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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (13 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—¡Anda! —dijo ella, mirándole pícaramente—. ¡Te has puesto colorado! ¿Te da vergüenza hablar de esto?

—¡A mí qué me va a dar vergüenza! Las nubes del día anterior habían reaparecido aumentadas y amenazadoras. Un relámpago vibró a lo lejos, trazando un ramalazo blanquecino entre los revueltos nubarrones. Acompañadas del trueno, comenzaron a caer las primeras gotas…

—¡Nos vamos a mojar…!

Cogidos de la mano, corrieron hacia la casa, pasando de una plantación a otra a través de estrechos senderos abiertos en el boscaje. A pesar de eso, cuando llegaron al caserío, estaban empapados los dos, y mientras la muchacha iba a su cuarto a cambiarse de ropa, Sergio, ceñudamente, rechazó el traje de piel que le ofrecían y se limitó a recostarse cerca del alegre fuego encendido en la fundición.

El Manchurri, fresco como una lechuga, estaba examinando un surtido de rifles y pistolas expuesto por Morris. Este último, con un delantal de cuero, los robustos brazos remangados hasta el codo, tomaba las armas una detrás de otra, y las montaba sucesivamente.

—Baquetas incluidas —dijo, con su voz de bajo—. Hay nueve rifles, y tres pistolas.

—¿Y la escopeta de tres cañones que te encargué?

—No me da la gana de hacerla…

—Jiménez ofrece seis céntimos por ella.

—Es igual. No la hago porque no me apetece. Te digo lo mismo que cuando me pediste seis rifles exactamente iguales… eso no te lo hace nadie. ¿A quién le va a gustar hacer siempre lo mismo? ¡Vaya! Lo bonito es esto; mira: cada uno de una clase. A éste le puse dos cañones y la culata con incrustaciones de hueso; este, aunque no se ve, lleva doble muelle real, y en esa tapa de latón de la culata se pueden meter los pistones y un oído de recambio; ¡fíjate en esta pistola! ¿Has visto maravilla igual? Los cañones de clavos de herradura… Por cierto, ¿tienes herraduras viejas…?

Leonor bajó del piso de arriba, muy fresca y arreglada con un nuevo traje de hilo blanco que dejaba sus marfileños hombros al descubierto. Se sentó al lado de Sergio, junto al fuego.

—Vaya si eres testarudo… Podías ponerte un traje de mi hermano; ya nos lo devolverás mañana…

—Es igual…

—Bueno, Morris; eres un pelmazo. Cuarenta y dos céntimos por todo y no se hable más.

—Por ser para ti; ayer pasó por aquí Joe Navajas y me ofreció cuarenta y seis, y no le quise dar nada…

—Mentira es eso, ¡voto a tal! que Joe Navajas se cansó del oficio hace dos meses, y se fue con una tal Sara, ¡buena moza a fe!, a cultivar no sé qué por el Norte… de manera que no me emboliques que…

—Por si te lo tragabas. Hacen los cuarenta y dos, pero a ver que me sirves… Necesito tres frascos de Estelatrina; el doctor Blanchard ha dicho que Brunhilda los necesita…

—Eso no va en cuenta; ya sabes. Yo sólo soy un mandao… Te los doy, y a ver a quien mandas seis días a las minas de Almadén y a hacer el melón cuando bajen esos berzotas de la Ciudad…

—Arturo irá, que parece que quiere cambiar de aires…

—¿Conocías a muchas chicas en la Ciudad?

—Creo que a muy pocas, Leonor. O a ninguna, quizá.

—Pero habrás besado a unas cuantas.

—Naturalmente.

—Mentira… se te nota en la cara. ¿Por qué miras a otro lado? ¿Es que no hay chicas en la Ciudad?

—También necesito un rollo de alambre de cobre, a ver si consigo de una vez conectar con el telégrafo… dos sacos de patatas; doscientos kilos de hierro…

—¡Para, para! ¡Que testás pasando, Morris! Eso sumaría… bueno, no; treinta y nueve céntimos; aún te quedan tres.

