Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Estornudó un par de veces y se preguntó fugazmente si no habría cogido un resfriado. El sabor rancio que notaba en la boca fue aumentando desagradablemente, hasta el punto de llegar a dominar todas las demás sensaciones; podía saborear lo que debía de haber sido la cena del día anterior con tanto realismo como si la tuviera delante de ella, sólo que todos los sabores parecían hallarse allí a la vez: las judías verdes estaban mezcladas con natillas, un fragmento de arroz latía junto con vagos olores de saco de yute, migas de carne de buey picada se cocían en la saliva... Algunas fórmulas aprehendidas de aminas, ésteres y carbohidratos comenzaron a danzarle vagamente en la cabeza con cierta cualidad resbaladiza y cosquilleante que le resultaba familiar, aunque no tuviera ni la más remota idea de lo que significaba.
Se levantó de la cama con un movimiento rápido, se echó por encima la bata, se puso las zapatillas —dio por hecho que eran suyas, sencillamente— y salió de la habitación en busca de algún lugar donde lavarse los dientes. El olor que emanaba del pasillo, lleno de corrientes de aire, resultaba abrumador; olía a cera, a orina y a amoníaco, a bilis y a esencia de trementina, olores insistentes que, junto con aquellos otros que los acompañaban, intangibles análogos matemáticos, evocaban fantasmas, los fantasmas de desaparecidos suplicantes y benefactores, de trabajadores y pacientes de aquel edificio, de sus visitantes y cuidadores, de todos aquellos que habían pasado por allí a lo largo de un siglo. Estornudó una y otra vez, y por fin aquel hedor clamoroso disminuyó.
Encontró el cuarto de baño sin dificultad. Al mirarse en el espejo del armario de madera que había en la pared se vio de pronto empujada fuera de sí misma —su imagen dio la impresión de aumentar de tamaño—, hasta que se encontró mirando fijamente a una inmensa ampliación de su propio ojo. De color marrón oscuro y líquido en la superficie, era un ojo de perfección vidriosa. Al mismo tiempo podía seguir viendo su imagen normal reflejada en el espejo; el ojo gigantesco estaba superpuesto sobre el rostro familiar. Cerró un ojo, y vio sólo la cara. Cerró el otro, y se encontró mirando al interior de las profundidades de una inmensa pupila abierta. La negrura que había en el interior de la misma era insondable.
Al ojo derecho parecía ocurrirle algo..., ¿algo malo? Parpadeó un par de veces y aquella doble imagen desapareció. Su rostro volvía a ser el de siempre. De nuevo se le ocurrió que tenía que cepillarse los dientes. Tras varios monótonos minutos el masaje del cepillo vibratorio la sumió en una especie de somnolencia...
El helicóptero producía un fuerte golpeteo en el exterior, e hizo vibrar ruidosamente las ventanas al aterrizar en el césped. Los miembros del personal se afanaban correteando de un lado para otro; la inesperada llegada de un helicóptero significaba, por lo general, una inspección.
Cuando el médico subió de su apartamento se encontró con que uno de los ayudantes del director le estaba esperando en la consulta. Se sintió molesto por ello, pero no lo demostró.
—Le prometimos que el director se pondría en contacto con usted —comenzó a decirle el ayudante. Se trataba de un individuo pequeño y escrupulosamente educado; el cabello, de un color naranja vivo, le formaba apretados rizos contra el cuero cabelludo.
—Creí que aún estaría usted en Fort Meade.
—El director me pidió que le entregase a usted este mensaje en persona.
—Estoy seguro de que podría haberme llamado.
—El director le pide que venga usted conmigo a la central. Ahora mismo, me temo.
—Eso es imposible.
El médico se sentó, quedando tensamente erguido en el viejo sillón de madera.
—En absoluto. —El ayudante lanzó un suspiro—. Por eso no lo han llamado por teléfono, ¿sabe?
El tipo del cabello naranja seguía con el abrigo de pelo de camello puesto y una bufanda de lana peruana, también de color naranja vivo, alrededor del cuello; los zapatos eran altos y estaban hechos de una especie de cuero brillante de color naranja. Todo de material orgánico, para hacer ostentación de su elevado sueldo. Con mucho cuidado se abrió el abrigo y sacó de la pistolera abierta que llevaba debajo de la axila un «Colt Aetherweight» calibre 38 provisto de un silenciador en color naranja. La pistola era de un apagado color azul acero. Se la puso al médico a la altura del amplio vientre.
—Haga el favor de venir conmigo ahora.
Cuando regresaba a su habitación. Sparta sintió un dolor en el oído izquierdo, un dolor tan agudo que la hizo tambalearse y apoyarse contra la pared de yeso.
Zumbidos y gemidos de una corriente de sesenta ciclos a través de paredes de listones y yeso, ruido de cacharros que se lavaban en la cocina, quejidos de una anciana —
la anciana de la 206, advirtió Sparta sin comprender muy bien cómo ella sabía que en la 206 había una anciana—,
otras habitaciones, otros ruidos, dos hombres hablando en alguna parte, voces que resultaban conocidas...
