Viaje a Ixtlán (17 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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Yo no podía ver dónde estaba don Juan. El chillar de los roedores se hizo extremadamente fuerte. Llegó a estar tan oscuro que apenas me era posible distin­guir la configuración general del terreno. Percibí el súbito sonido cercano de pasos suaves y una exhala­ción felina amortiguada, luego un gruñido muy suave y las ratas de agua cesaron de chillar. En ese mismo instante vi la masa oscura de un animal justamente debajo del árbol donde me encontraba. Incluso antes de que yo pudiera estar seguro de que era un puma, se lanzó contra la trampa, pero no llegó a alcanzarla porque algo lo golpeó y lo hizo recular. Arrojé mi bulto, como don Juan me había dicho. No dio en el blanco, pero hizo mucho ruido. En ese instante don Juan soltó una serie de gritos penetrantes que me produjeron escalofríos, y el puma, con extraordinaria agilidad, saltó a la meseta y desapareció.

Don Juan siguió haciendo un rato los ruidos pe­netrantes y luego me dijo que bajara del árbol, reco­giera la jaula con las ratas de agua, corriera a la meseta y llegara lo más rápido posible a donde él se hallaba.

En un tiempo increíblemente corto me encontré parado junto a don Juan. Me dijo que imitara sus gritos lo mejor posible para tener al gato a distancia mientras él desarmaba la jaula y liberaba a los roe­dores.

Empecé a gritar, pero no podía producir el mismo efecto. Mi voz estaba ronca a causa de la excitación.

Él dijo que me dejara ir y gritara con verdadero sentimiento, porque el león todavía andaba por ahí. De pronto cobré plena conciencia de la situación. El león era real. Prorrumpí en una magnifica serie de gritos penetrantes.

Don Juan rió a carcajadas.

Me dejó gritar un momento y luego dijo que de­bíamos dejar ese sitio lo antes posible, pues, el puma no era ningún tonto y probablemente estaba en ese momento desandando sus pasos dirigiéndose a donde nos hallábamos.

—De seguro nos va a seguir —dijo—. Por mucho cuidado que tengamos, dejaremos un rastro del ancho de la carretera panamericana.

Caminé muy cerca de don Juan. De vez en cuando él se detenía un instante a escuchar. En determinado momento echó a correr en la oscuridad, y yo lo seguí con las manos extendidas frente a los ojos para pro­tegerme de las ramas.

Por fin llegamos al pie del risco donde estuvimos antes. Don Juan dijo que si lográbamos trepar a la cima sin que el león nos atacara, estaríamos a salvo. Tomó la delantera para mostrarme el camino. Empe­zamos a trepar en la oscuridad. No supe cómo, pero lo seguí con paso firme y certero. Cuando estábamos cerca de la cima oí un peculiar clamor animal. Era casi como el mugido de una vaca, pero un poco más largo y más áspero.

—¡Arriba! ¡Arriba! gritó don Juan.

Trepé velozmente en la oscuridad total, adelantándome a don Juan. Cuando él llegó al remate plano del risco yo ya estaba sentado recuperando el aliento.

Rodó por el suelo. Por un segundo pensé que el esfuerzo había sido demasiado para él, pero en rea­lidad estaba riendo de mi raudo ascenso.

Estuvimos sentados un par de horas en completo silencio y luego emprendimos la marcha hacia el coche.

Domingo, septiembre 3, 1961

Don Juan no estaba en la casa cuando desperté. Tra­bajé en mis notas y tuve tiempo de juntar leña en el chaparral circundante antes de que él regresara. Me hallaba comiendo cuando entró en la casa. Em­pezó a reír de lo que llamaba mi rutina de comer al mediodía, pero tomó de mis emparedados.