—Dos piezas de tela…

—Pues tendrás que meter veinte manojos de verdellón…

—Por eso no quedará; veinticinco; lo que sobra para ti, de regalo, que buena falta te va a hacer, Manchurri…

—Me han dicho que allí no hacéis el amor así normal, como todos. ¿Es verdad que lo hacéis con aparatos?

—¿Qué tonterías dices?

—Vamos, Sergio… ¿Cuántas veces lo has hecho tú?

—¿Y a ti eso que te importa?

—¡A comer! —gritó una voz femenina desde el piso de arriba.

—No te enfades, Sergio… Anda; vamos a comer, que las madres se enfadan si tardamos. ¿Te sentarás a mi lado? ¿Me contarás cosas de la Ciudad?

Había, en el comedor, una larga mesa, con bancos a ambos lados, cubierta de platos y botellas, presidida por dos mujeres con mandiles blancos; una de ellas algo más joven que Morris, con el pelo cano saliéndole de una cofia impoluta; al otra, bastante más joven, muy arreglada, con una sedosa mata de cabello rubio cayéndole sobre los hombros. Ambas asían con aire dominador sendos cucharones, y tan pronto como una retahila de gente, incluyendo desde un anciano de unos noventa años o más, hasta un bebé de seis meses, se agruparon en torno a la mesa, comenzaron a repartir rápidamente trozos de carne, platos de ensalada en la que abundaban las insípidas matas del verdellón, jarras de cerveza sin espuma, picheles de vino, patatas cocidas, enormes redondeles de pan moreno, cortado apoyándolo sobre el pecho y con ayuda de un tremendo cuchillo…

Como en ocasiones anteriores, el alimento le supo a Sergio a gloria. No cabía comparación con las insípidas latas de conservas que llevaba aún, por inercia, en la mochila, o con el recuerdo de las comidas casi automáticas de la Ciudad, con mucho celofán, mucho sobre, abundante etiqueta llena de colorines, pero prácticamente sin sabor.

Morris clavó en él sus penetrantes ojos grises, moviendo las peludas cejas al unísono de sus mandíbulas, mientras embaulaba buenos trozos de carne en salsa…

—Este cabrito lo matamos ayer… A ver si traéis el pernil… ¿Habéis hecho algo de postre, madres? Y tú, joven de la Ciudad; ¿puedo preguntarte?

—Claro que sí.

—No tan claro. Pero, en fin… ¿qué piensas hacer…?

—Quiero encontrar a Herder, el Mago.

—¿Quién es ése?

El Manchurri y el Huesos, que comían apresuradamente, sobre todo el segundo, atracándose a toda velocidad de patatas y carne, acompañadas de grandes trozos de pan moreno, y que al par, con la boca llena, hablaban a tropezones con dos mozas algo talludas, pero con ganas de bureo, que les habían caído al lado, se quedaron de pronto totalmente silenciosos. Los demás, al parecer, no habían escuchado nada extraño, pues siguió la barahunda de platos sonando sobre la mesa, de cuchillos y tenedores, de peticiones de vino o de alimentos; de vez en cuando alguien se levantaba e iba a por algo nuevo; Sergio se dio cuenta de que, prácticamente, nadie daba órdenes a nadie.

El Vikingo, mientras comía pausadamente, sin decir una palabra, observaba, alternativamente, al Manchurri y a Sergio.

—Un hombre que puede llevarme al Pilón del Alba.

—Tú sabrás —dijo Morris—. Yo no te entiendo, ni sé lo lo que quieres. Pero si lo haces tú, para ti está bien hecho.

Se organizó un pequeño escándalo al otro lado de la mesa. Dos pequeños de unos seis años se atizaban mamporros a gran velocidad, ya que, según manifestaron, entre hipidos, uno de ellos le había quitado el pan al otro. El asunto fue eficazmente resuelto por una de las madres, que asestó dos cucharetazos en la coronilla de ambos, y les dio doble ración de pan a cada uno.

