Read Venganza en Sevilla Online
Authors: Matilde Asensi
—Sé que me conocéis, doña Juana —le susurré quedamente aprovechando el desorden—. En la hora de vuestra muerte debo confesaros que, en verdad, no soy sino Martín Nevares, el hijo del honrado mercader de trato Esteban Nevares, de Tierra Firme, a quien vos y vuestra familia ordenasteis prender y traer a Sevilla del mismo modo que enviasteis al pirata Jakob Lundch a terminar con la vida de las buenas gentes de Santa Marta.
El rostro sudoroso y mojado de lágrimas de Juana Curvo se desfiguró y abrió la boca para gritar mas se la tapé con una mano y se lo impedí. Sentía tanta rabia contra aquella malvada y avariciosa mujer que ni siquiera en aquella situación me inspiraba lástima.
—Debéis conocer —le dije ferozmente— que Alonso Méndez trabaja para mí, que yo preparé esta trampa en la que habéis caído y que yo he dispuesto vuestra muerte en el día de hoy, cuando se cumple exactamente un año del fallecimiento de mi señor padre en la Cárcel Real. Así pues, señora, haceos cuenta que Alonso jamás os ha amado. Sólo se ha reído de vos. Por más, no deseo que os vayáis de este mundo sin conocer asimismo que no ha mucho que he matado a vuestra hermana Isabel, que yace de cuerpo presente en su lecho, igual que vuestro hermano Diego, el conde, que enfermó de bubas porque yo le ofrecí una mujercilla enferma del mal. Ahora moriréis vos y, a no mucho tardar, mataré también a Fernando.
—¡Acabad de una vez, señor! —gritó don Lope, furioso—. ¿O es que le vais a recitar la Santa Biblia? Cuanto más me retrasáis, más le pesan los cuernos a mi padre y, a mí, la deshonra de la familia.
—Os dejo con vuestro hijo —le susurré a Juana con una sonrisa, haciéndole una seña a Lope con la mano que tenía libre para que ejecutara su venganza (que era la mía) y limpiara su honor, el de su padre, el de sus tíos y el de todos los demás varones de su ralea. No se hizo esperar y, antes de que pudiera ponerme en pie, clavó con tal rabia el puñal en el pecho de su madre que ella exhaló un rugido como de león y allí mismo murió, arrojando sangre a borbotones por la boca.
—Esta es —musité sin que me oyera nadie— la justicia de los Nevares. Otro Curvo menos hollando la tierra, padre. Ya van tres.
El loco Lope, con el puñal y la mano chorreando sangre, se volvió hacia su padre y éste, hecho un mar de lágrimas, caminó hacia él y se fundieron en un abrazo llorando juntos por lo que acababa de acaecer. Era hora de partir de allí a uña de caballo.
Con voz firme y grande autoridad ordené a los tres criados que abandonaran al punto la alcoba. Como don Luján había respetado mis deseos en toda ocasión y ahora sollozaba con tanta amargura abrazado a su hijo, no quisieron incomodarle y, así, soltaron al pobre Alonsillo y me advirtieron que esperarían tras la puerta por si les necesitábamos. En cuanto se marcharon, me allegué rauda hasta el maltrecho pícaro y, con todo afecto, le sujeté por debajo de los brazos y me desplacé con él, que pesaba lo suyo, hacia el ventanal que daba a la calle. Lo abrí y el frío de diciembre nos golpeó a ambos en el rostro, obrando el beneficioso efecto de despabilarle un poco, de cuenta que parpadeó, sonrió, miró en derredor y murmuró:
—¿Y la cuerda que tenía que echarnos Rodrigo?
Estaba allí mismo, frente a nosotros, enredada entre las rejas de hierro. La agarré y, febrilmente, con uno de los cabos hice un buen nudo ciego en torno a una de las patas de la pesada cama de plata.
—¿Podrás descender sin caerte? —le pregunté con el alma en un hilo. La altura no era grande y abajo le aguardaban Rodrigo, su padre y sus hermanos, prestos a socorrerle.
