El piloto volvería varias veces a ese lugar, al encuentro de sus «amigos deliciosos» que «vivían en un castillo de leyenda, una casa donde se aspiraba como incienso ese olor de vieja biblioteca que vale por todos los perfumes del mundo».
Edda tenía 9 años y Suzanne, 14. En 1932, ya en Francia, Saint-Exupéry escribió una nota periodística en una revista de París con un título sugerente:
Las princesitas argentinas
. Resulta inevitable asociar su experiencia entrerriana con la fábula infantil que lo haría famoso en el planeta.
«Ahí está el esbozo de
El Principito
—dice Elsa de Pico— con esas dos chicas que eran muy especiales, y sobre todo con la impresión que le causó Edda. Ellas domesticaban bichos. A las ovejas Suzanne les decía ¡Vamos!, y las ovejas la seguían. Edda había domesticado un hurón, que comía en su mesa y la seguía a todos lados. Su papá criaba abejas. Y Edda decía que a las abejas no les gustaba el ruido. Ella me contó: 'Cuando nosotras queríamos que se fueran, gritábamos'. Un día, Saint-Exupéry se puso a hablar muy fuerte bajo el panal y Edda lo recriminó: 'Por favor, no hable tan alto porque a las abejas les molesta'».
A Edda, Saint-Exupéry le parecía «un gigante bueno». El escritor medía casi dos metros de altura y apenas podía entrar en la carlinga de los aviones. Enamorado del cielo y el desierto, cuando no volaba, escribía. Un meticuloso: podía romper cien páginas antes de publicar una sola. Decía que más que escritor, era un corrector. Tachaba y borroneaba, anotaba ideas y frases en servilletas de bar: sus compañeros lo veían en los hangares, inclinado sobre los barriles de combustible, las manos sucias de grasa, la lapicera sobre el papel. De su pluma goteaba la melancolía por la felicidad perdida en la infancia. Contemplaba su propio pasado con un sentimiento de pérdida.
En el castillo de San Carlos fantaseó con abandonar su vida errante y quedarse. Acaso, criar abejas. Llamaba «mis princesitas» a Edda y Suzanne Fuchs. Pasaba horas haciendo trucos de magia con la baraja para ellas. El castillo no estaba resplandeciente, pero lo encontraba irresistible: sus pisos de madera quejumbrosos, pero pulcramente encerados. «Todo estaba ruinoso, y lo estaba adorablemente." Se sentía a gusto en ese oasis rodeado de vegetación. «Las dos jóvenes reaparecieron tan misteriosamente, tan silenciosamente como se habían desvanecido. Se sentaron a la mesa con gravedad. Al desplegar sus servilletas me vigilaban por el rabillo del ojo, con prudencia, preguntándose si me clasificarían o no en el número de sus animales familiares, pues ellas poseían también una iguana, una langosta, un zorro, un mono y las abejas. Todos ellos vivían entremezclados, entendiéndose maravillosamente, componiendo un nuevo paraíso terrestre», relató alguna vez el piloto.
Saint-Exupéry —recordaría muchos años más tarde Edda Fuchs— les decía: «Tengan cuidado, un día aparecerá un horrible, pequeño marido y se las llevará en cautiverio».
Un día de 1964 llegó un periodista francés a la casa de las hermanas Fuchs para comprobar si de verdad habían existido. El mundo literario francés siempre sospechó que eran fruto de la imaginación del escritor. Al final de su capítulo
Oasis
, el autor se pregunta: «¿Qué se habrá hecho de esas jóvenes? Sin duda se han casado. Llega un día en que la mujer se despierta en la joven… (… ) Entonces, se presenta un imbécil. Se le entrega el corazón que es un jardín salvaje, a él, que sólo ama los parques cuidados. Y el imbécil lleva, en esclavitud, a la princesa». Elsa de Pico cuenta que, una vez, Edda Fuchs escapó de la reserva con que guardaba sus recuerdos y le confesó que cuando leyó ese capítulo del libro, ahogada por las lágrimas, tenía 19 años. «Corrí a mirarme al espejo», le dijo.
