Viaje a Ixtlán (28 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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La afirmación de que yo había agrandado el mundo al reducirlo, me intrigó sobremanera. El detalle de la roca porosa, en la pequeña área donde mis ojos se enfocaban, fue tan vívido y tan exactamente definido que la cima del pico redondo se convirtió para mí en un vasto mundo; y sin embargo se trataba en realidad de una visión reducida de la roca. Cuando don Juan bloqueó la luz y me encontré mirando como normalmente lo hago, el detalle preciso se opacó, los, hoyos diminutos en la roca porosa se hicieron más grandes, el color pardo de la lava seca se nubló, y todo perdió la transparencia reluciente que hacía de la roca un mundo real.

Don Juan tomó entonces las dos rocas, las colocó gentilmente en una grieta profunda, y se sentó con las piernas cruzadas, de cara al oeste, en el sitio don de las rocas habían estado. Palmeó un lugar junto a él, a su izquierda, y me indicó ocuparlo.

Pasamos largo rato sin hablar. Luego comimos, también en silencio. Sólo cuando el sol hubo descen­dido, don Juan se volvió súbitamente y me preguntó por mi progreso en «soñar».

Le dije que al principio había sido fácil, pero que por el momento ya había cesado por entero de hallar mis manos en los sueños.

—Cuando empezaste a
soñar
estabas usando mi poder personal, por eso era más fácil —dijo él—. Ahora estás vacío. Pero debes seguir tratando hasta que tengas bastante poder propio. Verás:
soñar
es el
no-hacer
de los sueños, y conforme progreses en tu
no-hacer
progresarás también en el
soñar
. El chiste es no dejar de buscarte las manos, aunque no creas que lo que haces tenga algún sentido. De hecho, como ya te he dicho, un guerrero no necesita creer, porque mientras continúe actuando sin creer está
no-haciendo
.

Nos miramos un momento.

—No hay nada más que pueda yo decirte acerca de
soñar
—prosiguió—. Todo lo que pudiera decirte sería sólo
no-hacer
. Pero si te lanzas directamente al
no-hacer
, tú mismo sabrás qué hacer al
soñar
. Hallar­te las manos es sin embargo esencial en este mo­mento, y estoy seguro de que lo harás.

—No sé, don Juan. No me tengo confianza.

—No se trata de tenerle confianza a nadie. Se trata de una lucha de guerrero, y tú seguirás luchando, si no bajo tu propio poder, entonces quizá bajo el im­pacto de un digno adversario, o con la ayuda de al­gunos aliados, como el que ya te anda siguiendo.

Hice un movimiento brusco e involuntario con el brazo derecho. Don Juan dijo que mi cuerpo sabía mucho más de lo que yo sospechaba, porque la fuerza que nos había estado persiguiendo se hallaba a m derecha. Me confió, en voz baja, que dos veces ese día, el aliado se había acercado tanto a mí que tuvo que intervenir y detenerlo.

—Durante el día, las sombras son las puertas del
no-hacer
—dijo—. Pero de noche, como en lo oscuro hay muy poco
hacer
, todo es sombra, incluyendo a lo aliados. Ya te hablé de esto cuando te enseñé la marcha de poder.

Reí en voz alta y mi propia risa me asustó.

—Todo cuanto te he enseñado hasta ahora ha sido un aspecto de
no-hacer
—prosiguió don Juan—. Un guerrero aplica el
no-hacer
a todo en el mundo, y sin embargo no puedo decirte más al respecto de lo que te he dicho hoy. Debes dejar que tu propio cuerpo descubra el poder y el sentir de
no-hacer
.

Tuve otro ataque de risa cascada, nerviosa.

—Es una estupidez que desdeñes los misterios del mundo nada más porque conoces el
hacer
del desdén —me dijo con rostro serio.

Le aseguré que yo no desdeñaba nada ni a nadie, pero que era más nervioso e incompetente de lo que él creía.

—Siempre he sido así —dije—. Y quiero cambiar, pero no sé cómo. No estoy a la altura.

—Ya sé que te crees podrido —dijo—. Ése es tu
hacer
. Ahora, con el fin de afectar ese
hacer
, voy a recomendarte que aprendas otro. De ahora en ade­lante, y durante un lapso de ocho días, quiero que te digas mentiras. En vez de decirte la verdad, que eres feo y estás podrido y no tienes remedio, te dirás exac­tamente lo contrario, sabiendo que mientes y que no hay esperanza para ti.

—¿Pero cuál sería el objeto de mentir así, don Juan?

—A lo mejor te engancha a otro
hacer
, y a lo mejor entonces te das cuenta de que ambos
haceres
son mentira, son irreales, que prenderte en cualquiera es una pérdida de tiempo, porque lo único real es el ser que hay en ti y que va a morir. Llegar a ese ser, al ser que va a morir es el
no-hacer
de la persona.

XVI. EL ANILLO DE PODER

Sábado, abril 14, 1962

DON JUAN sopesó nuestros guajes y concluyó que habíamos agotado las provisiones y que era tiempo d emprender el regreso. Mencioné, en tono casual, que tardaríamos por lo menos un par de días en llegar a su casa. Dijo que no iba a Sonora, sino a un pueblo fronterizo donde tenía asuntos que atender.

