Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
De lo que ocurrió a continuación su memoria sólo conservaba algunos fragmentos. Allá en Maryland habían hecho mucho más que someterla a pruebas, pero muchas de las cosas que le habían hecho en el cerebro no las había deducido ella hasta hacía sólo muy poco tiempo. Lo que le habían hecho en el cuerpo aún estaba aprendiéndolo.
Sparta subió caminando la espaciosa longitud de Park Avenue, hacia el Gran Invernadero Central. Estaban a principios de primavera, y el día era soleado y cálido. A lo largo de la avenida las hileras de cerezos decorativos estaban en flor, y los fragantes pétalos rosados flotaban como confetti perfumados e iban a caer sobre el resplandeciente paseo. Acero y vidrio brillante, hormigón y granito pulidos se alzaban por doquier en torno a ella; algunos helicópteros trillaban los carriles de aire entre las cimas de los edificios. Autobuses y, de vez en cuando, un coche patrulla de la Policía, pasaban susurrando sobre el liso pavimento. Los magnoplanos zumbaban con veloz seguridad a lo largo de delgadas vías de acero sostenidas en alto sobre elevados pilones, mientras que unos antiguos y pintorescos vagones eléctricos de Metro, pintados de colores, traqueteaban y chirriaban bajo los pies de Sparta, visibles a través del pavimento de bloques de vidrio.
A principios de siglo, cuando los Estados del Atlántico central habían decidido fusionarse por conveniencias administrativas, Manhattan fue designado como centro de demostración federal, «Parque Nacional de los Rascacielos», como lo llamaban los cínicos. Aunque la isla estaba rodeada de industrias malolientes y suburbios fétidos, las calles de la ciudad modelo se hallaban atestadas de gente, y la mayoría de las personas que constituían dicha multitud tenían muy buen aspecto, iban vestidos con ropas caras y vistosas y mostraban unos rostros en los que se reflejaba la felicidad. En los centros de demostración federal la pobreza era un crimen, y estaba castigada con la colonización.
Sparta no se contaba entre los que estaban alegres. Sólo faltaban dos meses para que le dieran el suspenso o el aprobado en su programa de entrenamiento. Después de aquello el esfuerzo físico se aliviaría un poco y su lugar lo ocuparía la parte académica, pero en aquellos precisos instantes la muchacha temblaba y estaba a punto de abandonar. Todavía faltaban sesenta agotadores días. En aquel momento le daba la impresión de que no lo lograría.
Al aproximarse a los jardines de la alameda de la Calle 42 notó que un hombre la seguía. Se preguntó cuánto tiempo llevaría siguiéndola; ella había estado deliberadamente distraída caminando en un estado de semitrance, de lo contrario lo habría advertido al instante. El hombre quizá fuera alguien de la división de entrenamiento que la estaba espiando. Pero quizá se tratase de alguien diferente.
Se obligó a ponerse alerta al máximo. Se detuvo en un puesto de flores y se llevó a la nariz un ramo de narcisos amarillos. Las flores no tenían perfume alguno, pero el embriagador olor vegetal le explotó en el cerebro. Se puso a escudriñar por entre las flores, cerrando un ojo, enfocando de cerca con su mirada de macrozoom...
El hombre era joven, y llevaba el espeso pelo de color castaño rojizo muy corto, a la moda; vestía una chaqueta de polímero negro brillante, con mucho estilo. Era un joven atractivo, de evidente ascendencia china e irlandesa negra; tenía los pómulos altos, suaves ojos oscuros, y el rostro salpicado de pecas; en aquellos momentos parecía extrañamente incómodo e inseguro.
En el momento en que Sparta entraba en el puesto de flores, el hombre vaciló, y durante unos instantes la muchacha pensó que él iba a acercársele para decirle algo. Pero en lugar de eso, el joven se dio media vuelta y fingió mirar atentamente lo que se hallaba expuesto en el escaparate de la tienda que se encontraba más cerca. Con evidente consternación por su parte, pues se trataba de una tienda de confección que exhibía ropa interior femenina, muy cara. Cuando el joven se dio cuenta de qué era lo que estaba mirando, la piel se le iluminó debajo de las muchas pecas.