El médico titubeó. No es que estuviera realmente sorprendido, pero el juego avanzaba con más rapidez de lo que había esperado.
—Digamos... —Tragó saliva; luego continuó—: Digamos que no voy con usted.
Tenía la impresión de que aquello le estaba sucediendo a otra persona, no a él, y pensó que ojalá fuese así.
—Doctor... —El hombre color naranja movió la cabeza una vez con aire pesaroso—. El personal que trabaja aquí es absolutamente leal. Cualquier cosa que pueda suceder entre usted y yo no saldrá nunca de esta habitación, se lo aseguro.
Entonces el médico se puso en pie y se dirigió lentamente hacia la puerta. El hombre de color naranja se levantó al mismo tiempo, sin perder de vista ni un instante los ojos del médico, y se las arregló para parecer respetuoso, a pesar de que continuaba, y sin manifestar la menor vacilación, apuntando con el largo cañón del «Colt» justo a la bifurcación del esternón del médico.
Éste cogió el abrigo «Chesterfield» del perchero, se lo echó por encima y se hizo un lío con la bufanda.
El hombre naranja sonrió compasivamente y dijo:
—Lo siento. —Quería dar a entender que si las circunstancias lo hubieran permitido le habría echado una mano. Finalmente el médico consiguió acabar de ponerse el abrigo. Echó una rápida ojeada hacia atrás; estaba tembloroso, tenía los ojos húmedos y el rostro contorsionado de miedo—. Después de usted, por favor —dijo el hombre naranja.
El médico aferró el manillar de la puerta, dio un tirón para abrirla y salió al pasillo, tropezándose, aparentemente presa de un pánico inminente, contra el umbral. Cayó sobre una rodilla, y entonces el hombre de color naranja se adelantó con la mano extendida y con una despectiva y torcida sonrisa.
—Verdaderamente, no creo que haya motivo para alterarse tanto...
Pero al tiempo que aquella mano se tendía hacia él, el médico salió disparado desde la posición agachada en que se hallaba y apresó contra el marco de la puerta, valiéndose para ello de un macizo hombro, al pulcro hombre de color naranja, al tiempo que le empujaba la mano con la que sostenía la pistola hacia arriba y a un lado del cuerpo. La mano derecha del médico subió veloz y con fuerza brutal, apartando a un lado la izquierda que el hombre agitaba, debatiéndose, y empujó con fuerza debajo del esternón.
—¡Aaahhh...!
No fue un grito, sino un jadeo de sorpresa que se elevó poco a poco hasta convertirse en una nota de ansiedad. El hombre naranja bajó los ojos sobresaltados hacia su diafragma. El cañón de la enorme aguja hipodérmica que aún sujetaba el puño del médico le sobresalía del abrigo de pelo de camello al nivel del diafragma.
No se veía sangre. La hemorragia era interna.
El hombre naranja no estaba muerto aún, le faltaba bastante. El abrigo que llevaba era grueso, y el cañón de la aguja hipodérmica demasiado corto para llegarle hasta el corazón. Las agujas telescópicas que había dentro de la aguja más grande seguían empujando allí dentro, buscando el músculo cardíaco, cuando él consiguió torcer la muñeca derecha y, tras orientar el cañón del «Colt», apretó espasmódicamente el gatillo...
El «phtt, phtt, phtt» del arma provista de silenciador aulló como un lanzador de cohetes en el oído dolorosamente sensible de Sparta. La muchacha retrocedió y luego avanzó dando tumbos por el pasillo hacia su habitación, con los gritos y jadeos de agonía resonándole en la cabeza y el temblor de pies corriendo en el piso de más abajo sacudiéndola como si se tratase de un terremoto.
En el interior de la mente, como una diapositiva proyectada de modo intermitente en una pantalla, le apareció una imagen que encajaba con las voces que había oído..., la imagen de un hombrecito que siempre iba vestido con ropa cara y excesivamente llamativa, un hombre de pelo naranja y rizado, un hombre al que ella sabía que odiaba y temía. Con la formación consciente de aquella imagen, los sonidos amplificados se desvanecieron.
Para entonces los otros pacientes estaban ya deambulando por el pasillo agarrándose a las paredes y sin saber qué hacer, porque incluso un oído normal era suficiente para apreciar el alboroto que estaba teniendo lugar en el piso de abajo. En su habitación, Sparta se quitó el camisón, rasgándolo, y se puso rápidamente la ropa más abrigada que logró encontrar en aquel armario que le resultaba del todo desconocido, ropa que en realidad no reconocía, pero que a todas luces era suya. Por razones que la memoria no quería revelarle, comprendió que debía salir huyendo.
El cuerpo del médico yacía boca arriba, atravesado en el suelo del pasillo; tenía la cabeza en medio de un charco de sangre. A su lado el hombre de color naranja se retorcía en el suelo, dándose tirones de aquella cosa que llevaba clavada en el diafragma.