Pensé que iniciaríamos nuestro descenso a través de una cañada, pero don Juan se encaminó hacia el noroeste sobre las mesetas altas de las montañas volcánicas. Tras una hora de andar, me guió a una hondonada profunda, que terminaba en un punto donde dos picos casi se juntaban. Había allí una pendiente que casi llegaba a la parte superior de la cordillera: una pendiente extraña que parecía un puente cóncavo, inclinado, entre los dos picos.

Don Juan señaló un área en la cara de la pendiente.

—Fija allí la mirada —dijo—. El sol está casi en su punto.

Explicó que, al mediodía, la luz del sol podía ayu­darme a «no-hacer». Luego me dio una serie de órdenes: aflojarme todas las prendas apretadas que tra­jera puestas, sentarme con las piernas cruzadas, y mirar concentradamente el sitio especificado.

Había muy pocas nubes en el cielo y ninguna hacia el oeste. Era un día cálido y el sol brillaba sobre la lava sólida. Observé con mucha atención el área susodicha.

Tras larga vigilancia pregunté qué cosa específica debía tratar de ver. Don Juan me silenció con un ademán impaciente.

Me hallaba cansado. Quería dormir. Entrecerré los ojos; me ardían y los froté, pero tenía las manos pe­gajosas y el sudor me produjo escozor. Miré los picos de lava a través de los párpados entrecerrados, y de pronto la montaña entera se encendió.

Dije a don Juan que, achicando los ojos, podía ver toda la cordillera como una intrincada trama de fibras luminosas.

Me indicó respirar lo menos posible, para conser­var la visión de las fibras, y no escudriñarla directa­mente, sino mirar en forma casual un punto en el horizonte, directamente encima de la pendiente. Se­guí sus instrucciones y pude sostener la imagen de una extensión interminable cubierta por una red de luz.

Don Juan dijo, en voz muy suave, que yo debía tratar de aislar zonas de oscuridad dentro del campo de las fibras luminosas, y que al hallar un sitio os­curo abriera de inmediato los ojos y constatara dónde se hallaba ese punto sobre la cara de la pendiente.

Fui incapaz de percibir ningún área oscura. Varias veces entrecerré los ojos para luego abrirlos. Acercán­dose, don Juan señaló un sitio a mi derecha, y des­pués otro justamente frente a mí. Intenté cambiar la posición de mi cuerpo; pensé que acaso, si variaba mi perspectiva, me sería posible percibir la supuesta zona de oscuridad que él indicaba, pero don Juan sacudió mi brazo y me dijo, en tono severo, que me quedase quieto y fuera paciente.

Volví a achicar los ojos y una vez más vi la red de fibras luminosas. La miré un momento y luego ensanché los ojos. En ese instante oí un leve retumbar —podría haberse explicado fácilmente como el sonido distante de un aeroplano a reacción— y luego, con los ojos de par en par, vi toda la fila de montañas frente a mí como un enorme campo de minúsculos puntos de luz. Fue como si por un momento fugaz ciertos granos metálicos en la lava solidificada refle­jasen el sol al unísono. Luego la luz se opacó y se apagó de repente, y las montañas se convirtieron en una masa de roca café oscuro, sin brillo, y al mismo tiempo el viento empezó a soplar y enfrió el día.

Quise volverme para ver si una nube había tapado el sol, pero don Juan me detuvo la cabeza y no me permitió moverla. Dijo que, si me volvía, acaso al­canzara a ver a una entidad de las montañas, el aliado que nos iba siguiendo. Me aseguró que yo carecía de la fuerza necesaria para soportar una visión de tal naturaleza, y añadió en tono deliberado que el rumor llegado a mis oídos era la forma peculiar en que un aliado anunciaba su presencia.

Luego se puso en pie y anunció que íbamos a subir por la ladera.

—¿A dónde vamos? —pregunté.

Señaló una de las áreas que había indicado como sitio de oscuridad. Explicó que el «no-hacer» le ha­bía permitido destacar ese punto como un posible centro de poder, o quizá como un lugar donde po­drían hallarse objetos de poder.

Tras un penoso ascenso, llegamos al sitio que te­nía en mente. Se quedó quieto un momento, a poca distancia de mí. Traté de acercarme, pero él me hizo una, seña con la mano y me detuve. Parecía estarse orientando. Yo podía ver que su nuca se movía como si sus ojos barrieran la montaña de arriba a abajo; luego con paso firme, encabezó la marcha hacia una saliente. Tomó asiento y se puso a limpiar la saliente, quitando con la mano la tierra suelta. Cavó con los dedos en torno de un pequeño trozo de roca que sobresalía del suelo, quitando la tierra que lo rodeaba. Luego me ordenó sacarlo.

Cuando hube desalojado el trozo de roca, don Juan me indicó meterlo de inmediato en mi camisa, porque era un objeto de poder que me pertenecía. Dijo que me lo daba para su custodia, y que yo debía pulirlo y cuidarlo.

