Sacrificaba su altura como el que se juega una fortuna.
Un remolino hizo cabecear al avión, que tembló muy fuerte. Fabien se sintió amenazado por invisibles hundimientos. Soñó que daba media vuelta y que encontraba de nuevo cien mil estrellas, pero no viró ni un solo grado.
Fabien calculaba sus posibilidades: se trataba de una tormenta local, probablemente, pues Tre-lew, la próxima escala, anunciaba un cielo cubierto en tres cuartas partes. Se trataba de vivir veinte minutos apenas, en ese negro hormigón. No obstante, el piloto se inquietaba. Inclinado a la izquierda contra la masa del viento, intentaba interpretar los confusos resplandores, que aun en las noches más espesas, se pueden percibir. Pero ni siquiera eran resplandores. Apenas cambios de densidad, en el espesor de la sombras, o una fatiga de los ejes.
Desdobló un papel del «radio».
«¿Dónde estamos?».
Fabien hubiera dado mucho por saberlo. Respondió: «No lo sé. Atravesamos, con la brújula, una tormenta».
Se ladeó más aún. Se sentía molesto por la llama del escape, agarrada al motor como un penacho de fuego, tan pálida que el claro de la luna la hubiera extinguido, pero que en esta nada, absorbía el mundo visible. La contempló. Se había trenzado, apretada por el viento, como la llama de una antorcha.
Cada treinta minutos, para comprobar el giróscopo y el compás, Fabien hundía su cabeza en la carlinga. No se atrevía a encender las débiles lámparas rojas, que lo cegaban por largo tiempo, pero todos los instrumentos, con cifras de radio, derramaban una pálida claridad de astros. En medio de agujas y de cifras, el piloto experimentaba una seguridad engañosa: la de la cámara del navío sobre la que pasa el oleaje. La noche, y todo lo que traía de pedruscos, de ruinas azotadas, de colinas, corría también contra el avión con la misma asombrosa fatalidad.
«¿Dónde estamos?», le repetía el operador.
Fabien surgía de nuevo y reanudaba, apoyado en la izquierda, su vela terrible. No sabía cuánto tiempo, cuántos esfuerzos le librarían de aquellas cadenas sombrías. Dudaba casi de verse jamás libre de ellas, pues se jugaba la vida sobre este pequeño papel, sucio y arrugado, que había desplegado y leído mil veces, para alimentar su esperanza: «Trelew: cielo cubierto en tres cuartas partes, viento Oeste débil». Si Trelew estaba cubierto en sus tres cuartas partes, podrían distinguirse sus luces por los desgarrones de las nubes. A menos que…
La pálida claridad prometida más lejos lo impulsaba a proseguir; sin embargo, como las dudas le acuciaban, garrapateó para el «radio»: «Ignoro si podré pasar. Pregunte si detrás de nosotros continúa el buen tiempo».
La respuesta le dejó consternado:
«Comodoro anuncia: La vuelta aquí, imposible. Tempestad».
Empezaba a adivinar la ofensiva insólita que, desde la cordillera de los Andes, se abatía hacia el mar. Antes de que hubieran podido alcanzarlas, el ciclón les arrebataría las ciudades.
—Pregunte el tiempo de San Antonio.
—San Antonio contesta: «Se levanta viento Oeste, tempestad hacia Oeste. Cielo cubierto cuatro cuartos». San Antonio oye muy mal a causa de los parásitos. Yo también oigo mal. Creo que me veré obligado muy pronto a remontar la antena debido a las descargas. ¿Dará media vuelta? ¿Cuáles son sus proyectos?
—Déjeme en paz. Pregunte el tiempo de Bahía Blanca.
—Bahía Blanca contesta: «Prevemos, antes de veinte minutos, violenta tormenta Oeste sobre Bahía Blanca».
—Pregunte el tiempo de Trelew.
—Trelew contesta: «Huracán, treinta metros segundo, Oeste y ráfagas de lluvia».
