida oceánica que a la atmosférica.

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