Viaje a Ixtlán (35 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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Don Juan estaba solo en la casa cuando llegué a la mañana siguiente. Le pregunté por don Genaro y dijo que andaba por allí, haciendo un mandado. In­mediatamente empecé a narrarle las extraordinarias experiencias que tuve. Escuchó con obvio interés.

—Sencillamente has
parado el mundo
—comentó cuando hube terminado mi recuento.

Quedamos un rato en silencio y luego don Juan dijo que yo debía dar las gracias a don Genaro por ayudarme. Parecía inusitadamente contento conmigo. Me palmeó la espalda repetidas veces, chasqueando la lengua.

—Pero es inconcebible que un coyote hable —dije.

—Eso no fue hablar —repuso don Juan.

—¿Qué era entonces?

—Tu cuerpo entendió por vez primera. Pero fa­llaste de reconocer que, por principio de cuentas, no era un coyote, y que ciertamente no hablaba como hablamos tú y yo.

—¡Pero el coyote de veras hablaba, don Juan!

—Mira quién es ahora el que dice idioteces. Des­pués de tantos años de aprendizaje, deberías tener más conocimiento. Ayer
paraste el mundo
, y a lo mejor hasta
viste
. Un ser mágico te dijo algo, y tu cuerpo fue capaz de entenderlo porque el mundo se había derrumbado.

—El mundo era como es hoy, don Juan.

—No. Hoy los coyotes no te dicen nada, ni puedes
ver
las líneas del mundo. Ayer hiciste todo eso sim­plemente porque algo se paró dentro de ti.

—¿Qué cosa fue?

—Lo que se paró ayer dentro de ti fue lo que la gente te ha estado diciendo que es el mundo. Verás, desde que nacemos la gente nos dice que el mundo es así y asá, y naturalmente no nos queda otro remedio que ver el mundo en la forma en que la gente nos ha dicho que es.

Nos miramos.

—Ayer el mundo se hizo como los brujos te dicen que es —prosiguió—. En ese mundo hablan los coyo­tes y también los venados, como te dije una vez, y también las víboras de cascabel y los árboles y todos los demás seres vivientes. Pero lo que quiero que aprendas es ver. A lo mejor ahora ya sabes que el ver ocurre sólo cuando uno se cuela entre los mundos, el mundo de la gente común y el mundo de los brujos. Ahora estás justito enmedio de los dos. Ayer creíste que el coyote te hablaba. Cualquier brujo que no ve creería lo mismo, pero alguien que ve sabe que creer eso es quedarse atorado en el reino de los brujos. De la misma manera, no creer que los coyotes hablan es estar atorado en el reino de la gente común.

—¿Quiere usted decir, don Juan, que ni el mundo de la gente común ni el mundo de los brujos son reales?

—Son mundos reales. Pueden actuar sobre ti. Por ejemplo, podrías haberle preguntado a ese coyote cualquier cosa que quisieras saber, y él se habría obligado a responderte. Lo único triste es que los co­yotes no son de fiar. Son embusteros. Es tu destino no tener un compañero animal de confianza.

Don Juan explicó que el coyote sería mi compañe­ro toda la vida y que, en el mundo de los brujos, tener un amigo coyote no era un estado de cosas muy de desear. Dijo que habría sido ideal que yo hablara con una serpiente de cascabel, pues son compañeras estupendas.

—Yo en tu lugar —añadió— jamás me fiaría de un coyote. Pero tú eres distinto y a lo mejor hasta te haces brujo coyote.

—¿Qué es un brujo coyote?

—Uno que saca muchas cosas de sus hermanos coyotes.

Quise seguir haciendo preguntas, pero me detuvo con un gesto.

—Has visto las líneas del mundo —dijo—. Has vis­to un ser luminoso. Ya casi estás listo para encon­trarte con el aliado. Por supuesto, sabes que el hom­bre a quien viste en el matorral era el aliado. Oíste su rugido como el sonar de un avión de chorro. Te estará esperando a la orilla de un llano, un llano al que yo mismo te llevaré.