Sparta lo había identificado al instante, aunque la última vez que lo había visto él tuviera un aspecto completamente distinto; en aquella ocasión el joven sólo contaba dieciséis años. Por aquella época tenía aún más pecas, y el pelo cortado a cepillo presentaba un tono más rojizo. Se llamaba Blake Redfield. Era un año más joven que ella, y el más cercano en edad de todos los demás estudiantes que formaban parte del proyecto original «SPARTA».
Pero la muchacha se dio cuenta de que él no estaba aún seguro de reconocerla. Al contrario que la chica a quien recordaba, cuyo pelo era largo y castaño, Ellen Troy era rubia, de un tono descolorido; llevaba el pelo cortado de una manera práctica y corriente, liso y corto. Tenía los ojos azules y los labios carnosos. Pero a pesar de todos aquellos cambios superficiales, la estructura ósea facial de Ellen no había sufrido alteración alguna, pues no habría podido ser alterada sin riesgo, así que en gran medida Ellen seguía pareciéndose a aquella muchacha que se llamaba Linda.
Afortunadamente, Blake Redfield seguía siendo tan vergonzoso como siempre; era demasiado tímido para acercarse a una desconocida por la calle.
Sparta le entregó al vendedor de flores la tarjeta magnética, cogió los narcisos y siguió paseando. Sintonizó el oído con las pisadas de Blake, amplificando y diferenciando el distintivo «click, click» de sus talones entre los cientos de otros muchos taconazos, repiqueteos y arrastrar de pies que la circundaban. Era esencial despistarlo, pero había que hacerlo de tal modo que él no se percatase de que lo había descubierto. Paseando sin rumbo, tal como había venido haciendo antes, pasó bajo los arcos del Gran Invernadero Central.
La última vez que ella había visitado el invernadero, el escenario estaba constituido por arena, rocas y plantas espinosas, con retorcidos y desiertos picos que se alzaban a lo lejos. Pero el tema de este mes era tropical. Por todas partes había palmeras y árboles de hoja caduca que se alzaban hacia el elevado techo, y diáfanos emparrados de vides y orquídeas bajaban hacia el suelo. Un holograma panorámico de Eastman Kodak hacía que la vista de la jungla se extendiera hasta formar un lejano paisaje de bruma y cascadas de agua.
Había mucha gente en el invernadero, pero la mayoría se encontraba en el entresuelo mirando desde arriba hacia las galerías de selva, o paseaban por los amplios senderos que rodeaban el bosque central. Sparta se detuvo y luego se adentró entre los árboles con aire indiferente. La espesa alfombra de hojas que cubría el suelo amortiguaba los gritos de los monos y los chirridos de los loros que se hallaban subidos a los árboles. La muchacha se adentró unos cuantos pasos en las verdes sombras, y entonces, sin necesidad siquiera de ampliación, pudo oír con claridad en el sendero las pisadas de Blake, que iba detrás de ella.
Como sin darle importancia, torció por un camino estrecho detrás de un emparrado de vides tan gruesas y enmarañadas como los tentáculos de un calamar gigante... Las pisadas de Blake titubearon, pero finalmente él también torció y continuó tras el rastro de la muchacha.
Otro giro detrás de unas hojas oscuras, satinadas y tan grandes como las orejas de un elefante, de las que recibían el nombre, aunque éstas eran algo más tiesas, como cuero muerto y seco. Y otro giro más entre las rodillas de un baniano desparramado, cuyas raíces, semejantes a velos de madera pálida, eran tan lisas y delgadas como el travertino. De pronto Sparta se topó con la sobrecogedora cascada que descendía en torrentes silenciosos adentrándose en el brillante desfiladero que había debajo. Detrás de ella, Blake seguía acercándose, pero ya titubeante.
