Los iluminados

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: Los iluminados
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Esta novela de fascinante universalidad —ambientada principalmente en Estados Unidos y Argentina— se extiende desde los años 50 hasta hoy y se inspira en hechos reales.

Marcos Aguinis
recrea en forma impecable, con oficio y talento, los escenarios donde se desarrolla la historia. Entre sus protagonistas se destacan individuos que creen en la supremacía de los blancos junto a herederos de sistemas absolutistas, torturadores, miembros de fanáticas sectas religiosas y otras figuras que perturban los días y las noches de nuestro tiempo. Asimismo desfilan mujeres ligadas al destino de estos hombres, cuyos caracteres responden a la rebeldía fuerte, la mansa sumisión o la entrega apasionada.

Contrapuestos a la vasta sombra del mal sobresalen seres entrañables y puros, impulsados por el amor y la búsqueda de la verdad; tejen un idilio desesperado y conmovedor, mientras intentan descifrar las ligaduras del pasado con un presente lleno de aberraciones.

Los personajes provienen de mundos distintos, pero las circunstancias los llevan a coincidir y los arrastran por la vorágine de un argumento sólido, entramado con electrizante estilo.

Los iluminados
es una obra de ficción inteligentemente concebida, respaldada por una prolija investigación. Se entretejen fanatismo, obsesiones, corrupción, narcotráfico, valores y sacrificio. Codicia y nobleza animan esta aventura literaria en un juego que desnuda la inquietante energía del poder a cualquier precio
.

Marcos Aguinis

Los iluminados

ePUB v1.0

GONZALEZ
15.10.11

Copyright © Marcos Aguinis, 1999.

Copyright © Editorial Atlántida, 2000.

Primera edición publicada por

EDITORIAL ATLÁNTIDA S.A.

Azopardo 579. Buenos Aires. Argentina

I.S.B.N. 950-08-2313-6

El que puede decir cómo arde

sólo sufre un fuego pequeño.

Francesco Petrarca
, siglo XIV

El siglo XX será feliz. No habrá que temer, como hoy, una conquista, una invasión, una usurpación, una rivalidad de naciones a mano armada, una interrupción de la civilización por un casamiento de reyes; no habrá que temer un reparto de pueblos acordado en congresos, un desmembramiento por quiebre de dinastía, un combate de dos religiones al encontrarse frente a frente, no habrá ya que temer el hambre, la explotación, la prostitución por miseria, la miseria por falta de trabajo, el cadalso, la cuchilla, las batallas y todos estos latrocinios... Casi pudiera decirse que no habrá ya acontecimientos. Reinará la dicha.

Víctor Hugo

Los miserables,
1862

PRÓLOGO

No imaginaba que me involucraría hasta el tuétano. Es claro que jugó un papel decisivo la aparición de Mónica. Si apelase al lugar común, diría que irrumpió en el lugar y el momento exactos, como si lo hubiese planificado un duende travieso.

Cuando la vi por primera vez entre los estudiantes de la clase a mi cargo —en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Buenos Aires—, la electricidad de su mirada turbó mi mente. Eran ojos de un verde nuevo, primaveral. Atribulado, procuré concentrarme en otros ojos menos cautivantes —los negros, los pocos azules y grises—, pero Mónica ya me había absorbido. La miré otra vez, como un animal derrotado a su cazador, casi implorándole. Interrumpí mis palabras y me brotaron en la frente unas gotitas. Ella, sin embargo, me contemplaba tranquila porque el poder de su mirada era natural y ni se le habría ocurrido que en ese preciso instante torcía el rumbo de mi vida. Su personalidad avasalladora iba a llevarme del rencor al amor, me haría saltar del pantano a las nubes. Pero también me haría atravesar un desfiladero tan agitado como el de las Termópilas.

Por esa época yo me dedicaba a reunir materiales para una investigación de aliento que, indirectamente, me acercara a los asesinos que destruyeron mi familia cuando yo tenía siete años de edad. Mi olfato insistía en que las bestias continuaban merodeando los miasmas de los grandes delitos allí cerca y, con un poco de suerte, los podría atrapar. Era un sueño insistente, pero en el que no creía demasiado. Algo así como un impulso de borroso perfil.

Lo cierto era que en mi alma había prendido el fuego por averiguar. Mi etapa de los
porqués
no sólo ensordeció a mi fatigado entorno, sino que desbordó la adolescencia y la juventud. Quería saber por qué les tocó a mis padres y no a otros, por qué yo quedé huérfano y no mi vecino. Quería saber con un ansia que a un extraño le parecería grotesca. Las respuestas me sonaban —y eran— incompletas, provisorias; navegaban entre la metafísica y la maldición. Para mí el saber ciertas cosas se volvió sagrado, una razón cardinal de la existencia. Durante esa clase, en que los ojos de Mónica se habían apoderado de mi cerebro y mi corazón, no sospechaba que empezaba el tramo final. Que me estaba acercando a la solución de varios enigmas.

No me resignaba a que el crimen cometido contra mi familia y contra las familias de tanta gente quedase impune. No era posible que por la falta de una brújula universal el tiempo cubriera de otoño a los canallas que siguen regando dolor como si empuñasen mangueras. No se trataba de un resentimiento enfermizo, como alguien podría asegurar con ligereza, sino sed de justicia. Los delincuentes de hace poco o sus discípulos de ahora nos empujan con risas en el comienzo del nuevo milenio, como si el planeta fuese un carnaval de perversiones. Están imponiendo la convicción de que todo es banal, especialmente el derecho y la vida. Son iluminados que prometen el paraíso e instalan el infierno.

Entre ellos abundan los canallas y los estúpidos, así como los fanáticos e irresponsables. Pero forman legión y a veces marcan el rumbo. Eso es lo terrible. Columnas interminables los siguen como una patética armada de Brancaleone. Usan las herrumbradas bisuterías de nuestras tatarabuelas sin sonrojo ni temblor. Apelan a la religión, el nacionalismo, las etnias, el idioma, incluso las anémicas ideologías. Cualquier recurso sirve; los anacrónicos, más. Mientras tanto, hablan del amor —a Dios, a su pueblo, a su cultura, a su país, a sus tradiciones—, pero segregan odio. Litros de odio.

“¿Y yo quiero detenerlos?”, —pregunté.

Entonces me dije: “Damián, ojo, que ya te contagiaron”.

Froté mis mejillas para cerciorarme de que estaba despierto. Miré la luz de mi lámpara y pensé: “Ellos no son fáciles. Se consideran infalibles. Debo preservarme del egocéntrico mal que los domina, para no terminar haciendo una contribución al desastre. Nadie me ha encargado salvar el mundo y tampoco meter tras las rejas a los locos que lo amenazan. Pero puedo identificar a ciertos individuos. Es mi tarea, casi mi obligación”.

Se ocultan tras máscaras en las que ellos mismos creen o terminan por creer. Aprovechan la endeblez emocional y predican rumbos de los cuales son los primeros en enamorarse. Pisan cabezas. Suelen parecer benefactores. En muchos casos lucen razonables y flexibles.

Y están por doquier. Engañan, trafican, medran, compran conciencias. Forman redes de lealtad precaria, pero útiles a sus objetivos (de ahí que una pista lleve a otra). Y son también humanos, muy humanos. Por eso desorientan.

Cuando menos lo esperé —gracias a Mónica—, ante mí se desplegaron en toda su magnificencia unas personalidades que me dejaron sin aliento. Entre ellos formaban una insólita conexión. Combinaban delirio y codicia. Llegué a su vera cuando estaban por culminar sus planes con una destrucción que llamarían victoria.

Ahora conozco los detalles y anhelo compartirlos. El nuevo milenio debería tenerlos mejor identificados.