—Comunique a Buenos Aires: «Nos encontramos taponados por todos lados. Tempestad se cierne sobre mil kilómetros; no vemos nada. ¿Qué debemos hacer?».
Para el piloto, esta noche no tenía ribera alguna, puesto que no conducía ni hacia un puerto (todos parecían inaccesibles), ni hacia el alba: el combustible se agotaría antes de una hora cuarenta. Así que se vería obligado, más o menos pronto, a descender como un ciego, en esta espesura.
Si hubiese podido aguantar hasta el nuevo día…
Fabien pensaba en el alba como en una playa de arena dorada, donde habría encallado después de esta dura noche. Bajo el avión amenazado, nacería la ribera de las llanuras. La tierra tranquila habría llevado sus granjas dormidas, sus rebaños y sus colinas. Todas las amenazas que rodaban en la oscuridad, se volverían inofensivas. Si pudiese, ¡cómo nadaría hacia el día!
Pensó que estaba cercado. Todo se resolvería, bien o mal, en esta espesura.
Ciertamente. Algunas veces había creído, cuando amanecía, entrar en convalecencia.
¿Para qué sirve fijar los ojos en el Este, donde vive el sol? Había entre ambos tal profundidad de noche, que jamás podría remontarla.
—El correo de Asunción sigue sin novedad. Estará aquí dentro de dos horas. Prevemos, en cambio, un retraso importante en el correo de Patagonia, que se encuentra, al parecer, con dificultades.
—Bien, señor Rivière.
—Es posible que no lo esperemos para hacer despegar el avión de Europa: después de la llegada del de Asunción, nos pedirá usted instrucciones. Esté presto.
Rivière releía ahora los telegramas de protección de las escalas Norte. Abrían el correo de Europa una ruta de luna: «Cielo limpio, luna llena, viento nulo». Las montañas del Brasil limpiamente recortadas sobre la luminosidad del cielo, hundían en los remolinos plateados del mar sus espesas cabelleras de selvas negras: esas selvas, sobre las cuales llovía incansablemente, sin colorearlas los rayos de la luna. Y en el mar, las islas también negras, cual restos errantes de naufragios. Y, a lo largo de toda la ruta, esa luna inagotable: un manantial de luz.
Si Rivière ordenaba la salida, la tripulación del correo de Europa entraría en un mundo estable que, por toda la noche, luciría dulcemente. Un mundo donde nada amenazaba el equilibrio de las masas de luz y de sombra, donde ni siquiera se insinuaba la caricia de esos vientos puros, que, si arrecian, pueden estropear en algunas horas un cielo entero.
Pero Rivière titubeaba, frente a esta luminosidad, como un buscador de oro frente a vedados campos auríferos. Los acontecimientos, en el Sur, desmentían a Rivière, único defensor de los vuelos nocturnos. Sus adversarios sacarían de un desastre en Patagonia una posición moral tan fuerte que tal vez haría impotente en adelante la fe de Rivière; pero la fe de Rivière no había vacilado: una grieta en su obra habría permitido el drama, y el drama evidenciaba esa hendedura, pero no probaba nada más. «Tal vez sean necesarias, en el Oeste, algunas estaciones de observación… Lo estudiaremos». Pensaba además: «Mis razones para insistir son las mismas e igualmente sólidas; en cambio, he descartado una posible causa de accidentes: la que acaba de hacerse patente». Los reveses robustecen a los fuertes. Desgraciadamente, contra los hombres se practica un juego donde entra muy poco en consideración el verdadero sentido de las cosas. Se gana o se pierde según las apariencias. Se marcan puntos miserables, y uno se encuentra atenazado por la apariencia de una derrota.
Rivière llamó.
—Bahía Blanca, ¿no nos comunica nada aún por T. S. H.?
—No.
—Llame por teléfono.
Cinco minutos más tarde, se informaba:
—¿Por qué no nos comunica nada?