El Vikingo tosió levemente. Aun cuando Sergio ya se había percatado del claro respeto que todos los habitantes del caserío Morris experimentaban por él, ahora se quedó más convencido aún. Un silencio expectante siguió a esa ligera tos.

—Manchurri… ¿no llevarás a nuestro amigo al castillo de Herder?

—Yo no quiero volver al castillo del Mago —contestó el Manchurri—. No me gusta ir allí.

—Pero yo puedo darte lo que me pidas… —dijo Sergio—. Díme qué es lo que quieres…

Había una sensación de malestar en la asamblea.

—Acaba de llegar —dijo el Vikingo—. Aun no… en fin…

Pero creo que la Historia del Ministro y el Necio podría aclararlo.

Un coro de voces «¡Cuéntala, cuéntala!» se desató en torno de la mesa. Leonor, mirando a Sergio con sus profundos ojos negros, le cogió la mano por debajo del tablero…

—Está bien. Hace muchos años… tantos que casi no se acuerda nadie, había un Ministro que vivía en un Palacio… y también había un Necio que vivía a poca distancia. Un día, el Ministro se dio cuenta de que todo el mundo se trataba igual y de que nadie se inclinaba ante nadie. «Esto no puede ser», pensó, y siguió pensando: «Si yo soy el Ministro del Emperador, y mando y ordeno a los ejércitos, a los publicanos, y al Clero… no puede ser que a mí me traten igual que a todos.» Vio entonces al Necio que se hallaba tumbado en la puerta de su choza, sin hacer nada, y sin escuchar los gritos de su mujer, que le pedía que trabajase algo, para ver si cenaban esa noche. «Este es un buen ejemplar para hacer una prueba», pensó el Ministro. Y le hizo llamar. «Mira —le dijo, cuando le tuvo a su presencia— quiero que probemos una cosa». «Si no me cansa mucho —contestó el Necio— lo que tú quieras.» «En primer lugar —dijo el Ministro, mirándolo fieramente— no me vas a decir de tú, sino de vos, y me llamarás Excelencia. ¿Comprendido?» El Necio dijo que sí, y le costó un poco aprender. «Sí, Excelencia. No, Excelencia.» «Muy bien; eso está mejor. Ahora, fíjate. Cuando entres en la sala, te inclinarás tres veces; una a diez metros; otra a cinco, y la última, cuando estés ante Mí». «Y puede su Excelencia decirme para qué sirve eso?» «Basta que yo te lo diga…» «Bien; al fin y al cabo no tengo otra cosa que hacer…» Y el Necio entró en la sala, se inclinó tres veces, y trató al Ministro de Excelencia. Pero este no estaba satisfecho: «No puedes presentarte ante mí vestido así… Debes llevar un traje con bordados de oro… Ponte éste.» El capitán de la guardia trajo el hábito con bordados de oro y se lo dio al Ministro. Y el Necio obedeció… Aun se le ocurrieron al Ministro dos o tres cosas más; pero todo acabó cuando la mujer del Necio, harta de que no le hiciera caso, entró en la sala, corrió a escobazos al Ministro y al Necio, y se llevó a su marido a ver si conseguía hacerle trabajar.

—¿Y en qué quedó la cosa?

—En que el capitán de la guardia se acercó al Ministro y le dijo: «Oye tú; a ver cuando nos vamos a comer».

Una carcajada subrayó el final del cuento. Sergio se quedó completamente serio, y sin entender en absoluto la gracia que tenía aquello.

—Por eso —dijo el Vikingo— creo que el Manchurri no te llevará al Castillo de Herder.

—Pero puede decirme dónde está…

—Eso sí, mi joven amigo —respondió el Manchurri, después de empinar una botella—. Está en Abilene, pero no en la misma ciudad… A pocos kilómetros; eso sí, pero tan asfálticamente escondido en la follajeada del bosque, que nadie podrá encontrarlo…

—Morris —dijo Sergio, de pronto— ¿de quién es la Tierra?