EL
MILAGROSO
ASCENSO
DE
BILL

PUEBLO, COLORADO, ESTADOS UNIDOS, 1950

El más estremecedor recuerdo de infancia que Evelyn suele evocar es la sensación que le producía la mano tibia de Bill Hughes apoyada sobre la suya, guiándola con pericia sobre una hoja de papel con el propósito de dibujar gatos. (Nada hacía pensar entonces que en pocos años el joven Bill se convertiría en un personaje de leyenda, poderoso y temible.) Con entusiasmo pedagógico empujaba los deditos de Evelyn a fin de trazar una temblorosa circunferencia y luego otra arriba, más pequeña. Le prometía que en unos segundos aparecería un animal que sería su amigo. Dentro de la circunferencia superior instalaba tres puntos —ojos y hocico— y a continuación los promontorios de las orejas. Marcaba los bigotes con risueñas rayas que se disparaban hacia cada lado. Pero faltaba el toque final: le hacía levantar el lápiz para reinstalarlo en la base, desde donde partía la cola, que parecía una rúbrica. El resultado era maravilloso. El gato ahora lucía perfecto y dominaba el centro del papel. Evelyn y Bill aplaudían la magia.

Dorothy, hermana de Bill y amiga de Evelyn, también quería aprender ese dibujo, pero su hermano, diez años mayor, la satisfacía a regañadientes y no ocultaba que su vecinita lo divertía más porque era traviesa y festejaba sus bromas con risa de cascabeles.

Esos inocentes juegos se grabaron con fuerza en la memoria de Evelyn. Lamentablemente, tuvieron un fin abrupto por el rayo que tumbó a Bill y produjo fantásticas consecuencias.

En efecto, Bill había cumplido quince años y una tarde, al volver de pescar en el río Arkansas lo convulsionó una salva de estornudos. Esa noche ardió de fiebre. La fiebre le hizo ver animales salvajes que lo corrían para morderle la nuca: lloraba, gritaba y se cayó de la cama. El padre de Bill voló a la casa del doctor Sinclair y se metió en su dormitorio, de donde lo llevó en piyama. Mientras tanto, la excitada madre le había hecho ingerir aspirinas, aplicado paños fríos en la cabeza y forzado a beber jugo de naranjas. A Bill le castañeteaban los dientes.

El médico se rascó las sienes, desorientado, y agregó un supositorio. Al alba el paciente se tranquilizó algo, pero la fiebre volvió a trepar junto con el sol. Su madre estalló en sollozos porque se había sumado otra desgracia: Bill no se despertaba ni con sacudones ni con gritos ni con agua fría en los ojos. El padre, encogido de miedo, se negó a reconocer lo que sospechaba y despidió a los parientes. Evelyn y Dorothy permanecieron en el patio de las glicinas, tomadas de la mano, seguras de que iba a ocurrir algo espantoso.

El doctor Sinclair retornaba cada cinco horas y en cada visita se mostraba más cauto que en la anterior. El letargo de Bill se había profundizado. A las veinticuatro horas ya ni abría la boca ante el estímulo de la cucharita llena de líquido. La temperatura se tornó indoblegable. En su octava visita el médico se rascó la cabeza con tanta ira que se le cayeron briznas de pelo.

—¿Qué sucede, doctor?

Se mordió los labios y dejó escapar una frase enigmática:

—Lamento decirles que está en coma.

Desplegó su talón de recetarios y prescribió análisis de sangre y orina, incluida una punción lumbar. Horas después murmuró el reticente diagnóstico. La familia quedó muda. Evelyn apretó tan fuerte la mano de Dorothy que su amiga la rechazó con un quejido. Nadie había oído algo igual, pero todos reconocían que era horrible.

Entonces el médico explicó y volvió a explicar lo que nadie deseaba entender. Por último solicitó la ayuda de Dios.

Le introdujo una sonda por la nariz para que una enfermera lo alimentara durante el tiempo que durase la encefalitis; también por sonda le suministraría los medicamentos. Sinclair no se opuso a la contribución de las tradiciones populares que atribuían una acción milagrosa al testículo de toro, el excremento hervido de perra en celo, el cerebro de ovejas, el hígado de ganso, el agua de víbora cocida en hojas de laurel y otras ocurrencias. “En casos extremos todo vale”, decía, impotente. A diario, con la sopa que le inyectaban, iban al estómago raciones de los órganos que el carnicero se ocupaba de elegir con solidaridad de buen vecino y los adicionales que proveía una bruja recientemente llegada de México.

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