Le dije que lo ocurrido con el puma era desconcer­tante para mí. En retrospectiva, parecía enteramente irreal. Era como si todo se hubiera escenificado para mi beneficio. La sucesión de eventos fue tan rápida que no tuve en realidad tiempo de asustarme. Tuve tiempo para actuar, pero no para deliberar sobre mis circunstancias. Al escribir mis notas se planteó la interrogante de si había visto realmente al puma. La alucinación de la rama seca estaba todavía fresca en mi memoria.

—Era un puma —dijo don Juan en tono imperioso.

—¿Era un verdadero animal de carne y hueso?

—Seguro.

Le dije que mis sospechas habían despertado a cau­sa del fácil desarrollo de todo el evento. Era como si el gato hubiera estado allí aguardando y hubiera sido entrenado para hacer exactamente lo que don Juan planeara.

Mi alud de observaciones escépticas no le hizo la menor mella. Se rió de mí.

—Eres un tipo chistoso —dijo—. Tú viste y oíste al gato. Estaba abajito del árbol donde tú estabas. Si no te olfateó y te saltó fue por los mimbres. Matan cualquier otro olor, hasta para los gatos. Tú tenías en los brazos una carga de lodo.

Dije que no era que dudara de él, sino que todo lo ocurrido aquella noche era extremadamente ajeno a los sucesos de mi vida cotidiana. Durante un rato, al escribir mis notas, tuve incluso el sentimiento de que don Juan podía haber hecho el papel de león. Sin embargo, hube de descartar la idea porque yo había visto realmente la silueta oscura de un animal de cuatro patas lanzándose hacia la jaula y luego sal­tando a la meseta.

—¿Por qué te haces tanto lío? —dijo él—. No era más que un gato grande. Ha de haber miles de gatos en esos montes. Gran cosa. Como de costumbre, diri­ges la atención a donde no debes. No importa para nada que fuera un puma o mis calzones. Lo que sen­tías en ese instante era lo que contaba.

En toda mi vida, yo nunca había visto ni oído la ronda de un gran felino salvaje. Al pensar en ello, no podía reponerme del hecho de haber estado a tan poca distancia de uno.

Don Juan escuchó pacientemente mientras yo re­pasaba toda la experiencia.

—¿Por qué tanta reverencia con el gatote? —pre­guntó con expresión inquisitiva—. Has estado cerca de casi todos los animales que viven por aquí y jamás te han impresionado tanto. ¿Te gustan los gatos?

—No.

—Bueno, entonces olvídalo. De cualquier modo, la lección no tenía nada que ver con cazar leones.

—¿Y con qué tenía que ver?

—El cuervito me señaló ese sitio específico, y en ese sitio vi la oportunidad de hacerte entender cómo actúa uno cuando tiene ánimo de guerrero.

—Todo lo que hiciste anoche lo hiciste con un ánimo correcto. Tenías control y a la vez estabas abandonado cuando saltaste del árbol para recoger la jaula y llevármela corriendo. No te paralizó el miedo. Y luego, casi en lo alto del risco, cuando el león soltó un grito, te moviste muy bien. Estoy seguro de que no creerías lo que hiciste si vieras el risco de día. Tenías cierto grado de abandono, y al mismo tiempo cierto grado de control sobre ti mismo. No te soltaste al gra­do de orinarte en los calzones, pero te soltaste y trepaste ese muro en completa oscuridad. Podrías haber dado un paso en falso y matarte. Trepar ese muro en la oscuridad requería que te contuvieras y te soltaras al mismo tiempo. Eso es lo que yo llamo el ánimo de un guerrero.

Dije que cuanto hubiese hecho aquella noche fue el producto de mi miedo, y no el resultado de ningún estado de dominio y abandono.

—Lo sé —dijo, sonriendo—. Y quise enseñarte que te puedes espolear más allá de tus límites si estás en el ánimo correcto. Un guerrero crea su propio ánimo. Tú no lo sabías. El miedo te metió en el ánimo de un guerrero, pero ahora que lo conoces, cualquier cosa puede servir para que te metas en él.

Quise discutir, pero mis razones no eran claras. Ex­perimentaba una molestia inexplicable.