El verdadero trueno de la catarata estaba amortiguado, pero una realista bruma emanaba de algunos aparatos de lluvia artificial que se hallaban situados en lo alto de las paredes, invisibles tras la proyección holográfica. Un mirador para contemplar el panorama provisto con una rústica barandilla de bambú, en aquel momento desierto, se hallaba colgando al borde mismo del inmenso desfiladero ilusorio en el cual caía el agua de la catarata.
Sparta se agachó contra el tronco de un árbol, preguntándose qué podría hacer. Había confiado en que despistaría a Blake Redfield dejándolo atrás en el bosque de lluvia, pero no resultaba tan fácil sacárselo de encima. Se arriesgó a perder ella misma la noción de su propio paradero y sintonizó el oído con el zumbido de alta frecuencia que producía el sistema de proyección del holograma «Kodak». El circuito encargado de la profundidad de enfoque estaba montado en alguna parte de la pared, a unos cuantos pasos delante de Sparta. La forma de las pulsaciones eléctricas le proporcionaba una aproximación burda del programa, pero la muchacha no tenía acceso físico al centro de control.
Y entonces una incómoda sensación se adueñó de ella, extendiéndose desde la mitad del cuerpo hacia arriba, por el pecho y los brazos. El vientre empezó a arderle. Aquella sensación le resultaba extraña y familiar al mismo tiempo. Meses atrás, mientras estudiaba sus propios informes médicos, había visto las estructuras en forma de láminas que tenía debajo del diafragma y creyó saber que eran poderosas baterías de polímeros; pero no podía recordar cómo se usaban, ni siquiera para qué servían. Ahora, de repente, como respondiendo a su inconsciente demanda, aquel recuerdo había vuelto a ella.
Estiró los brazos y las manos y los curvó formando el arco de una antena de microondas. Su máscara facial se tensó a causa de la concentración. Los datos le cayeron en cascada por los lóbulos frontales; la muchacha lanzó un rayo con la ráfaga de instrucciones al corazón del procesador de control de proyección.
El holograma saltó hacia delante. Toneladas de agua cayeron sobre ella...
...y se encontró mirando fijamente la pared de mármol pulido de la vieja estación de tren. Bajó los brazos y se relajó tras aquel trance. Se puso a caminar hacia la fingida barandilla del mirador, el cual se alzaba en el suelo a menos de un metro de la pared. Por encima de Sparta una profusión de proyectores de hologramas parpadeaban en amarillo, azul y violeta. Se dio la vuelta y miró los árboles de la jungla. No podía ver nada del holograma animado desde dentro de la proyección, pero si las instrucciones que acababa de proyectar habían funcionado, el aparente borde de aquel profundo desfiladero debía de encontrarse en aquel momento al final del sendero, justo delante de los árboles...
Blake emergió de la jungla, dio un par de pasos hacia ella y después se detuvo, mirando fijamente más allá de la cabeza de Sparta, hacia los torrentes de agua que caían formando cascada. Siguió con los ojos el camino que tomaba el agua al caer en el desfiladero.
La muchacha estaba vuelta de espalda a la barandilla. Con sólo dar un paso habría podido alargar la mano y tocar aquella cara pecosa, atractiva y amiga. Un paquete de chicle arrugado yacía en el suelo entre ambos, precisamente en el lugar donde él veía cañones de bruma. La luz que se proyectaba sobre el joven era justamente la que los focos del invernadero y la proyectada agua blanca del holograma derramaban sobre él. No había nada en absoluto entre ellos dos, excepto el paquete de chicle y aquella luz insustancial.
Sparta recordó cuánto le había gustado aquel muchacho en otra época, aunque a la edad que tenía entonces no le interesaban mucho los chicos —al fin y al cabo, Sparta era una sofisticada muchacha de diecisiete años y él sólo era un tipo desgarbado de dieciséis—, y de todos modos lo más probable era que el hecho de comunicar sentimientos sencillos no se le diera demasiado bien.
