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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (20 page)

BOOK: Vive y deja morir
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La parte superior del malecón bajo tenía algo menos de un metro de ancho. Estaba en sombras a lo largo de los cien metros o más que separaban a Bond de la silueta del almacén de la Ourobouros.

Subió a él y avanzó con silenciossa cautela entre los edificios y el mar. A medida que se acercaba, un constante zumbido agudo se hacía más audible, y para cuando saltó sobre el amplio aparcamiento de cemento que se extendía detrás del almacén, se había transformado en un alarido amortiguado. Bond suponía algo por el estilo. El sonido procedía de las bombas de aire y del sistema de calefacción que eran necesarios para mantener sanos a los peces durante las frías horas de la noche. También había confiado en que la mayor parte del tejado sería sin duda transparente para que la luz del sol entrara durante el día. Además, habría buena ventilación.

No se vio defraudado. La totalidad de la pared sur, desde una altura situada justo por encima de su cabeza, era una lámina de cristal; y a través de la misma vio la luz de la luna que entraba a través de dos mil metros cuadrados de techo de cristal. Muy arriba, por completo fuera de su alcance, había unas ventanas anchas abiertas al aire de la noche. Tal y como él y Leiter supusieron, había una puerta pequeña en la parte inferior, pero estaba cerrada con llave y cerrojo, y unos cables revestidos de píomo que había cerca de los goznes sugerían la existencia de algún tipo de alarma antirrobo.

Bond no estaba interesado en la puerta. Siguiendo una corazonada, iba equipado para entrar a través de cristales. Buscó por alrededor algo para subirse y que le permitiera situarse un medio metro más arriba. En un lugar donde la basura y la chatarra constituyen una parte tan habitual del paisaje, pronto encontró lo que necesitaba: un neumático para camión de gran tonelaje. Lo hizo rodar hasta la pared del almacén, lejos de la puerta, y se quitó los zapatos.

Colocó ladrillos contra el borde inferior del neumático para mantenerlo quieto y se subió encima. El regular sonido de las bombas de aire le proporcionaba protección contra cualquier ruido que hiciera. De inmediato se puso a trabajar con un pequeño diamante para cortar cristales que había comprado, junto con un buen trozo de masilla, cuando se encaminaba a cenar. En cuanto hubo cortado los dos lados verticales de uno de los cristales de un metro cuadrado, pegó la masilla en el centro del mismo, le dio forma de pomo prominente y, a continuación, se dispuso a cortar los lados horizontales.

Mientras trabajaba, de vez en cuando observaba el espectáculo que ofrecía el almacén bañado por el claro de luna. Los interminables acuarios descansaban sobre caballetes de madera alineados, con estrechos pasillos entre ellos. En el centro del edificio había un corredor amplio. Debajo de los caballetes podía ver largos estanques y bandejas encajados en el suelo. Justo debajo de él, anchos estantes cubiertos por montones de conchas marinas sobresalían de la pared. Casi todos los acuarios estaban a oscuras, pero en algunos se veía una fina línea de luz eléctrica que relumbraba de manera espectral y centelleaba sobre pequeños surtidores de burbujas que se elevaban entre algas y arena. Encima de cada acuario, suspendida del techo, había una pasarela de metal ligero, y Bond supuso que cualquier acuario en concreto podía ser alzado y llevado hasta la salida para embarcarlo, o para retirar un pez enfermo con el fin de ponerlo en cuarentena. Aquélla era una ventana abierta a un mundo misterioso, tan misterioso como su comercio. Resultaba extraño pensar en todos los gusanos, anguilas y peces que se movían silenciosos en la noche, en los millares de agallas que palpitaban y en la multitud de antenas que se agitaban, señalaban y transmitían sus diminutas señales de radar a los soñolientos centros nerviosos.

Tras un cuarto de hora de trabajo meticuloso, se oyó un ligero chasquido y el cristal se desprendió, pegado al pomo de masilla que sujetaba con una mano.

Bajó y colocó con cuidado el cristal en el suelo, lejos del neumático. A continuación se metió los zapatos dentro de la camisa. Con sólo una mano en condiciones, constituían un arma de vital importancia. Se detuvo a escuchar. Sólo oyó el constante sonido de las bombas. Alzó los ojos para ver si por casualidad alguna nube estaba a punto de ocultar la luna, pero sólo vio un cielo limpio y el dosel de ardientes estrellas. Subió otra vez al neumático, y sólo con el impulso, la mitad de su cuerpo pasó al otro lado de la amplia abertura que había hecho.

Giró sobre sí y se aferró al marco metálico que tenía por encima de la cabeza tras lo cual, aguantando todo su peso con los brazos, plegó las piernas y las introdujo por la ventana, dejándolas colgar de modo que quedaron a pocos centímetros del estante cargado de conchas. Bajó el cuerpo hasta que rozó las conchas con los pies enfundados en los calcetines; entonces las apartó con suavidad hasta dejar una parte de la madera al descubierto. Luego hizo que todo su peso se apoyara con suavidad sobre el estante. Este resistió, y al cabo de un momento Bond se encontraba de pie en el suelo, con todos los sentidos alerta para detectar cualquier sonido que ahogara el ruido de la maquinaria.

Pero no oyó nada. Se sacó los zapatos de puntera de acero de dentro de la camisa y los dejó sobre el estante; luego avanzó por el suelo de cemento con una linterna bolígrafo encendida en una mano.

Se encontraba en la zona de peces de acuario y, mientras leía las etiquetas, captaba destellos de luz coloreada dentro de los profundos tanques, y, de vez en cuando, una joya viviente se materializaba durante un breve instante y lo contemplaba con ojos saltones antes de que él continuara su camino.

Los había de todas las especies: xifos, gupis, platijas, tetras, neones, cíclidos, peces laberinto y peces paraíso, además de todas las variedades de peces de colores de agua fría. Debajo, hundidas en el suelo y casi todas cubiertas con tela metálica, había bandejas y más bandejas pululantes y palpitantes de gusanos y cebo vivo: gusanos blancos, gusanos diminutos, dafnias, gambas muy pequeñas y gruesos gusanos viscosos. Desde aquellos tanques del suelo, bosques de ojos minúsculos se alzaban hacia su linterna.

En el aire flotaba un fétido olor a manglar, y la temperatura rondaba los veintiséis grados centígrados. Al cabo de poco rato, Bond comenzó a sudar, anhelando el aire limpio de la noche.

Había llegado al pasillo central antes de encontrar los peces venenosos que constituían uno de sus objetivos. Cuando había leído acerca de ellos en los expedientes de la central de Policía de Nueva York, tomó nota mental de que le gustaría averiguar más cosas acerca de esa peculiar vertiente del negocio de la Compañía Ourobouros.

En aquel lugar, los acuarios eran más pequeños y por lo general había un solo espécimen en cada uno. Los perezosos ojos que miraban a Bond desde dentro de los mismos eran fríos y hundidos, y al brillar el haz de su linterna, algunos le enseñaban afilados dientes y otros alzaban una aleta dorsal provista de púas.

Cada acuario lucía una ominosa calavera con dos tibias cruzadas dibujada con tiza, y había grandes etiquetas en que se leía: MUY PELIGROSO y NO ACERCARSE.

Debía de haber al menos un centenar de acuarios de diversos tamaños, desde los más grandes, que albergaban torpedos y el siniestro pez guitarra, hasta los más pequeños para el
Amia calva
del Pacífico, y el monstruoso pez escorpión de las Antillas, cuyas púas estaban provistas de sacos de un veneno tan poderoso como el de las serpientes de cascabel.

Los ojos de Bond se entrecerraron cuando advirtió que, en todos los acuarios peligrosos, el fango o la arena del fondo ocupaba casi la mitad del espacio.

Escogió un acuario donde había un pez escorpión de quince centímetros de largo. Tenía algunos conocimientos sobre los hábitos de esa especie mortal, y en particular sabía que no envenenan cuando atacan, sino sólo por contacto.

El borde del acuario le llegaba a la cintura. Sacó una resistente navaja que había comprado y abrió la hoja más larga. Luego se inclinó sobre el acuario y, una vez se hubo arremangado, apuntó la navaja hacia el centro de la cabeza llena de bultos, entre las hundidas fosas de los ojos. Cuando su mano rompió la superficie del agua, las púas del blanco pez antediluviano se irguieron amenazadoras y sus manchadas listas se tornaron de un color marrón fangoso uniforme. Sus aletas pectorales, anchas como alas, se alzaron ligeramente, preparadas para la lucha.

Bond le asestó un navajazo rápido, corrigiendo la trayectoría para compensar la refracción de la luz desde la superficie. Clavó la abultada cabeza contra el fondo mientas la cola se agitaba enloquecida, y con lentitud arrastró el pez hacia sí y lo deslizó al exterior por el cristal lateral del acuario. Se apartó a un lado y lo arrojó al suelo, donde continuó dando coletazos y saltando a pesar de tener el cráneo destrozado.

Luego se inclinó de nuevo sobre el acuario y hundió la mano en el centro de fango y arena, hasta el fondo.

Sí, allí estaban. La corazonada que había tenido con respecto a los peces venenosos era correcta. Sus dedos rozaron las apretadas hileras de monedas debajo de la capa de fango, como fichas de juego en el interior de una caja. Estaban colocadas dentro de una bandeja plana. Podía palpar las divisiones de madera. Sacó una moneda y la enjuagó, al igual que su mano, en el agua más limpia de la superficie. La alumbró con la linterna. Era tan grande como una moneda de cinco chelines y casi igual de gruesa, pero estaba hecha de oro. Lucía el escudo de armas de España y la cabeza de Felipe II.

Miró el acuario, calculando sus medidas. Debía de haber unas mil monedas en aquel acuario, que ningún oficial de aduanas pensaría siquiera en tocar. Un tesoro por valor de entre diez y veinte mil dólares guardado por un Cancerbero
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de colmillos envenenados. Debía de pertenecer al cargamento que el
Secatur
había llevado allí en su último viaje, una semana antes. Cien acuarios. Unos ciento cincuenta mil dólares en oro por viaje. Dentro de poco, los camiones pasarían a recoger los acuarios y, en alguna parte, unos hombres con tenazas revestidas de goma extraerían los mortales peces para arrojarlos de vuelta al mar o quemarlos. Sacarían el agua y el fango, lavarían las monedas y las meterían en bolsitas, las cuales irían a parar a manos de los agentes. Estos introducirían las monedas poco a poco en el mercado y rendirían cuenta estricta ante la maquinaria de Big de cada una de ellas.

Era una trama ideada de acuerdo con la filosofía del señor Big: efectiva, técnicamente brillante y a prueba de casi todo.

Bond sentía una profunda admiración mientras se inclinaba hasta el suelo y ensartaba al pez escorpión en un flanco. Lo metió otra vez en el acuario. No tenía ningún sentido que notificara sus conocimientos al enemigo.

En el momento en que se apartaba del acuario, todas las luces del almacén se encendieron.

—No te muevas ni un milímetro. Arriba las manos —le ordenó una voz con cortante tono autoritario.

Mientras se lanzaba al suelo y rodaba por debajo de los acuarios, vislumbró la alta y flaca silueta del
Robber
, que se encontraba contra la entrada principal, con un ojo guiñado y el otro fijo en la mira de su rifle. Al lanzarse, Bond rezó para que el
Robber
errase el tiro, pero también para que el tanque del suelo que iba a recibirlo sobre sí fuese uno de los que estaban tapados. Lo era. Una tela metálica lo cubría. Algo chasqueó los dientes hacia él cuando cayó sobre la tela y rodó hasta el siguiente pasillo. En cuanto hubo desaparecido, el rifle restalló, el acuario del pez escorpión que tenía encima se hizo añicos y el agua se derramó al exterior.

Bond retrocedió a toda velocidad entre los tanques hacia su única vía de retirada. Justo cuando giraba en un recodo, oyó un disparo y un acuario de peje ángel estalló como una bomba junto a su oído.

Ahora se encontraba en el extremo trasero del almacén, con el
Robber
al otro, separado de él por cincuenta metros. No tenía posibilidad alguna de saltar hacia la ventana, situada al otro lado del pasillo central. Se detuvo un momento para recobrar el aliento y pensar. Sabía que las hileras de acuarios sólo lo protegerían hasta las rodillas, y que entre dichas hileras quedaría a plena vista a través de los estrechos corredores. En cualquier caso, no podía quedarse quieto. Este hecho se lo recordó una bala que le pasó silbando entre las piernas para estrellarse en una pila de conchas, haciendo volar las duras astillas de las mismas, que zumbaron en torno a su cabeza como avispas. Giró a la derecha, y otra bala salió disparada hacia sus piernas, rebotó en el suelo y acabó en un gran depósito de almejas, que se partió por la mitad y desparramó un centenar de ellas por el suelo. Bond retrocedió corriendo a grandes zancadas rápidas. Había desenfundado la Beretta y efectuó dos disparos mientras cruzaba el pasillo central. Vio al
Robber
saltar para ponerse a cubierto, al tiempo que estallaba el acuario que tenía por encima de la cabeza.

Bond sonrió cuando oyó el grito, ahogado por el estrépito de cristales rotos y agua.

De inmediato echó una rodilla en tierra y efectuó dos disparos apuntando a las piernas del
Robber
, pero una distancia de cincuenta metros era excesiva para su pistola de pequeño calibre. Se oyó el estrépito de otro acuario al romperse, pero la segunda bala repiqueteó contra las puertas de hierro de la entrada.

El
Robber
siguió disparando y Bond pudo esquivarlo moviéndose de un lado a otro entre los cajones, mientras esperaba que una bala le acertara en una rótula. De vez en cuando efectuaba un disparo para obligar al
Robber
a mantenerse a distancia, pero sabía que tenía perdida la batalla. El otro hombre parecía contar con un número interminable de municiones. A Bond sólo le quedaban dos balas dentro del arma y un cargador nuevo en el bolsillo.

Mientras iba de un lado a otro, resbalando con aquellos peces raros que daban coletazos contra el cemento, incluso se detenía para coger pesadas conchas de estrombos gigantes
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y se las arrojaba a su enemigo. A menudo rebotaban contra la parte superior de algún acuario del extremo del almacén donde se encontraba el
Robber
, sumándose al espantoso estrépito reinante entre las paredes de hierro, y resultaban bastante ineficaces. Pensó en disparar contra las luces para apagarlas, pero había al menos veinte, repartidas en dos hileras.

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