—No entendemos al correo.
—¿No habla?
—No sabemos. Demasiada tormenta. Incluso si transmitiese no lo entenderíamos.
—Trelew, ¿les oye?
—Somos nosotros los que no oímos a Trelew.
—Telefonee.
—Lo hemos probado: ha sido cortada la línea.
—¿Qué tiempo hace ahí?
—Amenazador. Relámpagos al Oeste y al Sur. Muy cargado.
—¿Viento?
—Débil aún, pero sólo por diez minutos. Los relámpagos se acercan a gran velocidad.
Un silencio.
—Bahía Blanca. ¿Escucha? Bien. Llámeme dentro de diez minutos.
Rivière ojeó los telegramas de las escalas Sur. Todas señalaban el mismo silencio del avión. Algunas no respondían ya a Buenos Aires y, en el mapa, aumentaba la mancha de las provincias mudas, donde las pequeñas ciudades aguantaban ya el ciclón, con todas las puertas cerradas, y cada casa de sus calles oscura y tan aislada del mundo y perdida en la noche como un navío. Sólo el alba las libertaría.
Sin embargo, Rivière, doblado sobre el mapa, conservaba aún la esperanza de descubrir un refugio de cielo puro, pues había pedido, por telegramas, el estado del cielo a la policía de más de treinta ciudades de provincia y las respuestas empezaban a llegarle. Sobre dos mil kilómetros, las estaciones de radio tenían orden, si una de ellas captaba una llamada del avión, de advertir en treinta segundos a Buenos Aires que le comunicaría, para retransmitirla a Fabien, la situación del refugio.
Los secretarios convocados para la una de la madrugada habían ocupado de nuevo sus mesas. Allí se enteraban, misteriosamente, de que, tal vez, se suspenderían los vuelos nocturnos y de que el mismo correo de Europa no despegaría antes de amanecer. Hablaban en voz baja de Fabien, del ciclón, y, sobre todo, de Rivière. Lo adivinaban allí, muy cerca, aplastado poco a poco por ese mentís de la Naturaleza.
Pero todas las voces se apagaron: Rivière, en su puerta, acababa de aparecer, envuelto en su abrigo, el sombrero como siempre sobre los ojos, eterno viajero. Se dirigió, con paso tranquilo, hacia el jefe de oficina:
—Es la una y diez; ¿está en regla la documentación del correo de Europa?
—Yo… yo creí…
Dio media vuelta, lentamente, hacia una ventana abierta, las manos cruzadas tras la espalda.
Un secretario le alcanzó:
—Señor director, obtendremos pocas respuestas. Se nos comunica que, en el interior, muchas líneas telegráficas han sido ya destrozadas.
—Bien.
Rivière, inmóvil, contemplaba la noche.
Así, cada mensaje amenazaba al correo. Cada ciudad, cuando podía responder, antes de que las líneas fuesen destruidas, daba cuenta de la marcha del ciclón, como si se tratara de una invasión. «Viene del interior, de la Cordillera. Barre toda la ruta, hacia el mar…».
Rivière juzgaba las estrellas demasiado brillantes, el aire demasiado húmedo. ¡Qué extraña noche! Se dañaba, bruscamente, por placas, como la pulpa de un fruto luminoso. Las estrellas numerosas dominaban aún Buenos Aires, pero esto era sólo un oasis: y un oasis de un instante. Además un puerto fuera de radio de acción del avión. Noche amenazadora que un viento dañino picaba y pudría. Noche difícil de vencer.
En algún lugar, un avión corría peligro en sus profundidades: ellos se agitaban, impotentes, sobre la orilla.
La mujer de Fabien telefoneó.
