No voy a irme así nomás. Si soy superfluo o desolado, la trayectoria de mis culpas se va y regresa con lo aprendido, y yo la espero aquí en mi noche.
No voy a irme y si me voy, será para estudiar la nada.
Cada poeta va creando su arte poética, que en el fondo es la regla de no tener reglas. A veces es un pedacito de realidad, que llega con el color que ha podido rescatar de la calle, de la montaña o del río.
Otras veces es un archivo del pasado, que trae reminiscencias superadas pero no borradas definitivamente. Un arte poética es la vía crucis de las palabras y quizá por eso es dignificada por los sentimientos y los pájaros, y también por alguna de esas primorosas mujeres que vuelan en el sueño.
Cada vate lleva su arte poética en algún bolsillo de su penuria o de su gloria. Nadie piense que se trata de un padrón ambulante, pero sí que por ese espacio desfilan las envidias ajenas y las esperanzas propias.
El arte poética no es arte ni es poesía. Es simplemente una cadena de nociones, un rostro propio a descubrir y, en el mejor de los casos, a conquistar sin engañamos.
La memoria es un trozo del infinito. A veces se aúlla 1 a veces se encierra en el silencio. De un prójimo a otro la memoria varía: puede ser vibrante y lúcida, y también torpe e ignorante.
Casi nunca es compacta. Sus agujeros no le permiten aislarse, concentrarse. Por ellos penetran ciertas basuritas espirituales y también se expanden angustias que suben desde el alma.
De esos orificios depende en buena parte su comunicación con el mundo. La memoria es un archivo alucinante, colmado de hechos, palabras, rostros, amores, sorpresas, decepciones, aburrimientos, lealtades.
Como no los guardamos por orden alfabético, casi siempre nos cuesta bastante reencontrarnos con esas menudencias.
Los agujeros de la memoria normalmente son abiertos por el taladro del olvido. A veces nos angustiamos porque queremos recordar un nombre, una calle, un coito del pasado, una fecha clave, y no los alcanzamos porque el olvido los cubre con su programada amnesia.
El poeta Juan Gelman escribió hace años con su habitual sabiduría que «en la memoria hay palabras que no se pueden decir. Duran y hacen mal y bien, como un caballo loco».
Agreguemos, ahora de nuestra cosecha, que el caballo loco aprovecha los agujeros de la memoria para fugarse y a veces refugiarse en la guarida del infinito.
Nos pasamos la vida creando y perdiendo memoria. Como el pasado, a medida que pasan los años, crece en espacio, lo recordado también debería crecer. Sin embargo, gracias al trabajo tenaz del olvido, el pasado se va reduciendo y apenas nos deja unas pocas señales para que sepamos quiénes fuimos y también quiénes somos.
Los agujeros de nuestra memoria también nos permiten atisbar a otras memorias, que a su vez nos atisban desde sus propios agujeros.
Después de todo, el que sigue creciendo es el infinito y por eso no tiene fin.
Cada uno es artífice de una porción de su propio futuro. Ah, pero sólo de una porción, que por otra parte no es la mayor, sino la mínima. El futuro mayor y también el menos controlable, es el colectivo, digamos el mundo venidero que se forma al margen de uno.
Hoy en día, el futuro del mundo viene con nuevas guerras, es decir más destrucción. ¿Qué peso, qué influencia pacífica, podemos ejercer, prójimo más prójimo, sobre los poderes que destruyen, sin piedad y sin freno?
La única esperanza reside en que, por debajo de cada poder, se vaya generando un sector crítico que crezca y se consolide hasta destruir al destructor. Pero ¿será posible? ¿Cómo acabar con las cataclísmicas fábricas de armamentos y los millonarios que las sustentan?
