Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Entró directamente en el lavabo de señoras y se miró en el espejo. Se llevó una fuerte impresión. Mediocre no era la palabra precisa para describirla; tenía un aspecto cochambroso. El pelo castaño y grisáceo le colgaba en mechones semejantes a serpientes grasientas; tenía unas oscuras ojeras; las botas, los pantalones y la falda del abrigo estaban salpicados de barro rojo y seco hasta la altura de las rodillas.
No resultaba extraño que el policía hubiera sospechado que era una indocumentada. Estaba en lo cierto, desde luego; sólo una agencia tenía la identificación de Sparta y era precisamente por razones adversas, de modo que tendría que hacer algo al respecto, y de prisa.
Se lavó la cara, salpicándosela repetidamente con agua helada hasta que se encontró bien despierta. Luego salió de allí para dirigirse en busca de la cabina de información más próxima.
Se deslizó dentro de la cabina y se quedó mirando la pantalla en blanco. Allí, por medio de aquella pequeña placa plana y del inclinado teclado, uno podía contactar a la velocidad de la luz con cualquier persona de la Tierra o del espacio que deseara estar accesible (tener acceso a personas que no querían estar accesibles llevaba un poco más de tiempo). También era posible acceder a inmensos bancos de datos (el acceso a datos protegidos también llevaba un poco más de tiempo). Allí se encontraban los medios necesarios para pedir o asegurar préstamos, pagar deudas, invertir, apostar, comprar cualquier clase de mercancía legal o cualquier otro servicio imaginable. O sencillamente regalar dinero (otras clases de mercancías, servicios y transacciones llevaban un poco más de tiempo). Lo que se le pedía al cliente era una tarjeta de identificación válida y crédito suficiente en una cuenta registrada.
Sparta ya no tenía la tarjeta que había robado, pues la había dejado caer deliberadamente en la nieve al salir de la taberna de la montaña, ya que no tenía intención de ir dejando tras de sí un rastro de transacciones ilícitas. Pero en la intimidad de una cabina de información, una clase de intimidad que sólo un lugar rodeado de multitud de personas puede proporcionar, el hecho de carecer de tarjeta no era una preocupación inmediata.
Al igual que la larga lucha entre gente que diseña blindajes y la gente que diseña proyectiles para perforar dichos blindajes, la larga lucha entre gente que diseña programas de ordenador y la gente que quiere penetrar en ellos formaba una interminable espiral. En aquellos días de finales del siglo XXI, juguetear con programas de acceso abierto no resultaba fácil, ni siquiera para aquellos que poseían el conocimiento interior.
Pero aquélla era una de las cosas para las que Sparta estaba segura de haber recibido entrenamiento, aunque no podía recordar con qué finalidad exactamente. Haciendo uso de las sondas de las uñas e introduciéndolas profundamente en la ranura para las tarjetas, era capaz de pasar por encima del teclado y probar directamente el sabor del sistema...
Pero, por desgracia, no hay relucientes paisajes de información, ni bonitas estructuras de cristales de datos, ni brillantes modos de inferencia y significación. No hay imágenes en la electricidad, ni en la luz, excepto las que están codificadas, y las imágenes que hay deben ser filtradas a través de crudos aparatos análogos y externos, rayos dirigibles, fósforos relucientes, diodos excitados, suspensiones líquidas magnetizadas que se retuercen, líneas de escaner. Pero aunque no haya imágenes en la electricidad, sí hay relaciones. Hay dibujos, armonía, ajustes.
Los flujos de datos son números, números enormes de números enormes, números más enormes de números más pequeños, una virtual infinitud de bits. Tratar de visualizar aunque sólo sea una parte del torrente queda fuera del alcance de cualquier sistema general que se haya desarrollado alguna vez a lo largo del tiempo. Pero el olfato y el gusto son otra cosa. El tacto es otra cosa. El sentido de la armonía es otra cosa. Todos ellos son agudamente sensibles a las pautas, y como hay procesos más elevados análogos a dichas pautas, a algunas personas les resulta posible saborear los números. Astutos prodigios —genios, y con mayor frecuencia,
odiots savants
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En francés en el original.
(N. del T.)
—se dan de modo natural en todas las épocas; crear uno de manera intencionada requiere un enorme conocimiento y control de la peculiar neurología de aquellos que están numéricamente dotados. Hasta el momento dicha tarea sólo había sido llevada a cabo una vez.
Sparta ni siquiera lo sabía. Sparta, al igual que todos los calculadores natos, poseía una especial fascinación y facilidad para los números primos; pero, al contrario que los calculadores natos, su lóbulo cerebral derecho albergaba estructuras neurológicas que podían agrandar enormemente la gama y tamaño de los números primos que era capaz de manipular, estructuras estas de las cuales aún no era consciente, aunque las utilizase. No es del todo una casualidad que los sistemas cifrados de datos dependan con gran frecuencia de claves que son grandes números primos.
