Sintió otro contacto cerca del hombro, y luego un tercero.
De pronto los vio; eran muy pocos y parecían menudos copos de algodón provistos de temblorosos filamentos. Las moléculas proteínicas de los anticuerpos. Parecía como si estuvieran explorando su superficie, palpándola, «probándola», para decidir si era o no inofensiva. Eran pocos, pero salían otros de entre las columnas y se movían en dirección a ella. A la luz miniaturizada del
Proteus
, podía verlos ahora con toda claridad. Cada uno de los filamentos brillaba como un tembloroso rayo de sol.
—¡Vengan de prisa! —gritó—. Esto está lleno de anticuerpos.
Su memoria evocaba con demasiada claridad la imagen de los anticuerpos revistiendo la célula bacteriana, cubriéndola completamente y aplastándola a continuación al juntarse merced a las fuerzas intermoleculares. Un anticuerpo tocó su codo y quedó agarrado a él. Ella agitó el brazo con tanta repugnancia como temor, de modo que todo su cuerpo se torció y chocó con la columna. El anticuerpo no soltó presa. Otro se reunió con él, entrelazando sus filamentos y adaptándose entre sí perfectamente.
—Anticuerpos... —murmuró Grant.
Michaels dijo:
—Debe de haber dañado los tejidos próximos y provocado su aparición.
—¿Pueden hacerle algo?
—No inmediatamente. No están sensibilizados con respecto a ella. No hay anticuerpos adaptados a su forma. Sin embargo, alguno de ellos puede adaptarse a algún punto por mera casualidad y estimular la formación de otros igualmente adaptables. En tal caso, podrían acudir en masa.
Grant podía distinguirlos ya, girando alrededor de ella como un enjambre de pequeñas moscas.
—Michaels —dijo—, vuelva usted al submarino. Basta con que se exponga una persona. La sacaré de aquí de alguna manera. Si no lo consigo, ya cuidarán ustedes tres de llevar al barco lo que quede de nosotros. No podemos correr el riesgo de desminiaturizarnos aquí.
Michaels vaciló y luego dijo:
—Tenga cuidado.
Y, dando media vuelta, se dirigió al
Proteus
.
Grant siguió nadando en dirección a Cora. La turbulencia producida por su avance imprimió un rápido movimiento giratorio a los anticuerpos.
—Salgamos de aquí en seguida, Cora —jadeó.
—¡Oh, Grant! ¡De prisa!
Él empezó a tirar desesperadamente de las bombonas de oxígeno de Cora, que habían hendido una columna, quedándose pegados a ella. Gruesos filamentos de una materia viscosa brotaban de la hendidura, y tal vez eran ellos los que habían provocado la llegada de los anticuerpos.
—No se mueva, Cora. Deje que... ¡Ah! —El tobillo de Cora había quedado aprisionado entre dos fibras, y él las separó—. Ahora. Venga conmigo.
Ambos dieron una media voltereta y empezaron a alejarse. El cuerpo de Cora estaba lleno de pegadizos anticuerpos, pero el grueso de éstos quedó de momento atrás. Pero después. orientados por algo eme debía de ser equivalente al olfato a escala microscópica, empezaron a seguirlos; primero, unos pocos; después, muchos de ellos, y, por último, todo el creciente enjambre.
—No podremos llegar —jadeó Cora.
—Sí que podremos —dijo Grant—. No escatime la fuerza de sus músculos.
—Es que siguen pegándose. Tengo miedo. Grant.
Grant la miró por encima del hombro y se echó un poco atrás. Ella tenía la espalda medio cubierta de un mosaico de conos de algodón. Al menos en aquella parte de su cuerpo, habían sabido adaptarse a su superficie.
Él le frotó la espalda apresuradamente, pero los anticuerpos permanecieron agarrados a ella, aplanándose al contacto de su mano y recobrando después su forma primitiva. Unos cuantos empezaban ahora a probar y «catar» el cuerpo de Grant.