Tal como lo vemos hoy, el futuro es un piélago de deterioros, un borrador de catástrofes. Desde arriba llueven bombas que son presagios. El futuro siembra pánico y mientras tanto nos espera. Hay para todos una culminación lógica llamada muerte. Eso lo tenemos claro. Pero antes de que nos alcance ese final obligatorio, están las múltiples formas de morir. Morir de un síncope o de una hipertensión es después de todo un final benigno, casi un regalo, pero entregar la sangre en una puñalada o caer como bolos de un bombardeo, es un final maldito.
El pasado nos despidió con los brazos abiertos, pero el futuro nos recibe con garras sin perdón. Nacemos de un muy tangible vientre materno y acabamos en una hondonada misteriosa.
De todos los tiempos, los viejos y los nuevos, quedan las virutas de la vida. A pesar de las tropas invasoras, de las religiones que bendicen las guerras, de los profesionales de la tortura, de los imperios del asco, de los amos del petróleo, del fanatismo con los misiles. A pesar de todo, van quedando las virutas de la vida. A ellas nos abrazamos y encomendamos, con ellas nutrimos nuestra endeble conciencia y alimentamos sueños y ensoñaciones.
Todo es adrede, bien lo sabemos. Desde el maleficio de las drogas hasta el desmantelamiento de la juventud. Todo está destinado a que no creamos en nosotros mismos y menos aún en el prójimo indefenso.
Nos obligan a vender por peniques el patrimonio virgen, y en el mercado de cambio compran sentimientos con promesas. Todo es adrede: los celos y el recelo, sospechas y codicias, odios en desmesura, el rencor y la pugna. La consigna es someternos, mentirnos el futuro, reconocernos nada.
Todo es adrede y por eso construyen ideologías/ basura donde intentan moler las virutas de vida. De la vida. La nuestra. Ah, pero no podrán. También nosotros creamos nuestro adrede. Aposta lo gastamos. Y adrede ya sabemos cómo sobrevivir.
En Uruguay hubo una época en que los medios de comunicación (radio, prensa, televisión) tenían prohibido informar sobre suicidios, salvo que éstos ocurrieran en el exterior.
Cuando yo terminé la primera versión de mi novela Gracias por el fuego (donde el protagonista, que en cierta instancia parecía dispuesto a eliminar al cretino de su padre, al final no se atreve y prefiere arrojarse desde un noveno piso) se la di a leer a Emir Rodríguez Monegal para que me diera su opinión. El la leyó con toda parsimonia y sentido crítico y después de dos días me dijo que todo estaba bien menos el final. ¿Por qué? «Porque en este país nadie se suicida. O sea que tenés que cambiar el final.»
No lo cambié, claro, y dos meses después entregué el libro a la editorial, con suicidio y todo. A mediados de 1965 apareció la novela. Exactamente el día en que el libro entró en librerías, yo estaba cruzando la Plaza Independencia para ir a La Mañana, diario en que ejercía la crítica de teatro, cuando advertí que junto al edificio Ciudadela se había agolpado un montón de gente.
Me acerqué, de puro curioso, y así me enteré de que un individuo se había tirado desde un noveno piso. Quedé bastante impresionado, pero no bien llegué al diario le telefoneé a Emir para transmitirle la novedad. Durante unos minutos él guardó un candoroso silencio, y sólo entonces me atreví a agregar: «Te juro que yo no lo contraté».
A sus ocho años, Gabrielito, tenía a veces arranques sorpresivos. Era muy despierto, quizá demasiado.
Con el abuelo se llevaba bien, pero en una ocasión le preguntó:
—Abuelo, ¿vos siempre fuiste viejo?
—No, Gabriel. Yo hace mucho fui niño, como vos ahora.
—O sea que yo también seré viejo.
—Ojalá llegues a los 85 años, como yo.
—¿Y no puedo seguir siendo niño a edad tan avanzada?
—No, Gabriel. La infancia dura poco. Dentro de unos años ya te saldrá bigote.
—No quiero bigote.
—¿Por qué?
—Porque el bigote lastima a las muchachas cuando uno las besa.