Sentada tranquilamente en la cabina de información de Denver mirando la pantalla, Sparta parecía estudiar la danza de los alfanuméricos; sin embargo los borrosos símbolos que aparecían en la pantalla no tenían significado alguno, porque lo que ella buscaba iba mucho más allá del
interface
, siguiendo la aguda espiga de una clave que le resultaba familiar a través de las redes de comunicación igual que un salmón sigue el rastro del arroyo que lo conduce a casa a través del laberinto del océano... Sólo que Sparta estaba inmóvil, y el océano informativo manaba a través de su propia mente. Sentada e inmóvil, nadaba acercándose cada vez más a su hogar.
Los presupuestos de las agencias del Gobierno más secretas no se etiquetan en la Prensa pública, sino que están divididos y esparcidos a través de los presupuestos de muchas otras agencias, disimuladas como si fueran renglones insignificantes y con los fondos frecuentemente canalizados a través de transacciones con cooperativas y banqueros comerciales. De vez en cuando a esa estratagema le sale el tiro por la culata —como cuando un político a quien sus colegas han dejado a dos velas inquiere públicamente y en voz alta por qué las fuerzas de defensa, por ejemplo, han pagado millones por «piezas de recambio para helicópteros» y sólo tienen un puñado de tuercas y cerrojos baratos para responder por dicho dinero—, pero generalmente sólo unas cuantas personas saben o les importa para qué es en realidad el dinero, o a dónde va a parar realmente.
El dinero es electrónico, por supuesto, una gran extensión de números de magnitud constantemente cambiante, transacciones etiquetadas en códigos electrónicos. Sparta estaba siguiendo la pista de un código en particular. Colándose en el «First Tradesmen's Bank of Manhattan» a través de una escotilla codificada, la conciencia de Sparta descubrió el hilo dorado que había estado buscando.
Las personas que la habían creado no habían imaginado los juguetones usos en que ella emplearía su talento.
Allí, en la cabina de información, era un asunto sencillo transferir una suma modesta y razonable, unos cuantos cientos de miles, desde un insignificante renglón en el presupuesto del blanco que ella se proponía («mantenimiento y protección de oficinas») a un contratista real, al subcontratista real de ese contratista, a una conocida empresa de asesoramiento falsa, y ahora a un hilo de escape a través del lado negro de otra agencia —la cual no echaría de menos aquello que sólo había tenido en su poder durante una milésima de segundo, pero pararía en seco cualquier tipo de investigación—, y finalmente a través de una cascada de direcciones seleccionadas al azar hasta otra institución de Nueva York, mucho más pequeña, el «Great Hook Savings and Loans», que a Sparta le llamó la atención por la ingenuidad de su clave en números seudoprimos y cuya sucursal de Manhattan adquiría de ese modo un nuevo cliente sin siquiera enterarse de ello, una joven cuyo nombre era...
Necesitaba un nombre, y rápido, no su nombre verdadero, ni Linda, ni L. N., sino
Ellen
, y ahora un apellido,
Ellen, Ellen...
, antes de que la pantalla se deshiciese de ella tecleó la primera palabra que le vino a la mente. Se llamaba Ellen Troy
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Helena de Troya.
(N. del T.)
.
Sparta sólo necesitó la cabina de información unos segundos más, para reservar un asiento para Ellen Troy en el próximo avión de retropropulsión hipersónico en el vuelo de Denver a JFK. El comprobante y el pase de embarque se deslizaron sin hacer ruido y salieron por la ranura de la impresora. La muchacha retiró de la ranura para introducir tarjetas magnéticas las espinas PIN de sus uñas nuevamente programadas.
El vuelo que había de tomar no salía hasta la mañana. Iría caminando hasta la colmena del Edificio Terminal Cinco, cogería un cubículo para pasar en él el resto de la noche, se lavaría, se limpiaría la ropa y descansaría un poco. Habría resultado agradable comprarse ropa nueva, pero tal como estaba la economía, con robots encargándose de toda la parte técnica y personas compitiendo por lo demás, las tiendas que había en los lugares públicos muy frecuentados estaban superpobladas de vendedores de guardia a cualquier hora del día. Todavía no podía comprar en máquinas; tendría que esperar hasta que hubiera conseguido una tarjeta magnética de identificación propia antes de poder comprar nada en público.
Confiaba en que el «Great Hook Savings and Loans» remplazaría de muy buen grado la tarjeta que Ellen Troy había «perdido». En sus archivos hallarían que la señorita Troy había sido una cliente leal durante los últimos tres años.
El plan parecía bueno al principio. Sparta quería encontrar a sus padres o averiguar qué había sido de ellos. Mientras tanto tenía que sobrevivir. Necesitaba una ocupación que la ayudase a hacer ambas cosas, y antes de que transcurriera mucho tiempo encontró una.