—¡Más de prisa, Cora!
—No puedo...
—Sí que puede. Agárrese a mí, ¿quiere?
Siguieron ascendiendo, pasaron sobre el borde del precipicio y avanzaron en dirección al
Proteus
, que les estaba esperando.
Duval ayudó a Michaels a pasar por la escotilla.
—¿Qué ha pasado ahí fuera?
Michaels se quitó el casco y jadeó:
—Miss Peterson quedó atrapada en las células de Hensen. Grant está tratando de liberarla, pero los anticuerpos bullen a su alrededor.
Duval abrió los ojos con espanto.
—¿Qué podemos hacer?
—No lo sé. Tal vez logre sacarla de allí. En otro caso, tendremos que seguir adelante.
—¡No podemos abandonarlos! —dijo Owens.
—¡Claro que no! —dijo Duval—. Tenemos que dirigirnos allí los tres y... —Se interrumpió y añadió después, con voz ronca—: ¿Por qué ha vuelto usted, Michaels? ¿Por qué no se ha quedado allí?
Michaels miró a Duval con hostilidad.
—Porque nada podía hacer —dijo—. Yo no tengo los músculos ni los reflejos de Grant. Les habría estorbado. Si quiere usted ayudarles, puede ir.
—Tenemos que traerlos, vivos o... o como sea —dijo Owens—. Empezarán a desminiaturizarse dentro de un cuarto de hora aproximadamente.
—Está bien —gritó Duval—. Pongámonos los trajes de inmersión y vayamos inmediatamente a su encuentro.
—Espere —dijo Owens—. Ahí vienen. Voy a preparar la escotilla.
Grant tenía la mano fuertemente asida a la rueda de la escotilla, mientras brillaba la luz roja encima de él. Pellizcó los anticuerpos pegados a la espalda de Cora, apresando las fibras lanudas de uno de ellos entre el índice y el pulgar y sintiendo cómo se encogía hasta convertirse en una especie de núcleo fibroso.
«Esto es una cadena peptónica», pensó.
Vagos recuerdos de sus días de instituto acudieron a su mente. En una ocasión, había logrado escribir la fórmula química de una porción de aquella cadena, y ahora tenía ante él el ser real. Si tuviese un microscopio, ¿podría ver los átomos individuales? No; Michaels había dicho que éstos se disolverían en la nada, hiciera lo que hiciera.
Tiró de la molécula anticuerpo. Ésta permaneció al principio fuertemente agarrada, pero al fin cedió. Las moléculas contiguas, firmemente sujetas a aquélla, se desprendieron también. Saltó todo un pegote, y Grant las arrojó, chapaleando para alejarlas. Permanecieron juntas y volvieron atrás, buscando el sitio donde se habían agarrado.
No tenían cerebro, ni siquiera en forma primitiva, y era estúpido imaginarlas como monstruos rapaces o al menos como ávidas moscas. No eran más que moléculas, con los átomos dispuestos de tal modo que las hacían agarrarse a las superficies adecuadas por el ciego impulso de las fuerzas interatómicas. Una frase surgió de lo más recóndito de la memoria de Grant: «Fuerzas de Van der Waals.» Nada más que esto.
Siguió tirando de los copos adheridos a la espalda de Cora. Ésta gritó:
—Ya vienen, Grant. Entremos en la nave.
Grant miró hacia atrás. Las moléculas avanzaban en dirección a él, percibiendo su presencia. Hileras y cadenas de ellas se elevaban sobre el borde del precipicio y bajaban hacia ellos como ciegas culebras.
—Tenemos que esperar... —dijo Grant. De pronto, brilló la luz verde—. ¡Por fin! ¡Adelante!
Desesperadamente, hizo girar la rueda.