—Es conveniente actuar siempre con ese ánimo —prosiguió—. Acaba con la idiotez y lo deja a uno purificado. Te sentiste muy bien cuando llegaste a la cima del risco. ¿O no?

Le dije que comprendía lo que me estaba diciendo, pero sentía que sería idiota tratar de aplicar sus ense­ñanzas a mi vicia cotidiana.

—Uno necesita el ánimo de un guerrero para cada uno de sus actos —dijo—. De otro modo uno se en­chueca y se afea. No hay poder en una vida que ca­rece de este ánimo. Mírate tú mismo. Todo te ofende y te inquieta. Chillas y te quejas y sientes que todo el mundo te hace bailar a su son. Eres una hoja a merced del viento. No hay poder en tu vida. ¡Qué feo debe de sentirse eso!

—Un guerrero, en cambio, es un cazador. Todo lo calcula. Eso es control. Pero una vez terminados sus cálculos, actúa. Se deja ir. Eso es abandono. Un gue­rrero no es una hoja a merced del viento. Nadie lo empuja; nadie lo obliga a hacer cosas en contra de sí mismo o de lo que juzga correcto. Un guerrero está entonado para sobrevivir, y sobrevive del mejor modo posible.

Me gustó su posición, aunque la consideré falta de realismo. Parecía demasiado simplista para el com­plejo mundo donde yo vivía.

Río de mis argumentos y yo insistí en que el ánimo de un guerrero no podía en modo alguno ayudarme a superar el sentimiento de ofensa, o el daño concreto, nacidos de las acciones de mis semejantes, como en el caso hipotético de ser vejado físicamente por una persona cruel y maliciosa colocada en una posición de autoridad.

Se carcajeó y admitió que el ejemplo venía al caso.

—Un guerrero podría sufrir daño, pero no ofensa —dijo—. Para un guerrero no hay nada ofensivo en los actos de sus semejantes mientras él mismo esté actuando dentro del ánimo correcto.

—La otra noche, no te ofendiste con el gato. El hecho de que nos persiguió no te hizo enojar. No te oí maldecirlo, ni te oí decir que no tuviera derecho a seguirnos. Fácilmente podría haber sido un gato cruel y malicioso. Pero eso no te preocupaba mien­tras tratabas de huirle. Lo único que venía al caso era sobrevivir. Y eso lo hiciste muy bien.

—Si hubieras estado solo y el puma te hubiera al­canzado y hecho garras, jamás habrías pensado siquie­ra en quejarte o en sentirte ofendido por sus actos.

—El, ánimo de un guerrero no es tan descabellado para tu mundo ni para el de nadie. Lo necesitas para salirte de todas las idioteces.

Expliqué mi forma de razonar. El puma y mis se­mejantes no estaban en el mismo nivel, porque yo conocía los recovecos humanos pero no sabía nada del puma. Lo que me ofendía de mis semejantes era que actuaban con malicia y a sabiendas.

—Ya sé, ya sé —dijo don Juan con paciencia—. Lograr el ánimo de un guerrero no es cosa sencilla. Es una revolución. Considerar iguales al puma y a las ratas de agua y a nuestros semejantes es un acto mag­nífico del espíritu del guerrero. Se necesita poder para llevarlo a cabo.

XII. UNA BATALLA DE PODER

Jueves, diciembre 28, 1961

INICIAMOS un viaje a primera hora de la mañana. Fuimos hacia el sur y luego hacia el este, a las mon­tañas. Don Juan llevó guajes con comida y agua. Comimos en mi coche antes de empezar a caminar.

—No te me despegues —dijo—. Ésta es una región que no conoces y no hay necesidad de arriesgarse. Vas en busca de poder y todo cuanto haces cuenta. Vigila el viento, sobre todo al fin del día. Observa cuando cambie de dirección, y cambia tu posición para que yo te resguarde siempre de él.

—¿Qué vamos a hacer en estas montañas, don Juan?

