—Debe permanecer usted en su papel.
Rivière pesaba sus palabras:
—Tal vez, la próxima noche, ordenará a ese piloto una salida peligrosa: tendrá que obedecer.
—Sí…
—Dispone usted casi de la vida de los hombres, de hombres que valen más que usted…
Pareció titubear.
—Eso es grave…
Rivière, que continuaba andando lentamente, se detuvo algunos instantes.
—Si le obedecen por amistad, les engaña. Por lo mismo, no tiene usted derecho a ningún sacrificio.
—No… ciertamente.
—Y si ellos creen que la amistad de usted les ahorrará alguna tarea ingrata, también los engañará: será absolutamente necesario que obedezcan. Siéntese ahí.
Rivière empujaba, suavemente, con la mano, a Robineau hacia su mesa.
—Le voy a situar en su lugar, Robineau. Si está cansado, no le corresponde a esos hombres el sostenerlo. Usted es el jefe. La debilidad de usted es ridícula. Escriba.
—Yo…
—Escriba: «El inspector Robineau impone al piloto Pellerin tal sanción por tal motivo…». Ya encontrará un motivo cualquiera.
— ¡Señor director!
—Obre como si lo entendiera, Robineau. Quiera a los que manda. Pero sin decírselo.
Robineau, de nuevo, con gran celo, ordenará limpiar los cubos de hélice.
Una pista de socorro comunicó por T. S. H.: «Avión a la vista. Avión comunica: Baja de régimen; voy a aterrizar».
Se perdería sin duda media hora. Rivière experimentó esa irritación que se siente cuando el tren expreso se detiene sobre la vía, y los minutos dejan de librar su lote de llanuras. La aguja mayor del reloj recorría ahora un espacio muerto: tantos acontecimientos hubieran podido acaecer en esta abertura de compás. Rivière salió para matar la espera; y la noche le pareció vacía, como un teatro sin actor. «¡Que se pierda una noche así!». Por la ventana miraba con rencor aquel cielo despejado, cuajado de estrellas, aquel balizaje divino, aquella luna, el oro dilapidado de una noche así.
Pero, desde que el avión despegó de nuevo, la noche fue para Rivière aún más emocionante y más hermosa. Llevaba la vida en sus flancos. Rivière cuidaba de ella.
—¿Qué tiempo encuentran? —mandó preguntar a la tripulación.
Transcurrieron diez segundos:
—Muy bueno.
Luego arribaron algunos hombres de ciudades atravesadas, que, para Rivière, eran, en esta lucha, ciudades que se rendían.
Una hora más tarde el «radio» del correo de Patagonia se sintió suavemente levantado, como si le tirasen de un hombro. Miró a su alrededor; pesadas nubes oscurecían las estrellas. Se inclinó hacia tierra: buscaba las luces de las ciudades, tan semejantes al brillo de las luciérnagas ocultas en la hierba, pero nada relucía en aquella hierba negra.
Previendo una noche difícil, sintióse displicente: marchas, contramarchas, territorios ganados que es preciso luego ceder. No comprendía la táctica del piloto; le parecía que iban a dar contra la espesura de la noche, como contra un muro.
Descubría ahora, frente a ellos, un fulgor imperceptible sobre la línea del horizonte: un resplandor de fragua. El «radio» tocó en el hombro a Fabien, pero éste no se inmutó.
Los primeros remolinos de la lejana tormenta atacaban el avión. Suavemente levantadas, las masas metálicas pesaban contra la carne misma del «radio»; luego parecían desvanecerse, fundirse, y, en la noche, durante algunos segundos, flotó solo. Entonces se agarró con sus dos manos a los largueros de acero.
Y como no distinguía otra cosa que la bombilla roja de la carlinga, se estremeció al sentirse descender en el corazón de la noche, sin ninguna ayuda, bajo la sola protección de una pequeña lámpara de minero. No osó molestar al piloto para conocer lo que decidiera y, con las manos apretadas sobre el acero, inclinado hacia su camarada, miraba la sombría nuca de éste.
Sólo la cabeza y unos hombros inmóviles se destacaban en la débil claridad. Aquel cuerpo no era más que una masa oscura, algo ladeada a la izquierda, con la faz vuelta a la tempestad, lavada sin duda por cada fulgor. Pero el «radio» no veía nada de aquel rostro. Todos los sentimientos que en él se agolpaban para afrontar una tempestad: aquel gesto, aquella cólera, todo lo que de esencial se intercambiaba entre aquel rostro blanquecino y los breves resplandores que surgían allá, en lo hondo, permanecía para él impenetrable.