Estaban rodeados de anticuerpos, los cuales atacaban sobre todo a Cora. Habían sido sensibilizados con respecto a ella y mostraban ahora menos vacilaciones. Se agarraban y se unían, cubriendo sus hombros y formando su lanoso mosaico sobre su abdomen. Vacilaron sobre la curva tridimensional y desigual de los senos, como si esto resultara algo nuevo para ellos.
Grant no tuvo tiempo de ayudar a Cora en sus vanos esfuerzos por librarse de los anticuerpos. Abrió la puerta de la escotilla, empujó a Cora al interior, con anticuerpos y todo, y se deslizó detrás de ella. Apenas si cabían los dos en el compartimiento.
Empujó vigorosamente la puerta, mientras los anticuerpos seguían introduciéndose por ella. La puerta se cerró sobre su masa elástica, pero las vellosidades de centenares de ellos impedían que acabase de cerrarse. Grant empujó con la espalda para contrarrestar su presión y logró hacer girar la rueda de cierre de la puerta. Una docena de menudos copos de lana, suaves y casi bonitos si se observaban separadamente, se retorcieron débilmente en la rendija entre la puerta y la pared. Pero muchos centenares de ellos, que no habían sido atrapados, llenaban el fluido a su alrededor. El aire comprimido empezó a expulsar el líquido, silbando en sus oídos; pero, en aquel momento, Grant sólo pensaba en arrancar los anticuerpos adheridos a Cora. Algunos se habían fijado a su propio pecho, pero esto no tenía importancia. En cambio, cubrían todo el estómago y la espalda de Cora. Habían formado una franja compacta alrededor de su cuerpo, desde el pecho a los muslos.
—Me están comprimiendo, Grant —dijo ella.
A través del cristal de su máscara, Grant pudo ver la angustia pintada en su rostro; y advirtió también que tenía que hacer un esfuerzo para hablar.
El líquido descendía rápidamente de nivel; pero no podían esperar. Grant golpeó la puerta interior.
—No... no... puedo res... —jadeó Cora.
Se abrió la puerta y el líquido que aún quedaba en la cámara se desparramó en el suelo de la nave. Duval estiró un brazo, agarró a Cora y tiró de ella. Grant la siguió.
—¡Dios santo! —exclamó Owens—. ¡Miren cómo vienen!
Con gesto de disgusto y repugnancia, empezó a tirar de los anticuerpos, como había hecho Grant.
Se desprendió una hilera, y otra, y otra.
—Ahora es fácil —dijo Grant, con una ligera sonrisa—. Basta con expulsarlos.
Todos pusieron manos a la obra. Los corpúsculos caían en la capa de fluido que se había extendido por el suelo de la embarcación y se agitaban débilmente.
—Su constitución sólo les permite actuar en el fluido del cuerpo —dijo Duval—. En cuanto se encuentran rodeados de aire, las atracciones moleculares cambian de naturaleza.
—Bueno; nos hemos librado de ellos, Cora...
Cora respiraba con profundos y entrecortados jadeos. Duval le quitó delicadamente el casco; pero ella se agarró al brazo de Grant y rompió a llorar súbitamente.
—¡Pasé tanto miedo...! —sollozó.
—Lo pasamos los dos —afirmó Grant—. ¿Cuándo dejará de pensar que es malo sentir miedo? El miedo tiene una finalidad, ¿no sabe? —Le acarició el cabello—. Hace fluir la adrenalina, de manera que uno puede nadar más de prisa y aguantar más tiempo. Un adecuado mecanismo del miedo es la condición básica del heroísmo.
Duval empujó a Grant con impaciencia.
—¿Está usted bien, Miss Peterson? Cora respiró profundamente y, haciendo un esfuerzo, pero con voz tranquila, dijo:
—Perfectamente, doctor.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Owens, que había vuelto a su cabina—. Se está agotando el tiempo.
CEREBRO
En el cuarto de control, los receptores de televisión parecieron volver a la vida.
—General Carter...
—Sí. ¿Qué pasa ahora?