—¡Ayúdenme, ayúdenme! —les dijo con voz apagada a las enfermeras que ya intentaban, aunque torpemente, hacer algo por ayudarlo. Una mujer con uniforme de piloto empujó a un lado a las enfermeras y se inclinó para poder captar lo que el hombre decía, pero un repentino ulular de sirenas llenó por completo el aire—. ¡Vayan a por ella! Cójanla... —le dijo el hombre con voz jadeante a la piloto; luego trató de quitarle del medio. Lanzó un agudo grito de dolor, pues se había sacado con la mano la aguja hipodérmica, aunque no entera—. ¡Llévensela al director! —Y tras decir esto, elevó la voz hasta convertirla en un alarido de terror—. ¡Oh, ayúdenme, ayúdenme! —Mientras, las buscadoras agujas que quedaban dentro de él le perforaban y paralizaban el corazón.
Una enfermera entró violentamente en la habitación de L. N. y la encontró desierta. Un lado de la cama estaba desplomado en el suelo. Habían empujado hacia arriba el marco corredizo de la ventana y las amarillentas cortinas de encaje se agitaban movidas por el aire helado que entraba del exterior; una barra de hierro estaba empotrada como una lanza por entre la reja de hierro pesado que cubría la parte exterior de la ventana, de modo que la había hecho torcerse hacia un lado. La barra de hierro que se encontraba metida en la reja había formado parte de la estructura de la cama.
La enfermera se precipitó hacia la ventana al tiempo que el agudo sonido ascendente de dos motores de turbina alcanzaban un tono agudo casi supersónico. Negra, resaltando contra la helada hierba marrón del césped, una forma lisa y brillante ascendía y revoloteaba, un hocico parecido al de una víbora buscando en una dirección y en otra bajo el «thump, thump» de los rotores que giraban en sentido inverso.
La piloto entró tambaleándose en la habitación, llevando en la mano una pistola desenfundada; de un empujón apartó de la ventana a la enfermera. Abajo, el helicóptero táctico de color negro se elevó otro par de metros, se inclinó hacia delante y pasó rasando entre dos álamos por encima de la valla, muy cerca del suelo.
—¡Maldita sea! —La piloto observó aquello con incredulidad, sin molestarse en malgastar balas contra aquella máquina blindada—. ¿Quién demonios es
ella?
—
La que teníamos escondida aquí. La que él quería que usted llevase a presencia del director.
La piloto siguió con la mirada al helicóptero hasta que éste descendió hacia una hondonada que había más allá de la autopista y no volvió a aparecer. La mujer lanzó una palabrota y se dio la vuelta.
Sparta no tenía una idea clara de lo que estaba haciendo. El irregular terreno helado pasaba velozmente a uno o dos metros por debajo de los patines del helicóptero, el fango bajo del arroyo y las paredes de grava se mecían demasiado cerca de las giratorias puntas de las aspas de la hélice mientras ella jugaba con la palanca y los pedales. Con uno de los patines levantó grava del suelo; la máquina dio un fuerte bandazo, pero no volcó, sino que siguió volando.
Ante Sparta, en el espacio, se extendía una imagen de terreno en movimiento superpuesta holográficamente sobre la realidad que la muchacha veía por el parabrisas. Justo ahora estaba volando colina arriba; las estelas del magnoplano interestatal que había cruzado antes de encontrar el arroyo, volvieron ahora a aparecer delante de ella, transportadas en un puente de caballetes de acero que le cerraba el paso. Pasó volando por debajo del puente. El estruendo de los motores de la nave resonó durante una fracción de segundo, y uno de los rotores sonó, con un ruido agudo y claro, al mellar un pilón de acero.
El arroyo se estrechó y las paredes se hicieron más altas; se había ido formando —lánguidamente, durante siglos— hasta adquirir la apariencia de un abanico aluvial entre las montañas que se alzaban más adelante, y allí, delante, la garganta por la que fluían las aguas erosionantes, se alzaba bruscamente como una cuchillada en la roca roja, tan aguda como la mirilla de un arma de fuego.
La mujer seguía haciendo volar la nave manualmente, y a cada segundo que pasaba en el aire se sentía más segura de sí misma. Observó su propia habilidad para manejar una máquina complicada que no recordaba haber visto nunca antes, sabiendo para qué servía sin necesidad de pensarlo, conociendo su lógica, la disposición de los controles e instrumentos y la capacidad de los complicados subsistemas.
Razonó que aquella habilidad era fruto de la práctica. Y al comprender, razonó también que había alguna causa de peso para aquel lapso de memoria suyo.
También pensó que debía existir un motivo que justificara el temor que sentía por el hombre de color naranja, temor que la había hecho huir. Pensó —porque recordaba el día entero (¿por qué ese hecho en sí le resultaba extraño?), desde el momento en que se había despertado con una urgente necesidad de lavarse los dientes, y las anomalías acumuladas aquel día no podían pasarse por alto— que le habían arrebatado deliberadamente un pedazo de su vida, que se encontraba en peligro precisamente a causa de eso y que el hombre naranja había tenido algo que ver con aquellos años que a ella le faltaban y con el peligro que ahora estaba corriendo.