Ahora, por el simple hecho de saber que ella existía, Blake podía destruirla. El joven se pasó una mano por el pelo castaño rojizo; luego se dio media vuelta, un poco confuso, y se adentró en la jungla. Sparta se agazapó bajo la barandilla. Caminó a lo largo de la pared de mármol liso, emergió por detrás de la cascada y desapareció por un pasillo atestado de gente que iba a dar a Madison Avenue.
Blake Redfield se detuvo entre los árboles y se dio la vuelta para mirar el agua que caía en cascada. Él era un producto de los comienzos del proyecto «SPARTA», el «SPARTA» puro, antes de que se disolviese. No habían manipulado su naturaleza física, sólo habían interferido en las condiciones de su educación. No tenía ojos con lentes de zoom, ni oídos sintonizables, ni RAM intensificado en el cerebro, ni espinas PIN debajo de las uñas, ni baterías en el vientre o antenas envueltas alrededor de los huesos.
Pero poseía también una inteligencia múltiple lo suficientemente brillante como para reconocer a Linda inmediatamente, una inteligencia lo suficientemente brillante como para haberse dado cuenta de inmediato de que ella no deseaba que la reconociera. Y también era lo suficientemente curioso como para preguntarse por qué. Al fin y al cabo, siempre había sospechado que Sparta estaba muerta...
De modo que la siguió hasta que la muchacha desapareció. Blake no estaba muy seguro de cómo ella se las había arreglado para hacerlo, pero tenía la certeza de que lo había hecho a propósito.
Durante mucho tiempo Blake se había estado preguntando qué habría sido de ella. Ahora sólo se preguntaba cuánto le costaría averiguarlo.
En la última parte del siglo xxi el cielo se había vuelto aún más transitado, tanto a bajos niveles como en el espacio, hasta el punto de que la pequeña Tierra se vio tan rodeada como el gigante Saturno, pero con máquinas y vehículos, no con inocentes bolas de nieve. Había brillantes estaciones de energía que recogían la luz del sol y enviaban rayos de microondas a granjas situadas en Arabia, Mongolia, Angola y Brasil. Había refinerías que utilizaban la luz del sol para fundir metales a partir de la arena lunar y de algunos asteroides capturados, o que destilaban hidrocarburos a partir de condritas carbonáceas y extraían diamantes de meteoritos. Había fábricas que usaban estos materiales para hacer unos cojinetes de bolas perfectos, para elaborar el antibiótico perfecto, para sacar el polímero perfecto. Había terminales de lujo para abastecer a las grandes naves interplanetarias de viajeros y entretener a los acaudalados pasajeros que iban en ellas, y había astilleros en órbita para las naves de carga que estaban trabajando. Había una docena de muelles, dos docenas de estaciones científicas, cien satélites meteorológicos, quinientos satélites de comunicaciones, mil ojos espías, todos ellos centelleando intermitentemente entre las estrellas nocturnas, midiendo la Tierra, registrándola en busca del último de sus recursos, controlando el flujo de su preciosa y escasa agua corriente, observando y escuchando las alianzas constantemente cambiantes, los esporádicos estallidos de batallas en la superficie del mundo existente allá abajo, como el virulento combate de tanques y helicópteros que en aquellos momentos se desarrollaba con gran furia en el sur de la parte central de Asia. A causa de un intrincado tratado internacional, todas las armas cuyo alcance fuera superior al kilómetro estaban prohibidas en el espacio, incluidos los cohetes, las ametralladoras, los proyectores de rayos, cualquier clase de artefactos de energía dirigida e incluso los satélites explosivos, cuyos cascotes se expandían sin control; pero no estaban incluidos los satélites propiamente dichos. De manera que había otros cuantos miles de objetos en órbita alrededor de la Tierra que eran esencialmente inertes, poco más que bolsas de rocas lunares, maliciosas amenazas de destruir las instalaciones orbitales por simple colisión, que unos bloques de poder utilizaban contra otros, aunque también estaba implícita la capacidad de destruir ciudades enteras de la Tierra mediante meteoritos artificiales teledirigidos.