—¿Y vos besás a tus compañeras en el colé?
—No, son demasiado inocentes. Prefiero besar a mis primas. Son tan picaras que hasta me besan en la boca. Y me gusta.
—Ves mucha tele, ¿verdad?
—Sólo las películas prohibidas para niños. Las moralinas de adultos son insoportables.
—Ayer vino tu tío con Teresa, su nueva esposa. ¿Qué te pareció?
—Me gustó. Tenía las manos calentitas y me habló con palabras difíciles, como epílogo, destreza, fisgoneo. Cuando salieron, me fui derecho al diccionario.
—¿Sabías que ella es su tercera esposa?
—¿Ah sí? Y con las otras dos ¿qué hizo?, ¿las mató?
Remigio quería dejar el mundo, pero la muerte no le gustaba como forma de abandono. Quería dejarlo, pero vivo y coleando. Estaba hastiado de la gente y de las cosas. Dos veces casado y dos veces viudo, sin hijos ni hermanos, contrajo la enfermiza obsesión de irse. ¿Adonde?
Un día, cierto pariente lejano que había venido por dos días, lo miró inquisidor y le dijo: «A vos te hace falta un desierto» y enseguida se file, sin otro Comentario. Para Remigio, aquel diagnóstico fue una revelación. Trabajó seis meses en oficios varios, sólo para reunir el dinero necesario para atravesar el mundo y llegar a un desierto (no tenía ninguno a mano).
Por fin-llegó. Aquella soledad de arena le pareció una maravilla. Caminó y caminó durante veinte días y cuando ya le quedaba poca agua en la cantimplora, tuvo una visión: era un oasis. Le asaltó el temor de que fuera un espejismo. Pero no. Era un oasis de verdad.
Allí llegó y se instaló, casi feliz. Hizo dibujos en la arena intacta y se mojó varias veces la nuca. También se quitó las botas y se lavó los pies. Aquello era por fin la ansiada soledad. Pero no hay disfrute eterno. Una noche no pudo dormir y en el interminable insomnio asumió que ya no quería estar solo. Uña fuerte nostalgia le subió del pecho y se le instaló en el cerebro casi vacío.
Pero ¿cómo volver al mundo? De pronto se percató dé que había perdido la noción de los benditos puntos cardinales. Él había venido, del Este, ¿pero dónde quedaba el Este? Durante dos meses estuvo solo, sin nadie en el mundo, pero una tarde apareció un camello.
El animal y el hombre se miraron a los ojos. Luego el camello se acercó y le lamió la calva. Remigio no tuvo más remedio que abrazarlo. Luego se trepó al rumiante, se sentó entre las dos gibas y le ordenó al animal que caminara. Pero el bicho se quedó quieto. Le gritó, le pegó con una bota, lo acarició, le rogó, pero nada. Sólo, entonces comprendió que también el camello estaba aburrido del mundo.
Volvió al silencio, a medias resignado, dispuesto a esperar que algún día o alguna noche el camello también sintiera nostalgia y caminara. Regresó a sus arenas y noche a noche (vaya milagro) sus sueños lo instalaban en medio de Una muchedumbre. Y sólo entonces Remigio y el camello suspiraban a dúo.
Isidoro Aguirre tenía por costumbre concurrir todos los meses al cementerio para depositar unas flores en la tumba de su abuela. La verdad es que había sido una vieja estupenda, que con sus sabios consejos le había salvado en varias ocasiones de cometer insalvables errores. Isidoro era declaradamente ateo, pero la conciencia (que era su única religión) le decía que debía cumplir con ese modesto homenaje. Y él lo cumplía.
Un domingo de noviembre (cielo despejado, brisa suave pero estimulante) fue como siempre a cumplir su rito. Dejó en la última morada de su abuela un lindo ramo de rosas y claveles, se detuvo un rato a evocar conmovedoras nostalgias, y luego, como la mañana era de extraordinaria bonanza, decidió recorrer las cuidadas sendas del camposanto. Siempre hallaba lápidas originales, y a veces, sintiéndose protegido por la soledad del ambiente, hasta tomaba fotos de algún túmulo o nicho que le parecían insólitos o fascinantes.