La noche de cada regreso, calculaba la marcha del correo de Patagonia: «Despega en Trelew…». Luego se dormía de nuevo. Algo más tarde: «Debe de acercarse a San Antonio. Debe de ver sus luces…». Entonces se levantaba, apartaba las cortinas, y consideraba el cielo: «Todas esas nubes le molestan…». A veces, la luna se paseaba como un pastor. Entonces, la joven mujer se sentaba de nuevo, tranquilizada por aquella luna y aquellas estrellas, aquellos millares de presencias alrededor de su marido. Hacia la una, lo sentía próximo. «No debe de andar ya muy lejos. Debe ver Buenos Aires…». Entonces se levantaba y le preparaba su cena y café muy caliente: «Hace tanto frío, allá arriba…». Lo recibía siempre, como si descendiese de una cumbre nevada: «¿Tienes frío?». «No.» «Es igual; caliéntate…». Hacia la una y cuarto, todo estaba dispuesto. Entonces telefoneaba.
Ésta, como las otras noches, se informó:
—¿Ha aterrizado Fabien?
El secretario que la escuchaba, se turbó un poco:
—¿Quién habla?
—Simone Fabien.
—¡Un momento…!
El secretario, no atreviéndose a decir nada, pasó el auricular al jefe de la oficina.
—¿Quién está ahí?
—¡Ah…!, ¿qué desea usted, señora?
—¿Ha aterrizado mi marido?
Se produjo un silencio que debió de parecer inexplicable: luego respondieron simplemente:
—No.
—¿Lleva retraso?
Nuevo silencio.
—Sí…, retraso.
—¡Ah…!
Era un «¡Ah!». de carne herida. Un retraso no es nada…, no es nada…, pero cuando se prolonga…
—¡Ah…! ¿Y a qué hora estará aquí?
—¿A qué hora estará aquí? No…, no lo sabemos.
Ella daba ahora contra un muro. Sólo obtenía el eco de sus propias preguntas.
—Se lo ruego, ¡dígame! ¿Dónde se halla él…?
—¿Dónde se halla? Espere…
Esa inercia le dañaba. Algo ocurría, tras aquel muro.
Se decidieron:
—Ha despegado de Comodoro a las diecinueve treinta.
—¿Y luego?
—¿Luego…? Muy retrasado… Muy retrasado a causa del mal tiempo…
—¡Ah! El mal tiempo…
¡Qué injusticia, qué bribonada la de esa luna que se mostraba ostentosa y desocupada sobre Buenos Aires! La joven mujer se acordó de repente que apenas eran necesarias dos horas para ir de Comodoro a Trelew.
—¡Y vuela desde hace seis horas hacia Trelew! ¡Pero les envía mensajes, a ustedes! Pero ¿qué dice…?
—¿Qué nos dice? Naturalmente, con semejante tiempo… Usted comprenderá…, esos mensajes no se entienden.
—¡Con semejante tiempo!
—Así, pues, señora, le telefonearemos en cuanto sepamos algo.
—¡Ah! Ustedes no saben nada…
—Buenas noches, señora…
—¡No, no! ¡Quiero hablar con el director!
—El señor director está muy ocupado, señora; se encuentra celebrando una conferencia…
—¡Ah! ¡Me da lo mismo, me da lo mismo! ¡Quiero hablarle!
El jefe de oficina se enjugó el rostro:
—Un momento…
Empujó la puerta de Rivière:
—La señora Fabien, que quiere hablarle.
«Eso —pensó Rivière—, eso es lo que temía». Los elementos efectivos del drama empezaban a aparecer. Pensó primero eludirlos: las madres y las esposas no entran en las salas de operaciones.
Se manda callar también la emoción en los navios en peligro. No ayuda a salvar a los hombres. No obstante, aceptó:
—Conecte con mi mesa.
Escuchó aquella pequeña voz lejana, temblorosa, y en seguida supo que no podría responderle. Sería estéril, infinitamente estéril para los dos, el enfrentarse.
—Señora, se lo ruego, ¡cálmese! Es harto frecuente en nuestro oficio esperar noticias largo tiempo.