Acto seguido empezamos a descender por una cañada, y un par de horas después nos hallábamos en el desierto alto, al pie de las montañas volcánicas. Don Juan caminaba unos tres metros delante de mí, a buen paso constante. Fuimos hacia el sur hasta que el sol ya casi se había puesto. Un pesado banco de nubes, hacia occidente, lo ocultaba, pero detuvimos la marcha hasta suponer que su disco había desaparecido tras el horizonte.

Entonces don Juan cambió de ruta y me guió hacia el sureste. Traspusimos un cerro; en la cima avisoré cuatro hombres que venían del sur hacia nosotros.

Miré a don Juan. Jamás habíamos encontrado gen­te en nuestras excursiones y yo ignoraba qué hacer en un caso así. Pero él no pareció preocuparse. Si­guió andando como si nada ocurriera.

Los hombres se movían sin prisa; reposada y tor­tuosamente venían a nosotros. Cuando estuvieron mas cerca noté que eran cuatro indios jóvenes. Mostraron reconocer a don Juan. Él les habló en español. Lo trataban con gran respeto, y sus voces eran suaves. Sólo uno de ellos me habló. Pregunté a don Juan, en un susurro, si también yo podía dirigirles la palabra, y él meneó la cabeza en sentido afirmativo.

Una vez que les hablé, estuvieron muy amigables y comunicativos, especialmente el que me había hablado primero. Me contaron que buscaban cuarzos de poder. Dijeron que llevaban muchos días vagando, por las montañas de lava, pero sin suerte.

Don Juan miró en torno y señaló una zona rocosa como a doscientos metros de distancia.

—Ése es buen sitio para acampar un rato —dijo.

Echó a andar hacia las rocas y todos lo seguimos.

El sitio elegido era muy áspero. Carecía de arbustos. Nos sentamos en las rocas. Don Juan anunció que volvía al matorral a reunir algunas ramas secas para hacer leña.

Quise ayudarlo, pero me susurró que éste sería un fuego especial para aquellos jóvenes valerosos, y que no necesitaba mi ayuda.

Los jóvenes se apiñaron en torno mío. Uno de ellos tomó asiento reclinando su espalda contra la mía. Me sentí un poco apenado.

Al volver con una pila de varas don Juan, encomie lo cuidadosos que eran, y me dijo que, como aprendices de brujo, tenían la regla de formar un circulo con dos personas en el centro, espalda contra espal­da, cuando salían en partidas a cazar objetos de poder.

Uno de los jóvenes me preguntó si alguna vez había yo encontrado cristales de cuarzo. Le dije que don Juan nunca me había llevado a buscarlos.

Don Juan escogió un lugar cercano a un gran pe­ñasco y empezó a armar una hoguera. Ninguno de los jóvenes acudió a ayudarlo; lo observaban con atención. Cuando todas las varas ardían, don Juan tomó asiento con la espalda contra el peñasco. El fuego quedaba a su derecha.

Al parecer, los jóvenes se hallaban al tanto de la situación, pero yo no tenía la menor idea acerca del procedimiento a seguir en tratos con aprendices de brujería.

Observé a los jóvenes. Formaban un semicírculo perfecto, encarando a don Juan. Advertí que don Juan me miraba de frente, y que dos jóvenes hablan to­mado asiento a mi izquierda y los otros dos a mi derecha.

Don Juan empezó a contarles que yo estaba en las montañas de lava para aprender a «no-hacer», y que un aliado nos andaba siguiendo. Me pareció un co­mienzo muy dramático, y por lo visto lo era. Los jóvenes cambiaron de postura y se sentaron sobre la pierna izquierda. Yo no había observado qué posi­ción tenían antes. Suponía que tenían las piernas cruzadas, igual que yo. Un vistazo a don Juan me reveló que también él estaba sentado sobre la pierna izquierda. Hizo con la barbilla un gesto apenas per­ceptible, señalando mi postura. Plegué la pierna con disimulo.

Don Juan me había dicho una vez que ésa era la postura adoptada por un brujo cuando las cosas esta­ban inciertas. Pero siempre había resultado, para mí, una posición muy fatigosa. Sentí que me costaría un esfuerzo terrible quedarme sentado así mientras du­rara su charla. Don Juan parecía comprender por en­tero mi desventaja, y en forma sucinta explicó a los jóvenes que los cristales de cuarzo podían hallarse en ciertos sitios específicos de aquella zona, y de que una vez hallados se requerían técnicas especiales para con­vencerlos de dejar su morada. Entonces los cuarzos se convertían en el hombre mismo, y su poder escapaba al entendimiento.

Dijo que por lo común los cristales se encontraban en racimos, y que a la persona que los hallase correspondía elegir cinco hojas de cuarzo, de las mejores y más largas, y arrancarlas de su matriz. El descubridor tenía la responsabilidad de tallarlas y pulirla; para sacarles punta y para hacerlas ajustar perfecta­mente al tamaño y a la forma de los dedos de su mano derecha.

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