Adivinaba, sin embargo, la potencia concentrada en la inmovilidad de aquella sombra: y la estimaba. Sin duda, lo arrastraba hacia la tormenta, pero también lo cubría. Sin duda, aquellas manos, cerradas sobre los mandos, gravitaban ya sobre la tempestad como sobre el cuello de una bestia, pero los hombros, cargados de fuerza, continuaban inmóviles: en ellos se adivinaba una profunda reserva.
El «radio» pensó que, en definitiva, el piloto era el responsable. Y ahora, en la grupa del avión, galopando hacia el incendio, saboreaba todo lo que aquella oscura figura, allí, delante suyo, expresaba de material y de fuerte, todo lo que expresaba de perdurable.
A la izquierda, débil como un faro en eclipse, un nuevo fuego se alumbró.
El «radio» retuvo un gesto para tocar la espalda de Fabien y prevenirle; pero le vio volver lentamente la cabeza, y mantener su rostro, por algunos instantes, frente al nuevo enemigo; luego, lentamente, tomar de nuevo su posición primitiva. Los hombros seguían inmóviles, y la nuca apoyada sobre el cuero.
Rivière había salido para andar un poco y eludir el malestar naciente. Él, que sólo vivía para la acción —una acción dramática—, sentía extrañamente que el drama se desplazaba, se hacía personal. Pensó que, alrededor de su quiosco de música, los pequeños burgueses de las pequeñas ciudades vivían una vida en apariencia silenciosa, pero algunas veces henchida también de dramas: la enfermedad, el amor, la muerte, y tal vez… Su propia dolencia le enseñaba muchas cosas: «Abre ciertas ventanas», se decía. Luego, hacia las once de la noche, respirando ya mejor, se encaminó a la oficina. Lentamente se abría paso entre el gentío que se agolpaba ante la puerta de los cines. Alzó los ojos a las estrellas, que lucían sobre la estrecha calle, borradas casi por los anuncios luminosos, y pensó: «Esa noche, con mis dos correos en vuelo, soy responsable del cielo entero. Esa estrella es un mensajero que me busca entre la muchedumbre, y que me encuentra: por eso me siento algo extranjero, algo solitario».
Se acordó de una frase musical: algunas notas de una sonata que escuchara ayer con unos amigos. Éstos no la habían comprendido: «Ese arte nos aburre y le aburre, sólo que usted no lo confiesa».
«Tal vez…», respondió.
Se había sentido, como hoy, solitario, pero muy pronto había descubierto la riqueza de tal soledad. El mensaje de aquella música venía a él, sólo a él, entre los mediocres, con la suavidad de un secreto. Como el mensaje de la estrella. Ambos le hablaban, por encima de tantos hombros, en un lenguaje que sólo él entendía.
Sobre la acera le empujaban; pensó aún: «No me enfadaré. Me parezco al padre de un niño enfermo, que anda en medio de la multitud a pasos cortos. Lleva en sí el gran silencio de su hogar».
Levantó los ojos para mirar atentamente a los hombres. Intentaba encontrar los que llevaban consigo, quietamente, su invención o su amor, y se acordó de la soledad de los torreros de los faros.
El silencio de las oficinas le complació. Las atravesaba lentamente, una después de otra, y sus pasos resonaron solos. Las máquinas de escribir dormían bajo los hules. Los grandes armarios estaban cerrados sobre los expedientes en orden. Diez años de experiencias y de trabajo. Se le ocurrió que visitaba los subterráneos de un Banco; allí donde se amontonan las riquezas. Pensaba que cada uno de aquellos registros acumulaba algo mejor que el oro: una fuerza viviente pero dormida, como el oro de los Bancos.
En alguna parte encontraría el único secretario en vela. Un hombre trabajaba en alguna parte para que la vida fuese continua, para que la voluntad fuese continua y, así, de escala en escala, para que jamás, de Toulouse a Buenos Aires, se rompiera la cadena. «Ese hombre desconoce su grandeza».
Los correos, en alguna parte, luchaban. El vuelo nocturno duraba como una enfermedad: era preciso velar. Era preciso asistir a aquellos hombres que con las manos y con las rodillas, pecho contra pecho, afrontaban la oscuridad, y que no conocían nada más, absolutamente nada más, que cosas movedizas, invisibles, de las que era necesario salirse, como de un mar, a fuerza de brazos ciegos. ¡Qué terribles confesiones a veces! «He iluminado mis manos para verlas…». En ese baño rojo de fotógrafo, sólo el terciopelo de las manos. Es preciso salvarlo; es lo único que queda en el mundo.