—Se han puesto de nuevo en marcha, señor. Han salido del oído y se dirigen velozmente al coágulo.
—¡Ah! ¡Han sobrevivido! —Miró el cronómetro, que marcaba 12—. Doce minutos —dijo.
Miró vagamente a su alrededor, buscando su cigarro, y lo vio en el suelo, pisoteado. Lo
recogió, comprobó que estaba aplastado y lo tiró con disgusto
—Doce minutos. ¿Podrán llegar, Reid?
Reid se había derrumbado en su silla. Parecía angustiado.
—Pueden llegar. Incluso es posible que destruyan el coágulo. Pero...
—Pero, ¿qué?
—No sé si tendremos tiempo de sacarlos de allí. No podemos hacerlo mientras estén en el cerebro, ¿sabe? Si esto fuera posible, igual hubiéramos podido destruir el coágulo desde fuera. Esto significa que tienen que llegar al cerebro y seguir después hasta algún sitio del cual «puedan» ser extraídos. Si no lo hacen...
—Me han traído dos tazas de café y un cigarro —dijo Carter, enfurruñado—, y no he podido tomar un sorbo ni aspirar una bocanada...
—Están llegando a la base del cerebro —dijo el altavoz.
Michaels había vuelto a su mapa. Grant estaba detrás de él, contemplando el complejo dibujo.
—¿Está el coágulo ahí?
—Sí —dijo Michaels.
—Parece muy lejano. Sólo nos quedan doce minutos. |
—No está tan lejos como parece. Ahora podemos navegar sin obstáculos. Llegaremos a la base del cerebro en menos de un minuto, y, desde allí hasta el coágulo, será un momento...
De pronto, se hizo un gran resplandor alrededor de la nave. Grant levantó la cabeza, asombrado, y vio, en el exterior, una enorme pared de luz lechosa, cuyos límites permanecían invisibles.
—El tímpano del oído —dijo Michaels—. Al otro lado, se encuentra el mundo exterior.
Grant sintió de pronto una añoranza casi insoportable. Había estado a punto de olvidar
que existía un mundo exterior. Tenía la impresión de que había estado toda su vida navegando por un mundo de pesadilla, de tubos y de monstruos, como el Holandés
Errante del sistema circulatorio... Pero, no; allí estaba la luz del mundo exterior, filtrándose a través del tímpano.
Michaels se inclinó sobre el mapa y dijo:
—Usted me ordenó que volviera al barco cuando estábamos entre las células ciliares, ¿no es verdad, Grant?
—Así fue, Michaels. Quería que estuviera en la nave y no en aquellas células.
—Dígaselo a Duval. Su actitud...
—¿Por qué se preocupa? Su actitud es siempre desagradable, ¿no?
—Esta vez se mostró insultante. No pretendo ser un héroe...
—Prestaré testimonio a su favor.
—Gracias, Grant. Y... y no pierda de vista a Duval.
Grant se echó a reír.
—Descuide.
En el mismo instante se acercó Duval, como si advirtiera que estaban hablando de él, y dijo bruscamente:
—¿Dónde estamos, Michaels?
Michaels le miró con expresión dolida y respondió:
—Estamos a punto de entrar en la cavidad subaracnoides. Justo en la base del cerebro —añadió, dirigiéndose a Grant.
—Está bien. ¿Qué le parece si entrásemos más allá del nervio oculomotor?
—De acuerdo —dijo Michaels—. Si cree que es lo más conveniente para llegar al coágulo, entraremos por allí.
Grant se apartó de ellos e inclinó la cabeza para entrar en el cuarto almacén, donde Cora yacía en una litera.
Ésta hizo ademán de levantarse, pero él alzó una mano.
—No se levante. Quédese ahí.
Y se sentó en el suelo, al lado de ella, encogiendo las rodillas y rodeándolas con los brazos. Sonrió a la joven, y ella le dijo: