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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (16 page)

BOOK: Vive y deja morir
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Los ojos de ella le devolvieron la sonrisa. Soltó la mano de Bond cuando les llegó el desayuno.

—Sí —dijo la joven—. Tú métete en la cama a las nueve. Entonces yo me escabulliré por la puerta trasera y me iré de juerga con los Kids y los Kubs.

El desayuno era tan malo como Bond había augurado.

Después de pagar, salieron y fueron paseando hasta la sala de espera de la estación.

El sol había salido y su luz entraba a raudales en polvorientos haces al interior del desierto vestíbulo abovedado. Se sentaron juntos en un rincón, y hasta que llegó el
Silver Meteor
, Bond acribilló a la muchacha con preguntas acerca de Big y de todo cuanto recordara acerca de las operaciones del mismo.

De vez en cuando tomaba nota de una fecha o un nombre, pero había pocas cosas que ella pudiera añadir a lo que Bond ya sabía. Solitaire disponía de un apartamento para ella sola en el mismo bloque donde vivía el señor Big, y allí la habían mantenido virtualmente prisionera durante el último año. Tenía dos rudas mujeres negras como «acompañantes» y jamás se le permitía salir sin un guardián.

De vez en cuando, el señor Big hacía que fuese a la habitación donde había estado Bond. Allí se le ordenaba que adivinara si un hombre o mujer, casi siempre atados a la silla, mentía o decía la verdad. Ella variaba las respuestas según percibiera que se trataba de personas buenas o malas. Sabía que, con frecuencia, su veredicto era una sentencia de muerte, pero sentía indiferencia respecto a la suerte que corrieran aquellos a quienes juzgaba como malvados. Muy pocas de aquellas personas eran blancas.

Bond anotó las fechas y los datos de todas esas ocasiones.

Lo que contaba la joven se sumaba al cuadro de un hombre muy poderoso y activo, implacable y cruel, que dirigía una enorme red de operaciones.

Lo único que Solitaire sabía acerca de las monedas de oro era que en varias ocasiones había tenido que interrogar a diversos hombres acerca de cuántas habían vendido y qué precio habían cobrado. Con mucha frecuencia, dijo, mentían con respecto a ambas cosas.

Bond se guardó bien de contarle lo que él sabía o suponía al respecto. Su creciente afecto por Solitaire y el deseo que sentía por su cuerpo se encontraban encerrados en un compartimiento de su mente que no tenía puerta de comunicación con su vida profesional.

El
Silver Meteor
llegó sin retraso, y fue un alivio para ambos ponerse de nuevo en marcha y dejar atrás el triste mundo de la enorme estación de enlace.

El tren continuó a toda velocidad hacia el sur de Florida, a través de bosques y pantanos desolados y hechizados por el musgo negro, y a través de kilómetros y más kilómetros de plantaciones de cítricos.

A todo lo largo del centro del estado, el musgo negro confería al paisaje un toque muerto, espectral. Incluso los pequeños pueblos por donde pasaban tenían un aspecto gris de esqueleto, con sus casas de madera reseca bajo el sol. Sólo las plantaciones de cítricos cargadas de fruta parecían frescas y vivas. Todo lo demás daba la impresión de haberse desecado y quemado a causa del calor.

Mientras miraba por la ventanilla los sombríos bosques silenciosos y marchitos, Bond pensó que allí no podía vivir otra cosa que no fueran murciélagos, escorpiones, sapos cornudos y arañas viuda negra.

Almorzaron, y al cabo de poco el tren se encontró corriendo a lo largo del golfo de México, a través de manglares y bosquecilios de palmeras, e interminables moteles y aparcamientos de caravanas. Bond percibió el ambiente de la otra Florida, la Florida de los anuncios publicitarios, la tierra de «Miss Flor de Azahar 1954».

Bajaron del tren en Clearwater, la última estación antes de St. Petersburg. Bond decidió tomar un taxi y le dio la dirección de Treasure Island, de la cual los separaba un recorrido de media hora. Eran las dos de la tarde y el sol caía a plomo desde un cielo por completo despejado. Solitaire insistió en quitarse el sombrero y el velo.

—Se me pega al rostro —protestó—. Apenas un alma me ha visto jamás por aquí.

Un negro corpulento picado de viruelas se encontraba detenido con su taxi en el mismo momento en que ellos tuvieron que parar en el cruce de Park Street y Central Avenue, donde la avenida atraviesa el largo viaducto de Treasure Island por encima de las aguas poco profundas hasta la bahía de Boca Ciega
[23]
.

Cuando el negro vio el perfil de Solitaire se quedó boquiabierto. Aparcó el taxi junto al bordillo y se lanzó al interior de un
drugstore
. Marcó un número de St. Petersburg.

—Habla Poxy —dijo con tono apremiante cuando le contestaron—. Pásame con el
Robber-
, y date prisa. ¿Eres tú,
Robberl
Escucha, el señor Big tiene que estar en la ciudad… ¿Qué quieres decir con que acabas de hablar con él en Nueva York? Yo acabo de ver a su chica en un taxi de Clearwater, uno de la Stassen Company, en dirección al viaducto… Claro que estoy seguro. Te lo juro. No podría equivocarme con esa preciosidad. Iba con un hombre de traje azul y sombrero gris. Me ha parecido verle una cicatriz en la cara… ¿Qué quieres decir que si los seguí? No podía creer que me hubieras asegurado que el señor Big no estaba en la ciudad cuando sí estaba. Pensé que era mejor comprobarlo y asegurarme. Vale… Vale… Pillaré a ese taxi cuando regrese por el viaducto, o en Clearwater. Vale… Muy bien. Tú tranquilo. No he hecho nada malo.

El hombre al que llamaban el
Robber
hablaba con Nueva York al cabo de cinco minutos. Aunque le había llegado la advertencia respecto a Bond, no entendía dónde encajaba Solitaire en aquel asunto. Cuando acabó de hablar con el señor Big, continuaba sin saberlo, pero las instrucciones que había recibido eran muy precisas.

Colgó el auricular y permaneció sentado durante un rato, tamborileando con los dedos sobre el escritorio. Diez de los grandes por el trabajo. Necesitaba dos hombres. Eso significaba que se quedaría con ocho de los grandes. Se lamió los labios y llamó a la sala de billar que había en un bar del centro de Tampa.

Bond pagó y despidió al taxista cuando llegaron a las Cabañas Everglades, un grupo de primorosos chalés de madera blancos y amarillos situados en tres de los flancos de un cuadrado cubierto de grama que bajaba por una extensión de cincuenta metros hasta una playa blanca, más allá de la cual se encontraba el mar. Desde allí se extendía todo el golfo de México, liso como un espejo, hasta que la calina del horizonte se unía con un cielo sin nubes.

Después de Londres, después de Nueva York, después de Jacksonville, la transición resultaba brillante.

Bond, con Solitaire recatadamente tras él, atravesó la puerta que tenía un letrero donde se leía «Oficina». Cuando hizo sonar el timbre de «Directora: señora Stuyvesant», apareció una mujer diminuta y marchita, con el cabello ligeramente teñido de azul, que le sonrió con sus labios estrechos. -¿Sí?

—¿El señor Leiter?

—Ah, sí, señor Bryce. Cabaña número uno, justo en la píaya. El señor Leiter ha estado esperándolo desde la hora del almuerzo. ¿Y…? —Volvió sus quevedos hacia Solitaire.

—La señora Bryce —respondió Bond.

—Ah, sí —dijo la señora Stuyvesant, deseosa de no creerle—. Bueno, si tiene la amabilidad de firmar el registro, estoy segura de que usted y la señora Bryce desearán refrescarse después del viaje. La dirección completa, por favor. Gracias.