Guardamos silencio largo rato. Don Juan tenía las manos entrelazadas por encima del estómago. Sus pul­gares se movían casi imperceptiblemente.

—También Genaro tendrá que ir con nosotros a ese valle —dijo de pronto—. Es el que te ha ayudado a parar el mundo.

Don Juan me miró con ojos penetrantes.

—Voy a decirte una cosa más —dijo, y rió—. Ya realmente no importa. El otro día, Genaro nunca movió tu carro del mundo de la gente común. Nada más te forzó a mirar el mundo como los brujos, y tu coche no estaba en ese mundo. Genaro quiso ablan­dar tu certeza. Sus payasadas hablaron a tu cuerpo acerca de lo absurdo que es tratar de entenderlo todo. Y cuando voló su papalote casi viste. Hallaste tu co­che y estabas en los dos mundos. La razón de que casi se nos reventaran las tripas de tanto reír fue que tú de veras pensabas que nos estabas trayendo de donde creíste hallar tu coche.

—¿Pero cómo me forzó a ver el mundo como los brujos?

—Yo estaba con él. Los dos conocemos ese mundo Ya conociéndolo, lo único que se necesita para pro­ducirlo es usar ese otro anillo de poder que te he di­cho que los brujos tienen. Genaro puede hacerlo con la misma facilidad con la que mueve los dedos. Te tuvo ocupado volteando piedras para distraer tus pen­samientos y permitir que tu cuerpo
viera
.

Le dije que los sucesos de los tres últimos días ha­bían causado algún daño irreparable a mi idea del mundo. Dije que, durante los diez años que llevaba de verlo, jamás había experimentado una sacudida tal, ni siquiera las veces que ingerí plantas psicotró­picas.

—Las plantas de poder son sólo una ayuda —dijo don Juan—. Lo de verdad es cuando el cuerpo se da cuenta de que puede
ver
. Sólo entonces somos capa­ces de saber que el mundo que contemplamos cada día no es nada, más que una descripción. Mi inten­ción ha sido mostrarte eso. Desgraciadamente, te que­da muy poco tiempo antes de que el aliado te salga al paso.

—¿Tiene que salirme al paso?

—No hay manera de evitarlo. Para
ver
hay que aprender la forma en que los brujos miran el mundo; por eso hay que llamar al aliado, y una vez que se le llama, viene.

—¿No podía usted enseñarme a
ver
sin llamar al aliado?

—No. Para
ver
hay que aprender a mirar el mun­do en alguna otra forma, y la única otra forma que conozco es la del brujo.

XX. EL VIAJE A IXTLÁN

DON GENARO regresó a eso del mediodía y, siguiendo la sugerencia de don Juan, los tres fuimos en coche a la cordillera donde yo estuve el día anterior. Ca­minamos por el mismo sendero que seguí, pero en vez de detenernos en la meseta alta, como yo había hecho, continuamos ascendiendo hasta alcanzar la par­te superior de la cordillera más baja; luego empeza­mos a descender a un valle llano.

Nos detuvimos a descansar en la cima de un cerro alto. Don Genaro eligió el lugar. Automáticamente me senté, como siempre he hecho en compañía de ambos, con don Juan a mi derecha y don Genaro a mi izquierda, formando un triángulo.

El chaparral desértico había adquirido un exqui­sito lustre húmedo. Se veía verde brillante tras una corta lluvia de primavera.

—Genaro te va a contar algo —me dijo don Juan de repente—. Te va a contar la historia de su pri­mer encuentro con su aliado. ¿No es cierto, Genaro?

Había un matiz de ruego en la voz de don Juan. Don Genaro me miró y contrajo los labios hasta que su boca parecía un agujero redondo. Dobló la len­gua contra el paladar y empezó a abrir y cerrar la boca como si tuviera espasmos.

Don Juan lo miró y rió con fuerza. Yo no sabía cómo tomar aquello.

—¿Qué está haciendo? —pregunté a don Juan.

—¡Es una gallina! —dijo él.

—¿Una gallina?

—Mira, mira su boca. Ése es el culo de la gallina, y está a punto de poner un huevo.

Los espasmos de don Genaro parecieron aumentar. Tenía en los ojos una expresión rara, de locura. Su boca se abrió como si los espasmos dilataran el agu­jero redondo. Produjo con la garganta una especie de graznido, dobló los brazos sobre el pecho con las manos hacia adentro y luego, sin ninguna ceremonia, escupió.

—¡Carajo! No era un huevo, era un pollo —dijo con expresión preocupada.

La postura de su cuerpo y la cara que tenía eran tan ridículas que, no pude menos que reír.

—Ahora que Genaro casi puso un huevo, a lo me­jor te cuenta su primer encuentro con su aliado —in­sistió don Juan.

—A lo mejor —dijo don Genaro, sin interés.

Le supliqué que me lo contara.

Don Genaro se puso de pie, estiró los brazos y la espalda. Sus huesos crujieron. Luego volvió a sen­tarse.

—Era yo joven cuando me enfrenté por primera vez con mi aliado —dijo al fin—. Recuerdo que fue en las primeras horas de la tarde. Yo había estado en el campo desde el amanecer e iba de vuelta a mi casa. De repente, el aliado salió y se interpuso en mi camino. Me había estado esperando detrás de una masa y me invitaba a luchar. Yo iba a salir corriendo, pero me vino la idea de que yo era lo bastante fuerte pare enfrentarme con él. De todos modos tuve miedo. Un escalofrío me subió por la espalda y mi cuello se puso tieso como tabla. A propósito, ésa es siempre la se­ñal de que uno está listo; digo, cuando el cuello se pone duro.

Se abrió la camisa y me enseñó su espalda. Tensó los músculos de su cuello, brazos y espalda. Noté la excelencia de su musculatura. Era como si el recuer­do del encuentro hubiese activado cada músculo en su torso.

—En tal situación —prosiguió—, siempre hay que cerrar la boca.

Se volvió a don Juan y dijo:

—¿No es cierto?

—Si —dijo don Juan calmadamente—. El choque que uno recibe al agarrar a un aliado es tan gran­de que uno podría arrancarse la lengua de una mor­dida o romperse los dientes. El cuerpo debe estar recto y bien plantado, y los pies deben agarrar el suelo.

Don Genaro se levantó y me enseñó la posición co­rrecta: el cuerpo ligeramente doblado en las rodillas, los brazos colgando a los lados con los dedos curva­dos suavemente. Permaneció en esa postura un ins­tante, y cuando creí que se sentaría, se lanzó de sú­bito hacia adelante en un salto estupendo, como si tuviera resortes en los talones. Su movimiento fue tan repentino que caí de espaldas; pero al caer tuve la clara impresión de que don Genaro había agarra­do a un hombre, o algo con forma de hombre.

Volví a sentarme. Don Genaro conservaba aún una tremenda tensión en todo el cuerpo; luego relajó abruptamente los músculos y volvió al lugar donde había estado y tomó asiento.

—Carlos acaba de ver ahorita a tu aliado —obser­vó don Juan casualmente—, pero todavía está muy débil y se cayó.

—¿De veras? —preguntó don Genaro en tono in­genuo, y agrandó las fosas nasales.

Don Juan le aseguró que yo lo había «visto».

Don Genaro volvió a saltar hacia adelante; con tal fuerza que caí de costado. Ejecutó su salto con tan­ta rapidez que no pude saber cómo había alcanzado a ponerse en pie antes de lanzarse al frente.

Ambos rieron con fuerza y luego la risa de don Genaro se convirtió en un aullido indiscernible del de un coyote.

—No creas que tienes que saltar como Genaro para agarrar a tu aliado —dijo don Juan en tono de ad­vertencia—. Genaro salta tan bien porque tiene su aliado que lo ayuda. Todo lo que tienes que hacer es plantarte con firmeza para soportar el impacto. Tienes que pararte como estaba Genaro antes de sal­tar; luego te avientas y agarras al aliado.