—Estás cazando poder.

—Digo, ¿qué vamos a hacer en particular?

—No hay plan cuando se trata de cazar poder. Cazar poder o cazar animales es lo mismo. Un cazador caza lo que se le presente. Así que debe estar siem­pre preparado.

—Ya sabes del viento, y puedes cazar por ti mismo el poder del viento. Pero hay otras cosas que no conoces y que son, como el viento, centro de poder a ciertas horas y en ciertos lugares.

—El Poder es un asunto muy peculiar. No puedo decir con exactitud lo que realmente es. Es un sentimiento que uno tiene sobre ciertas cosas. El poder es personal. Pertenece a uno nada más. Mi benefactor, por ejemplo, podía enfermar de muerte a una per­sona con sólo mirarla. Las mujeres se consumían des­pués de que él les ponía los ojos encima. Pero no enfermaba a la gente todo el tiempo; nada más cuan­do intervenía su poder personal.

—¿Cómo elegía a quién enfermar?

—Eso no lo sé. Ni él mismo lo sabía. Así es el po­der. Te manda, y sin embargo te obedece.

—Un cazador de poder lo atrapa y luego lo guarda como su hallazgo personal. Así, el poder personal cre­ce, y puede darse el caso de un guerrero que, de tanto poder personal que tiene, se hace hombre de cono­cimiento.

—¿Cómo guarda uno el poder, don Juan?

—Eso también es un sentimiento. Depende de la clase de persona que sea el guerrero. Mi benefactor era un hombre de naturaleza violenta. Guardaba po­der a través de ese sentimiento. Todo cuanto hacía era fuerte y directo. Dejaba la impresión de algo que pasaba aplastando las cosas. Y todo cuanto le ocurrió tuvo lugar de ese modo.

Me declaré incapaz de comprender cómo se alma­cenaba el poder a través de un sentimiento.

—No hay forma de explicarlo —dijo tras una larga pausa—. Tienes que hacerlo tú mismo.

Recogió los guajes de comida y los ató a su espalda. Me entregó un cordel con ocho trozos de carne seca colgados de él, e hizo que me lo pusiera al cuello.

—Esta es comida de poder —dijo.

—¿Qué es lo que la hace comida de poder, don Juan?

—Es la carne de un animal que tenía poder. Un venado, un venado único. Mi poder personal me lo trajo. Esta carne nos mantendrá durante semanas en­teras, durante meses si es necesario. Vela mascando por pedacitos, y máscala muy bien. Que el poder se hunda despacio en tu cuerpo.

Echamos a andar. Eran casi las once de la mañana. Don Juan me recordó una vez más el procedimiento a seguir.

—Vigila el viento —dijo—. No dejes que te haga perder el paso. Y no dejes que te fatigue. Masca tu comida de poder y escóndete del viento detrás de mi cuerpo. El viento no me hará daño a mí; nos cono­cemos muy bien.

Me guió a una vereda que iba recta hacia las altas montañas. El día era nublado y estaba a punto de llover. Pude ver cómo, de lo alto de las montañas, nubes bajas y niebla descendían a la zona donde estábamos.

Caminamos en completo silencio hasta eso de las tres de la tarde. Masticar la carne seca era en verdad vigorizante. Y observar los cambios repentinos en la dirección del viento se convirtió en un asunto misterioso, hasta el punto de que todo mi cuerpo parecía sentir los cambios antes de que ocurrieran. Tenía la impresión de poder sentir las oleadas de aire como una especie de presión en la parte superior de mi pecho, en los bronquios. Cada vez que me hallaba a punto de sentir una racha de viento, experimentaba una comezón en el pecho y la garganta.

Don Juan se detuvo un momento y miró en torno. Pareció orientarse y dio vuelta a la derecha. Noté que también mascaba carne seca. Yo me sentía muy fresco y no tenía nada de cansancio. La tarea de atender a los cambios en el viento había sido tan absorbente que no tuve conciencia del tiempo.

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