Los condujo al exterior y abrió la marcha por un sendero de cemento hasta el último chalé de la izquierda. Llamó a la puerta con unos golpes y Leiter les abrió. Bond había estado deseando una calurosa bienvenida, pero Leiter pareció asombrado al verlo. Se quedó boquiabierto. Su cabello color paja, todavía ligeramente negro en las raíces, parecía un almiar.

—Aún no conoces a mi esposa, según creo —comentó Bond.

—No, no, quiero decir, sí. ¿Cómo está?

La totalidad de la situación lo desbordaba. Olvidándose de Solitaire, casi arrastró a Bond al interior del chalé. En el último momento se acordó de la joven, la cogió con la otra mano y también la hizo entrar al tiempo que cerraba la puerta con el talón.

—Espero que tengan una feliz… —dijo la señora Stuyvesant, cuya frase quedó guillotinada por el portazo.

Una vez dentro, Leiter continuaba sin asumir la presencia de su amigo. Permanecía de pie, mirando de uno a otro con la boca abierta.

Bond dejó su maleta en el suelo del pequeño recibidor. Había dos puertas. Empujó la que tenía a la derecha y la mantuvo abierta para que entrara Solitaire. Se trataba de un salón pequeño que abarcaba todo el ancho del chalé y cuya pared opuesta daba a la playa. Estaba agradablemente amueblado con sillas playeras de bambú forradas de espuma de goma cubierta por una trama de hibisco de Cuba roja y verde. El suelo estaba cubierto por esteras de hojas de palma. Las paredes tenían la tonalidad azul de los huevos de pato, y en el centro de cada una colgaba una lámina de flores tropicales en color con marco de bambú. Había una mesa grande en forma de tambor hecha de bambú con la superficie de cristal. Sobre ella descansaban un cuenco con flores y un teléfono blanco. Las grandes ventanas de la estancia miraban al mar, y a la derecha de ellas se abría una puerta que conducía a la playa. Unas persianas de plástico estaban bajadas hasta la mitad para amortiguar el feroz resplandor del sol sobre la arena.

Bond y Solitaire se sentaron. El primero encendió un cigarrillo y arrojó el paquete y el encendedor sobre la mesa.

De pronto, el teléfono sonó. Leiter salió de su trance, avanzó desde la puerta y cogió el auricular.

—Al habla —dijo—. Que se ponga el teniente. ¿Es usted, teniente? Está aquí. Acaba de entrar. No, de una sola pieza. —Escuchó durante un momento y se volvió a mirar a Bond.— ¿Dónde os bajasteis del
Phantoml
—preguntó. Bond se lo dijo—. En Jacksonville —informó Leiter por teléfono—. Sí, diría que sí… Claro. Ya le pediré más detalles y volveré a llamarlo. ¿Informará a los de Homicidios para que dejen de buscar? Se lo agradecería mucho. Y a Nueva York. Se lo agradezco, teniente… Orlando 9000. Vale. Y gracias otra vez. Adiós.

Colgó el auricular, se enjugó el sudor de la frente y se sentó delante de su amigo.

De pronto miró a Solitaire y le dedicó una sonrisa de disculpas.

—Supongo que usted es Solitaire —dijo—. Perdóneme por la brusca recepción. Ha sido un día bastante duro. Por segunda vez en veinticuatro horas había perdido la esperanza de ver vivo a este tipo. —Se volvió a mirar a Bond.— ¿Puedo continuar hablando?

—Sí —respondió Bond—. Solitaire está de nuestro lado.