—Me va en ello la vida —se burló y, tras pasar el cuerpo magullado por encima de la reja, bajó por la cuerda hasta la calle.
Ni don Luján ni el loco Lope se habían apercibido de nada y, aunque yo había previsto salir por la puerta y despedirme de ellos gentil y agradecidamente después de la lamentable fuga del adúltero Méndez, a quien seguiría persiguiendo hasta el último día de mi vida, me pareció mejor bajar también por la cuerda y abreviar la situación pues, a esas alturas, ardía en deseos de culminar la última muerte y marcharme de una vez por todas de Sevilla.
Con diligencia y alivio me dejé caer hasta el suelo de tierra de la callejuela aledaña a la casa del prior. Todos los míos estaban allí (Rodrigo, Damiana, Alonso, fray Alfonso, Carlos Méndez y los pequeños Lázaro y Telmo), unos dentro del coche, otros en el pescante y los demás a lomos de cabalgaduras. Sus rostros expresaban respeto. Rodrigo, satisfecho, me hizo un gesto con el mentón para que entrara en el carruaje (aún debía vestirme una vez más de Catalina) y, como le vi alzar las riendas para arrear a los picazos, me apresuré a obedecerle.
Dentro, con la ayuda de Damiana, me quité el herreruelo y me ajusté la saya con sólo dos corchetes, dejándome el pelo desembarazado de lazos y adornos. No me puse el corpiño, pues en mi próximo encuentro no tendría tiempo para menudencias. Entretanto, el apuñeado Alonso, tumbado frente a mí, desde debajo de un grueso gabán verde de viaje con el que se había cubierto, hacía ver que no se enteraba de nada.
Cuando nuestra comitiva se detuvo en la solitaria callejuela trasera del palacete de Fernando Curvo, fray Alfonso desmontó el primero para disponerme el escañuelo que le entregó Rodrigo desde el pescante. Luego, envuelta en un lujoso manto negro que me cubría de la cabeza a los pies, salí del coche en el preciso momento en el que repicaron las campanas de la Iglesia Mayor dando la una. Por desgracia, el suelo de tierra estaba lleno de excrementos de caballerías, así que me manché las botas de cuero que ocultaba bajo la saya. En ese punto, una puerta de servicio muy maltratada por los fríos y los calores de Sevilla, se abrió de par en par sin que, por lo oscuro del interior, se viera a nadie del otro lado. Fray Alfonso avanzó junto a mí y entramos.
—En nombre sea de Dios —nos saludó el alto y enjuto Fernando Curvo.
—Para bien se comience el oficio, don Fernando —respondí, dejando caer el manto hasta los hombros aunque abrigándome bien, pues hacía allí mucho más frío que en la calle. Aquel lugar era una bodega amplia y oscura y no habría más de quince o veinte toneles de unas cien arrobas cada uno. Lo acostumbrado para una familia acomodada.
Fray Alfonso se quedó discretamente junto a la puerta y Fernando, con un gesto, me invitó a acompañarle hasta donde brillaba un farol de aceite dispuesto sobre una cuba. Algo me temí y me giré hacia fray Alfonso para que comprendiera que no las tenía todas conmigo. Le vi echar mano a la cintura por debajo de la capa, dándome a entender que iba armado y que estaba dispuesto a pelear por muy fraile que fuese. Y, en efecto, su gesto fue más propio de un bravo de mesón que de un fraile franciscano.
—¿Os gustaría probar el vino de mis tierras? —me preguntó cortésmente Fernando Curvo, a quien, sin embargo, se le notaban los apremios por conocer aquellos comprometidos asuntos sobre la plata y su familia que habían llegado hasta mis oídos.
Rehusé el ofrecimiento y me dispuse de manera que le diese a él la lumbre del farol y no a mí. Don Fernando vestía calzas, cuera color pajizo y botas grises, y portaba, como hidalgo que era, espada y daga, lo que revelaba que acababa de llegar de la calle. Valiéndome de la penumbra y del cobijo que me procuraba el mantón, me solté los corchetes de la saya y tenté la empuñadura de mi espada.