Los viejos edificios de las Naciones Unidas en el East River de Manhattan albergaban ahora al sucesor de la ONU, el Consejo de los Mundos. Además de la Tierra, los mundos en cuestión eran las estaciones espaciales que se hallaban en órbita y las lunas y planetas colonizados de la parte interior del sistema solar, dominados por cambiantes coaliciones de naciones de la Tierra. Los históricos tratados de la ONU contra reclamaciones territoriales en el espacio seguían en vigencia sobre el papel, aunque no en el espíritu; como los océanos abiertos de la Tierra, el espacio no conocía fronteras, de modo que sus recursos eran para aquellos que podían explotarlos. Entre las mayores burocracias del Consejo de los Mundos se encontraba, por consiguiente, la Junta de Control del Espacio, que formulaba y reforzaba códigos de normas de seguridad, tarifas y programas de transporte, aduanas y restricciones de pasaportes, y también leyes y tratados interplanetarios. La Junta de Control del Espacio poseía enormes bancos de datos, sofisticados laboratorios forenses, naves propias rapidísimas de un blanco resplandeciente cuyo blasón consistía en una banda diagonal de color azul y una estrecha dorada, y un cuerpo de elite de inspectores bien entrenados y motivados.
La Junta de Control del Espacio también daba empleo a miles de personas que no eran de elite —técnicos, empleados y administradores— esparcidos por las oficinas que se hallaban en todas las estaciones espaciales y el conjunto habitado del sistema solar, pero se concentraban particularmente en la Central de la Tierra, cerca del cuartel general del Consejo de los Mundos, en Manhattan.
Siendo central como lo era en la escala interplanetaria, las funciones administrativas de la Junta estaban ampliamente dispersas por toda la ciudad. La joven de veintiún años de edad «Ellen Troy» no tuvo grandes dificultades para encontrar trabajo en la Junta del Espacio, porque poseía unas excelentes credenciales, transcripciones electrónicas procedentes de la escuela secundaria a la que había asistido, en Queens, y de la Facultad de Ciencias Empresariales de Flushing Meadow, en la cual se había graduado a la edad de veinte años, que demostraban que poseía excelentes cualidades para el proceso de datos y de textos. Incluyó también referencias de la empresa para la que había trabajado durante un año después de graduarse, la ahora desgraciadamente inexistente «Manhattan Air Rights Development Corporation», que demostraban que había sido una empleada modelo. Ellen pasó el examen de cualificación de la Junta del Espacio como Pedro por su casa, y se encontró colocada exactamente donde quería estar, con acceso a la red de computadores intercomunicados del sistema solar, protegida en su anonimato por un nuevo nombre y un nuevo aspecto (Sparta ya no tenía el pelo castaño, ya no tenía el rostro adusto aunque bello, ni ocultaba los dientes detrás de unos labios delgados permanentemente cerrados; en lugar de eso tenía los labios carnosos, ligeramente separados), y además se hallaba camuflada por una enorme burocracia en la cual figuraba sólo como un número más.
El plan de Sparta era a la vez osado y cauto, simple e intrincado. Aprendería lo que pudiera de los inmensos bancos de datos de la Junta. Después, por mucho esfuerzo que le costase hacerlo, se ganaría una placa de inspector de la Junta del Espacio; cuando hubiera logrado eso, habría obtenido toda la libertad que necesitaba para actuar...
En este plan sólo había unas cuantas dificultades de poca importancia. Ahora sabía que en algún momento, cuando tenía dieciocho años, el primero de los tres años que no podía recordar, la habían cambiado de un modo muy significativo, más allá de lo que era evidente; es decir, estaba cambiada más allá de sus intensificados sentidos del gusto, olfato, oído y vista, más allá incluso de las espinas PIN que tenía debajo de los dedos, de las implantaciones de polímero que ya se estaban poniendo de moda entre los ricos más avanzados de ideas. (Ella hacía lo que podía para ocultar las que tenía porque Ellen Troy era hija de la clase trabajadora.)
Tales alteraciones le habían dejado señales en el interior del cuerpo, algunas de las cuales aparecían en los exámenes médicos rutinarios. Ideó una historia a modo de tapadera, tarea no demasiado difícil... Pero además tuvo que aprender a controlar ciertas habilidades extraordinarias, algunas de las cuales eran obvias, otras inesperadas, y otras se manifestaban en los momentos más inoportunos. En la mayoría de los casos Sparta ya no notaba el gusto de aquello que no quería saborear, no oía lo que no quería oír, ni veía lo que no quería ver —por lo menos cuando estaba consciente—, pero de vez en cuando se veía vencida por ciertas sensaciones extrañas y sentía algunos impulsos de los que no lograba ser absolutamente consciente.