—Eso es un alivio —declaró Leiter—. Seguro que no habéis leído los periódicos ni oído la radio, así que primero os contaré la historia a grandes rasgos. El
Phantom
fue detenido poco después de Jacksonville, entre Waldo y Ocala. Vuestro compartimiento fue ametrallado y volado con una bomba. Saltó en pedacitos. La explosión mató al camarero del coche cama, que en ese momento se encontraba en el corredor. No hubo ninguna otra baja. Se ha liado un escándalo de mil demonios. ¿Quién lo hizo? ¿Quiénes son el señor y la señora Bryce? ¿Dónde se encuentran? Por supuesto, estábamos seguros de que os habían secuestrado. La investigación la lleva la policía de Orlando. Siguieron la pista de las reservas hasta Nueva York. Descubrieron que las había hecho el FBI. Todos se me han echado encima como una pila de ladrillos. Y luego entras tú con una bonita muchacha del brazo, feliz como unas pascuas.

Leiter estalló en carcajadas.

—¡Chico! Deberías haber oído a los de Washington hace un rato. Cualquiera habría pensado que era yo quien había puesto la bomba en el maldito tren.

Cogió uno de los cigarrillos de Bond y lo encendió.

—Bueno —resumió—, ésa es la sinopsis. Te pasaré el guión de rodaje cuando haya oído tu historia. Escupe.

Bond describió con todo detalle lo sucedido desde que había hablado con Leiter desde el St. Regis. Cuando llegó a la noche pasada en el tren, sacó la hoja de papel de la billetera y la empujó al otro lado de la mesa.

Leiter silbó.

—Vudú —dijo—. Supongo que esto estaba destinado a que lo encontraran sobre tu cadáver. Un asesinato ritual cometido por los amigos de los hombres que te cargaste en Harlem. Era lo que debía parecer. Apartaría de inmediato las pesquisas policiales del señor Big. Desde luego, hay que reconocer que tienen en cuenta todos los detalles. Iremos tras la pista de ese asesino que metieron en el tren. Es probable que fuera uno de los ayudantes del coche restaurante. Ese debe de ser el hombre que les indicó cuál era vuestro compartimiento. Pero acaba. Luego te contaré cómo lo hizo.

—Déjeme ver eso —dijo Solitaire, al tiempo que tendía una mano para coger la hoja de papel—. Sí —comentó en voz baja—. Es un
ouanga
, un fetiche vudú. Se trata de la invocación de la bruja del tambor. La tribu de los ashanti, de África, lo usa cuando quiere matar a alguien. En Haití emplean algo parecido. —Se la devolvió a Bond.— Fue una suerte que no me hablaras de esto —declaró con toda seriedad—. Aún estaría con un ataque de histeria.

—A mí tampoco me gustó nada —le aseguró Bond—. Tuve la sensación de que era una mala noticia. Fue una suerte que nos bajáramos en Jacksonville. Pobre Baldwin. Le debemos muchísimo.

Acabó de narrar el resto del viaje.

—¿Alguien os vio cuando bajasteis del tren? —quiso saber Leiter.

—Yo diría que no —respondió Bond—. Pero será mejor que mantengamos a Solitaire fuera de circulación hasta que podamos sacarla de aquí. Pienso que deberíamos enviarla por avión a Jamaica, mañana mismo. Haremos que cuiden allí de ella hasta que lleguemos nosotros.

—Claro —asintió Leiter—. La embarcaremos en un vuelo chárter en el aeropuerto de Tampa. Llegará a Miami mañana a la hora del almuerzo, y allí podrá coger uno de los vuelos de la tarde, de la KLM o la Panam. Estará en Jamaica mañana a la hora de cenar. Es demasiado tarde para hacer algo hoy.

—¿Te parece bien, Solitaire? —preguntó Bond.

La joven estaba mirando fijamente por la ventana. Sus ojos tenían una expresión remota que Bond ya había visto antes.

De pronto, ella se estremeció.

Sus ojos se volvieron hacia el británico. Tendió una mano y le tocó la manga de la americana.

—Sí —respondió. Luego vaciló—. Sí, supongo que sí.

Capítulo 13
Muerte de un pelícano

Solitaire se puso de pie.

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