De pronto quedó pasmado. Frente a él había una tumba, cuya lápida rezaba algo increíble: «Al hijo de puta Asdrúbal Montesinos, con el desprecio de Toto». Todavía no se había recuperado de su asombro, cuando se percató de que un hombre correctamente trajeado se acercaba a aquel sepulcro y se plantaba allí. Duro e inmóvil.
Isidoro Aguirre tuvo un presentimiento y se atrevió a preguntar: «¿Usted es Toto?». «Claro que soy Toto.» «¿Y a qué se debe el odio que supone esa lápida?» «Supone que fue un hijo de puta, sólo eso.» «¿Y por qué?» «Muy sencillo. Sedujo a mi mujer, se la llevó al extranjero, a su vez le puso cuernos y ella murió de angustia.» «Y él ¿cómo murió?» «Yo lo maté.» «Disculpe mi curiosidad, pero ¿cómo está libre?» «Porque lo maté en el extranjero, exactamente en una toilette del aeropuerto de Barajas, y cinco minutos después me llamaron para mi vuelo a Buenos Aires. Dos años más tarde la familia repatrió sus restos, y aquí está, solito.» «¿Y por qué razón viene periódicamente aquí? ¿Le trae flores?» «No señor, cada vez que vengo le traigo basura.»
Bueno bueno, llegó la hora de despedirnos hasta el próximo sábado, a la misma hora. ** ¿Quiere adelgazar ocho kilos en 29 semanas? ** La actriz JH fue fotografiada bailando con el actor PQ** El conocido cantante gauchesco Wilhelm Gescháftsfiihrer ofrecerá un único recital de vidalitas y chacareras en el renovado Teatro Solís ** ¿Quiere adelgazar ocho ki ** En predios deportivos se comenta que el jugador Viñales miró tiernamente a la esposa del jugador Fresnedo ** Cuando distinguen la famosa estatua de la Libertad, los soldados norteamericanos que regresan de Irak prorrumpen en sonoras carcajadas ** ¿Quiere adelgazar ocho k ** En el aeropuerto de Miami las autoridades de inmigración desnudan a las turistas mujeres y les estampan un sello violeta en la nalga izquierda ** En España, como medida contra el terrorismo, la pes- ETA se transformó en pes-EURO ** ¿Quiere adelgazar och ** El Sindicato de Gramáticos Insobornables expulsó a tres de sus miembros porque no tenían noticias del pretérito pluscuamperfecto ** Varias diputadas de distintos partidos proponen crear el Ministerio de la Menopausia ** Las faltas de ortografía serán pasibles de Impuesto al Patrimonio ** ¿Quiere adelga ** A. pedido del público, el cantante gauchesco Wilhelm Gescháftsfiihrer ofrecerá un segundo recital de chacareras, pero traducidas al alemán ** El presidente Bush nunca viaja a Los Ángeles porque es un demonio ** El Congreso Afroasiático de Oftalmólogos llegó a la conclusión de que eri Occidente los tuertos tienen prohibido mirar de reojo ** ¿Quiere adel ** El teólogo Moisés Abrahmovich considera que se habla mucho del futuro de las profecías, pero nadie osa mencionar la extensa nómina de las que sucumbieron en el pasado ** El mismo teólogo cree que el mejor profeta fue Nostradamus ** En el Río de la Plata, las profecías más seguras figuran en los tangos de Gardel, por ejemplo en Que siga el corso ** ¿Quiere ad ** En Gran Bretaña la Gasa Real decidió fabricar un divorciómetro ** Y ahora, para terminar, el anuncio del tiempo. Mañana lloverá a cántaros, así que probablemente va a estar húmedo.