—De todos —contestó Morris—. De todos, ¿de quién va a ser?

La lluvia continuó cayendo durante todo el día, chorreando por las ventanas, repiqueteando cantarinamente en el techo del carromato… Al anochecer, las nubes se aclararon rápidamente, y las estrellas comenzaron a mostrar sus agujas de diamante en la aterciopelada negrura del firmamento. En el exterior olía a tierra mojada, olor acre, intenso, agradable, que se metió en las narices de Sergio mientras se preparaba a dar una vuelta con Leonor.

—¿Llevas algún arma?

—El rifle… ¿por qué?

—Por nada… Yo llevo una pistola, ¡no vamos a salir sin armas, Sergio!

Las hojas de los árboles dejaban caer una nueva lluvia, pequeña imitación de la anterior, cuando se pasaba bajo ellos, lluvia que aumentaba bruscamente cuando se tropezaba con el tronco. En el bosque se oían crujidos y rumor de movimientos, algún aullido lejano, y también el verraquear y el hozar de grandes cuerpos llenos de púas… rascándose contra las cortezas de los árboles, acompañados del grito de la lechuza…

Caminaron hasta un pequeño claro donde había unas piedras redondas en el centro. La sensación era agradable.; de no haber sido por la obligación que se había impuesto, Sergio se habría quedado con gusto allí…

—Me noto bien —dijo—. Es agradable tu casa…

—El aura era muy buena. Por eso la construyó aquí mi padre. Las dos madres son hermanas; vinieron juntas con él. Yo soy la última hija de mamá Abigail, la mayor. Tiene peor genio que mamá Johanna, la más joven.

Leonor caminó hasta el borde del claro. Hizo a Sergio un gesto como indicándole silencio, y señaló algo que había dentro del bosque. Sergio se aproximó, tratando de distinguirlo a través de los árboles, iluminados escasamente por la verde y dorada luz que la luna dejaba escapar a través de los huecos de las nubes. Una figura se movía allí… una figura ataviada con un flexible traje de ante, armada con un rifle de plateado cañón y culata de hermosa madera roja… La conocida figura no estaba sola; otra silueta más pequeña, de color nácar, en la que resbalaban los rayos lunares, estaba junto a ella. Sergio se desojó tratando de distinguir claramente los rasgos de esta segunda figura, pero no le fue posible… Parecía tener un metro o menos de estatura, porque el Vikingo estaba claramente inclinado hacia adelante; también una cabeza en forma de lágrima, con el extremo más agudo hacia arriba, dos brazos gráciles y flexibles, unidos a una ancha excrecencia sedosa, que ondulaba sobre la espalda del ser… Las extremidades inferiores no eran visibles, ocultas entre la maleza… Parecía como si las dos figuras hablasen, y en cierto momento, Sergio vio claramente como los labios del Vikingo se movían…

—¿Qué es eso? —dijo, en voz muy baja.

—Un elfo… son difíciles de ver; sólo hablan con los niños muy pequeños, o con los que son como el Vikingo… Son inofensivos… Es mejor que nos vayamos de aquí.

Había un grueso árbol, un coloso de un siglo de edad, al otro lado del claro. Leonor se apoyó en él, sonriendo con picardía.

—¿Por qué no? —dijo.

—¿Por qué no qué?

—¿Por qué no hacer lo que estás pensando? ¿Tienes miedo?

Sergio se apoyó en el tronco al lado de la muchacha, sintiendo el calor de su cuerpo, al par que la dura culata de la pistola que ella llevaba en la cintura. No contestó.

Ella, sin hablar, volvió a cogerle la mano, y se la llevó a los labios. Puso un pequeño y rápido beso en la palma, y después alzó el rostro hacia Sergio, con la boca entreabierta, como esperando.

—¿Lo haces porque he venido de arriba? —dijo él—. ¿No crees que eso puede hacerme daño?

Leonor soltó su mano, y le miró, con expresión sorprendida.

—No había pensado en eso… créeme.

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