—Puedo ofreceros también vino de Portugal —continuó—, o de Jerez, de Ocaña, de Toro..., por si son más de vuestro gusto.
—Os quedo muy agradecida —le repliqué—, mas lo que en verdad me vendría en voluntad sería acabar con el asunto que me ha traído hasta vuestra bodega en un día tan triste para mí como el de hoy.
—Pues, ¿qué tiene de triste este día para vuestra merced? —me preguntó sorprendido y, al hacerlo, no sé cómo movió los ojos que me vino de súbito al pensamiento lo mucho que se le parecía su sobrino, el loco Lope. No sé para qué pensé en esto pues lo terrible de aquel momento era que me hallaba a solas, en Sevilla, con el hermano mayor de la familia Curvo, el culpable de todo cuanto de malo había acontecido en mi vida desde que fui rescatada de mi isla.
—Hoy hace un año que murió mi señor padre —le expliqué con sobriedad y aproveché para cerrar los ojos y, así, acostumbrarlos a la total oscuridad.
—Creía que vuestro padre y vuestra madre habían muerto antes que vuestro señor esposo —se sorprendió.
—No, no fue así. Mi esposo falleció antes, en Tierra Firme —seguía con los ojos cerrados, aparentando un grande dolor—. Mi señor padre murió aquí, en Sevilla, en la Cárcel Real, tal día como hoy hace un año. Vino en la misma flota en la que llegó vuestro hermano, el conde de Riaza.
Fernando quedó mudo. Casi podía escuchar cómo su mente evocaba tiempos y sucesos y se afanaba por atar cabos.
—En aquella flota —murmuró— sólo venía mi hermano Diego con su esposa y un reo condenado a galeras.
—En efecto, don Fernando —sonreí, abriendo los ojos y dejando caer mi manto—. Aquel reo condenado a galeras era mi señor padre, don Esteban Nevares.
Ahora veía muy bien. Él dio un salto hacia atrás y, desnudando el acero de su espada, me amenazó.
—¿Quién sois? —gritó. Nadie podía oírle pues él mismo así lo había dispuesto. También yo desenvainé mi espada y le reté.
—Soy Martín Nevares, el hijo de Esteban Nevares, el mismo a quien buscabais por toda Sevilla hace sólo un año, cuando escapé de la Cárcel Real tras la muerte de mi padre.
Tenía los ojos descarriados, como si no pudiera creer nada de lo que veía y oía.
—¿Y doña Catalina Solís? —preguntó retrocediendo un paso—. ¿Es vuestra hermana o sois la misma persona?
Tomé a reír con grandes carcajadas y avancé bravuconamente el paso que él había retrocedido.
—¿A qué esas preguntas, don Fernando? Dejaos de monsergas y cumplid vuestro juramento, aquel que hicisteis ante la Virgen de los Reyes de matarme vos mismo con vuestra espada. ¿Tan mal tenéis ya la memoria que lo habéis olvidado?
Su rostro adquirió el mismo color ceniza que su bigote y su perilla. Miró a fray Alfonso, que seguía firme en la puerta, y, viendo que el fraile no se acercaba, se persuadió de que no intervendría en la disputa.
—Si en verdad sois Martín Nevares —repuso fríamente—, contestad a una pregunta, pues no quisiera, por una burla, matar a otro que no fuera tal enemigo.
—Preguntad —concedí, sin bajar la espada.
—¿Qué sabéis vos de la plata y qué se le da a Martín Nevares de ella?
Aún reí con más fuerza al escucharle.