—Primero tiene que besar su escapulario —inter­vino don Genaro.

Don Juan, con severidad fingida, dijo que yo no llevaba escapularios.

—¿Y sus cuadernos? —insistió don. Genaro—. Tie­ne que hacer algo con sus cuadernos: ponerlos en al­guna parte antes de brincar, o a lo mejor los usa para pegarle al aliado.

—¡Carajo! —dijo don Juan con sorpresa aparen­temente genuina—. Nunca se me había ocurrido. Apuesto que será la primera vez que alguien derriba a un aliado a cuadernazos.

Cuando la risa de don Juan y el aullido coyotesco de don Genaro amainaron, todos estábamos de muy buen humor.

—¿Qué pasó cuando agarró usted a su aliado, don Genaro? —pregunté.

—Fue una gran sacudida —dijo don Genaro tras un titubeo momentáneo. Parecía haber estado orde­nando sus pensamientos.

—Nunca imaginé que sería así —prosiguió—. Fue algo, algo, algo… como nada que pueda yo decir. Después que lo agarré, empezamos a dar vueltas. El aliado me hizo dar vueltas, pero yo no lo solté. Gira­mos por el aire tan rápido y tan fuerte que yo ya no veía nada. Todo era como una nube. Dimos vueltas, y vueltas, y más vueltas. De repente sentí que estaba parado otra vez en el suelo. Me miré. El aliado no me había matado. Estaba yo entero. ¡Era yo mismo! Supe entonces que había triunfado. Por fin tenía un aliado. Me puse a saltar de alegría. ¡Qué sensación! ¡Qué sensación aquélla!

—Luego miré alrededor para averiguar dónde esta­ba. No conocía por ahí. Pensé que el aliado debía haberme llevado por los aires para tirarme en algún sitio, muy lejos del lugar donde empezamos a dar vueltas. Me orienté. Pensaba que mi casa debía que­dar hacia el este, así que empecé a caminar en esa dirección. Todavía era temprano. El encuentro con el aliado no llevó mucho tiempo. Al rato encontré un caminito, y entonces vi un grupo de hombres y mujeres que venían hacia mí. Eran indios. Me pa­recieron mazatecos. Me rodearon y preguntaron a dónde iba.

—Voy a mi casa, en Ixtlán —les dije.

—¿Andas perdido? —preguntó alguien.

—Sí —dije—. ¿Por qué?

—Porque Ixtlán no queda para allá. Ixtlán está para el otro lado. Nosotros vamos allí —dijo otro.

—¡Vente con nosotros! —dijeron todos—. ¡Tene­mos comida!

Don Genaro dejó de hablar y me miró como si es­perara una pregunta.

—Bueno, ¿qué pasó? —pregunté—. ¿Se fue usted con ellos?

—No —dijo—. Porque no eran reales. Lo supe de inmediato, apenas se me acercaron. Había en sus voces, en su amabilidad algo que los delataba, sobre todo cuando me pedían ir con ellos. Eché a correr. Me llamaron y me rogaron que volviera. Las súpli­cas me perseguían, pero yo seguí corriendo.

—¿Quiénes eran? —pregunté.

—Personas —repuso don Genaro, cortante—. Sólo que no eran reales.

—Eran como apariciones —explicó don Juan—. Como fantasmas.

—Después de caminar un rato —prosiguió don Genaro—, cobré más confianza. Supe que Ixtlán que­daba en la dirección que yo llevaba. Y entonces vi dos hombres que venían hacia mí por el camino. También parecían mazatecos. Tenían un burro car­gado de leña. Pasaron junto a mí y murmuraron:

—Buenas tardes.

—¡Buenas tardes! —dije y seguí de frente. No me hicieron caso y continuaron su camino. Disminuí el paso, y como si tal cosa me volví a mirarlos. Ellos se alejaban sin preocuparse por mí. Parecían reales. Corrí tras ellos gritando:

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