Como si fuera un sortilegio, ni Edda ni Suzanne se casaron jamás. Suzanne enseñó francés en Concordia pero nunca pudo dejar la granja ni los animales. Edda se convirtió en una mujer elegante y atractiva que administró campos durante muchos años. Al periodista francés, le dijo: «Me acordaba de él cuando tenía flirts. Me marcó, en cierta forma. No sé si fue el destino, o algo superior. Allí, en las verdes cuchillas entrerrianas, quedó la fantasía de un amor no realizado, un oasis platónico y deslumbrante, la fuente de inspiración de
El Principito
». «Las coincidencias son abrumadoras —enfatiza Elsa de Pico. El avión roto, el accidente, el señor malhumorado, la desolación del desierto: en esa época, el monte de espinillos era un desierto. ¿Quién te ve? ¿Quién te ayuda? Y una vocecita que sale y le dice: ¡Qué tonto! ¡No vio la cueva!».
Saint-Exupéry voló en la Argentina más que en ninguna otra etapa de su vida. Hizo no menos de 30 travesías a los Andes porque le aburría el trabajo administrativo. «Yo vivo verdaderamente cuando vuelo», dejó escrito. Cuando estaba en Buenos Aires, pasaba el tiempo con sus amigos de la Aeroposta, charlando, comiendo generosamente con vino francés y terminando la noche en alguno de los cabarés de la época. Los argentinos que lo conocieron lo recuerdan como simpático, accesible, pero, a la vez, autoritario. Se imponía físicamente, siempre había un cigarrillo en sus labios y tenía un hablar algo tartamudo, una voz que «oscilaba entre el cognac y el licor de cassis». Como jefe de línea era férreo. No suspendió los servicios aéreos el día en que un avión se estrelló con saldo trágico en el Río de la Plata. El correo debía partir a cualquier costo: ni las averías del motor ni los huracanes de la Patagonia ni las debilidades humanas podían retrasar la epopeya. Más de una vez, Saint-Exupéry experimentó la terrible sensación de ser empujado por los vientos del sur —más poderosos que el motor de su avión— hacia el océano. «Cada vuelo es una victoria que asegura el siguiente». Y así terminó con el aislamiento del sur: por barco, Buenos Aires distaba 15 días de Río Gallegos; el avión lo redujo a 17 horas.
La historia más conmovedora de los raids por el extremo sur de la Argentina ocurrió cuando, enterados los pocos habitantes de Paso Ibáñez (hoy Comandante Luis Piedrabuena) de que Saint-Exupéry había instalado un aeropuerto para la escala en Puerto Santa Cruz, a unos 50 kilómetros de allí, ellos también reclamaron el suyo. Le escribieron amargas cartas de reproche por no haber entendido el futuro de ese pueblo ni el valor estratégico de su ubicación: «Vamos a instalar el aeropuerto, a pesar suyo», amenazaron. Y lo hicieron, y un día lo invitaron para que lo inaugurara. Alguien le dijo a Saint-Exupéry que la pista era corta, pero ellos volvieron a la carga: «'Poco importa' —contó Saint-Exupéry que le respondieron. 'Venga a inaugurar nuestro aeródromo sin aterrizar. Nuestros ciudadanos estarán muy felices si su avión sobrevuela nuestras cabezas el día de la inauguración. No lo podemos hacer si no vemos un avión.' Y un día, cuando descendía hacia el sur, previne a la pequeña ciudad y me fui a inaugurar ese terreno con un vuelo sin aterrizaje. Durante una hora efectué por encima de ellos vueltas y picadas, y luego continué mi viaje. ¿Conoce usted algo más exaltante que ese entusiasmo y esa juventud de corazón?».
Su vida está atravesada por el viaje y la partida. Pero el hechizo argentino para el escritor es innegable: antes de casarse, invita a su madre a visitarlo a Buenos Aires. En su niñez, Antoine era el preferido de sus hijos y lo llamaba «El rey sol», por sus rulos dorados. Durante un mes y medio no se despega de ella y la lleva en su avión hasta los confines de la línea. Cuando vuelven a Francia se entera de que la empresa había quebrado: Argentina es la felicidad perdida. Ya es nostalgia para su pluma. En 1933 le escribe a Rufino Luro Cambaceres: «No hay en mi vida periodo alguno que prefiera al que he vivido con ustedes».
Consuelo Suncín volvió una vez más a Buenos Aires, en 1968, y simplemente evocó así a SaintExupéry: «Cambiaba un brillante por un telescopio. Tanto sentía a las estrellas».
Hasta que sobrevino la Segunda Guerra, el conde de Saint-Exupéry conoció la gloria literaria. Su novela corta
Vuelo nocturno
se convirtió en un éxito porque describía la épica de la naciente aviación comercial: una prosa cargada de sentimientos nobles hacia sus semejantes, una oda para homenajear a sus camaradas y un intento para descubrir la solidaridad humana. Pero la guerra lo sumió en una desolación insoportable: «Francia ha sido ocupada por el enemigo —se lamentó. El país ha ingresado a un mundo de silencio». En Lisboa —donde se había exiliado— se enteró de la muerte de su gran amigo Henri Guillaumet. Cuatro años antes había muerto —también en un accidente aéreo— Jean Mermoz. «Soy el único que queda, no tengo un solo camarada en el mundo a quien decirle: '¿Te acordás?'».
En Nueva York publica
El Principito
, pero está desanimado y las peleas con su mujer se suceden: «Consuelo, esta noche le escribiré una carta de amor, porque sucede que a pesar de tantas heridas (…) no puedo más con este amor que nunca encontró su camino, en usted existe alguien a quien yo amo y cuya alegría es fresca como la alfalfa de abril».
Sus proyectos de vuelo desde hacía años fracasaban: primero un accidente truncó su raid París-Saigón y ahora la aventura de unir Nueva York con la Patagonia había terminado con su avión destrozado en Centroamérica. Como aviador, a pesar de su audacia y habilidad, era distraído e impredecible. A la concentración, prefería la ensoñación del vuelo. Una liberación: huir de todo lo que, en tierra, le hacia mal. Hasta tenía una visión sombría para la posguerra. Pensaba que los Estados Unidos después impondría «una civilización de hormigas. El hormiguero futuro me espanta y odio su virtud de robot. Yo estaba hecho para ser jardinero». Charles De Gaulle lo odiaba y el escritor veía en ese general a un caudillo arbitrario que sólo ambicionaba el poder personal. El, sólo quería la salvación de Francia. La patria le dolía y él no sabía cómo ayudarla.
El Lightning P-38 americano era un avión complejo para Saint-Exupéry. Gracias a sus intrigas y a su prestigio logró que lo alistaran al escuadrón de reconocimiento fotográfico. El reglamento indicaba que podía ser volado por personas que no superasen los 32 años. El tenía 44. Apenas podía entrar en el cockpit estrecho y en uno de sus vuelos de práctica estrelló el avión en el aterrizaje. Le escribió una última carta a Consuelo:
«Si alguna vez no vuelvo, no me llores. 'Eso' pasa rápido. Las balas perforan el cuerpo como las abejas atraviesan el aire».
Su décima misión de guerra —ese sobrevuelo por el territorio de su infancia, cerca de Lyon— era la última que los jefes le habían concedido. Sus compañeros pilotos lo vieron flaco, fatigado, lleno de tristeza y desaliento. Un sobreviviente que sólo quería huir. Como Fabien, el protagonista de
Vuelo nocturno
hundido en la noche de la Patagonia, perdido en la tempestad, en un vuelo sin retorno; como el Principito en su evasión definitiva de la Tierra: «Parecerá que he muerto y no será verdad». Saint-Exupéry, simplemente, no volvió.
El enigma de su muerte persiste. ¿Cayó bajo la metralla de uno o dos aviones alemanes que lo interceptaron? ¿Se suicidó con su avión, adolorido por su infelicidad, su cuerpo cansado, por un mundo que ya sentía ajeno? ¿Perdió el conocimiento por falta de oxígeno y se estrelló en el mar? Un buzo marsellés asegura haber encontrado los restos de su avión a 100 metros de profundidad y un pescador dice que encontró su pulsera entre las redes. Su propia madre se resistió a creer en su muerte y durante años repitió que vivía recluido en un convento. Pero antes de morir ella pidió:
«Déjenlo reposar en paz, allí dónde esté».
De la Argentina se llevó todos los paraísos en el corazón. En Concordia quedan los fantasmas de un castillo en ruinas; en Buenos Aires, en una casona de la calle Tagle, murmuran los secretos que se contaron con Consuelo; en la península de Valdés, el contorno de la isla de los Pájaros, batido por el mar, que inspiró el dibujo de
El Principito
donde una boa se traga a un elefante; en la playa de Ostende, una habitación del Gran Hotel donde seguramente imaginó una de sus novelas; en General Pacheco, un galpón que hoy sirve para depósito; en Bahía Blanca, aquel cadete que le compraba los cigarrillos; en Río Gallegos, el hangar donde guardaba los aviones, un casco de cuero ajado por mil tormentas y sus antiparras de vuelo.