—No me interesa vuestra plata más que para arrebatárosla. Debéis conocer que esta misma mañana he matado a vuestros tres hermanos, Diego, Juana e Isabel, cuyas casas rebosan de esa purísima plata blanca que Arias os envía ilícitamente desde Cartagena de Indias. Como vais a morir, os contaré también que sé cómo os la hace llegar y que, desde hoy, vuestro suegro Baltasar de Cabra y vuestros descendientes no recibirán ni una sola arroba más del preciado metal pues voy a matar a Arias, y podéis estar tan cierto de eso como de que vuestros otros hermanos están muertos y de que vuestra merced no saldrá vivo de esta bodega. Os confieso asimismo, don Fernando, que pienso apoderarme de la última remesa de plata y que nadie sabrá nunca cómo lo obré.
No pude decir ni una sola palabra más. Furioso como un perro con rabia, no sé si por la muerte de sus hermanos o por la pérdida de su riqueza, vino hacia mí para ensartarme con su espada, mas yo, prevenida, caí en guardia con tanta seguridad y firmeza que se desconcertó, de cuenta que pude parar el golpe y, sin dilación, comencé a atacarle vivamente. Rodrigo me había dicho que, siendo él un hombre viejo, mi lozanía y vigor se impondrían, mas lo que Rodrigo no había sospechado era que el mayor de los Curvos, siendo viejo, era asimismo uno de los mejores espadachines que yo había conocido en toda mi vida. La torpeza de sus piernas la compensaba con un sagaz conocimiento del arte de la espada. Pronto, en vez de atacar, me hallé defendiéndome. Tenía delante un adversario formidable.
Dos golpes terribles que me tiró fueron a dar, por agacharme a tiempo, contra la madera de dos toneles que se abrieron y aún abrí yo otro más con un fendiente que le tiré desde arriba y del que escapó porque se me fue el pie, pues nos medíamos sobre charcos de vino de Portugal, de Jerez o de Toro, que tanto daba su origen a la hora de hacernos resbalar.
Con esfuerzo le fui conteniendo los golpes, tirando estocadas por ver si le daba aunque fuera desde lejos, mas no lo conseguí. Me determiné, pues, a continuar parándole una y otra vez para no concederle un solo momento de tregua y que no hallara descanso. Si su odio y su rabia eran intensos más lo eran los míos, así que, por respeto a mi padre muerto, a mis compadres de la Chacona y a las mancebas de Santa Marta, no podía perder aquella contienda y, con aquel pensamiento, mi mano se tornó rauda como el rayo y mi cuerpo mucho más diligente. Al cabo de poco tiempo, el Curvo dejó de golpear con fuerza y las piernas empezaron a traicionarle. Tomaba el aire a grandes y ruidosas boqueadas y supe que era llegado el momento de hacerle perder la calma obligándole a ejecutar continuas paradas. Aunque apenas nos movíamos del cerco de luz que esbozaba el farol, en cuanto nos salíamos y chocábamos los metales, se veían brillar las chispas en el aire.
Entonces él resbaló en el vino y faltó un pelo para que le atravesara con mi espada, de cuenta que comprendió que perdía fuelle y conoció que yo lo conocía. Se lo noté en el sudor que le bañó el rostro y en su mirada iracunda y fiera. Aquél era el final. Lo vi venir... aunque no del todo. Jadeando, se echó hacia atrás torvamente y, en un arrebato, me asestó cuatro o cinco violentos puntazos que resolví de milagro. El sexto no lo pude parar. Sentí un dolor vivo y ardiente en el ojo izquierdo, tan intenso que lancé un desgarrador grito de agonía que hizo soltar una carcajada de júbilo al maldito Fernando. El pensamiento de que un instante después yo estaría muerta y él vivo me hizo desear no morir únicamente sino morir matando y, así, estiré el brazo con tanta furia que, aun sin ver, le atravesé el pecho de parte a parte. Lo adiviné. Adiviné que le había matado antes incluso de oír su estertor y el ruido que hizo su cuerpo al dar contra el suelo. Yo también había caído, aunque sólo de rodillas.
Con las manos me tapaba el ojo herido para contener el río de sangre. Al punto, noté las manos de fray Alfonso, alzándome en el aire.
—¡Vamos, vamos, doña Catalina! —me apremió—. Levantaos y salgamos de aquí. ¡Damiana debe curaros esa herida! ¡Parece grave!