Rivière empujó la puerta de la oficina. Una sola lámpara, en un muro, creaba una playa clara. El martilleo de una sola máquina de escribir daba sentido a ese silencio, sin colmarlo. El campanilleo del teléfono temblaba a veces; entonces, el secretario de guardia se levantaba, y se dirigía hacia aquella llamada repetida, obstinada, triste. El secretario de guardia descolgaba el receptor y la angustia invisible se calmaba: era una conversación muy tranquila en un rincón de sombra. Luego, impasible, el hombre volvía a su mesa, el rostro cerrado por la soledad y el sueño, sobre un secreto indescifrable. ¡Qué amenaza trae una llamada, que arriba del exterior, de la noche, cuando dos correos están en vuelo! Rivière pensaba en los telegramas que les llegan a las familias bajo las lámparas nocturnas, y en la desgracia que, durante unos segundos, casi eternos, se cierne en secreto sobre el rostro del padre. Onda primero sin fuerza, tan tranquila, tan lejos del grito lanzado. Percibía su débil eco en cada discreto campanilleo. Y los movimientos del hombre, que la soledad hacía lento como un nadador entre dos aguas, volviendo de la oscuridad hacia su lámpara, como un buzo al remontarse, le parecían cada vez henchidos de secretos.
—No se mueva. Voy yo.
Rivière descolgó el aparato y oyó un murmullo de gente.
—Aquí, Rivière.
Un débil tumulto, luego una voz:
—Le pongo en comunicación con la estación de radio.
Un nuevo tumulto, el de las clavijas en el cuadro; luego otra voz:
—Aquí, la estación de radio. Vamos a comunicarle los telegramas.
Rivière los anotaba y meneaba la cabeza:
—Bien… Bien.
Sin importancia. Mensajes regulares del servicio. Río de Janeiro pedía una información. Montevideo hablaba del tiempo, y Mendoza del material. Eran los ruidos familiares de la casa.
—¿Y los correos?
—El tiempo es tempestuoso. No los entendemos.
—Bien.
Rivière consideró que la noche aquí era pura, las estrellas brillantes, pero los radiotelegrafistas descubrían en ella el aliento de lejanas borrascas.
—Hasta luego.
Rivière se levantó, el secretario le abordó:
—Las notas del servicio, para la firma, señor…
—Bien.
Rivière descubría en él una gran amistad por este hombre, que cargaba también con el peso de la noche. «Un camarada de combate —pensaba Rivière—. No sabrá nunca, sin duda, cuánto nos une esta vela».
Cuando volvía a su despacho particular, con un legajo de papeles en la mano, Rivière experimentó en su costado derecho el vivo dolor que, desde hacía algunas semanas, le atormentaba.
«No estoy bien…».
Se apoyó por un instante contra la pared:
«Pero es ridículo».
Luego alcanzó su sillón.
Una vez más se sentía entumecido como un viejo león, y una gran tristeza le embargó.
«¡Tanto trabajo para acabar así! Tengo cincuenta años; en cincuenta años he llenado mi vida, me he formado, he luchado, he alterado el curso de los acontecimientos; y he aquí lo que ahora me ocupa, y me llena, y hace decrecer el mundo en importancia… Es ridículo».
Esperó, enjugóse un leve sudor, y, cuando el malestar se hubo calmado, trabajó.
Examinaba lentamente las notas.
«Hemos comprobado en Buenos Aires que, mientras se desmontaba el motor 301…, impondremos una sanción grave al responsable».
Firmó.
«La escala de Florianópolis, no habiendo observado las instrucciones…».
Firmó.
«Desplazaremos por medida disciplinaria al jefe de aeropuerto Richard, que…».
Firmó.
Luego, como aquel dolor en el costado, adormecido pero presente y nuevo como un nuevo sentido de la vida, le obligaba a pensar en sí, casi se amargó.
«¿Soy justo o injusto? Lo ignoro. Si castigo, las averías disminuyen. El responsable no es el hombre, sino algo como una potencia oscura que jamás se alcanza si no se alcanza a todo el mundo. Si fuese muy justo, un vuelo nocturno sería cada vez un peligro de muerte».
Le invadió cierto cansancio por haber trazado tan duramente esta vía. Pensó que la piedad es buena. Seguía hojeando las notas, absorto en su ensueño.
«…en cuanto a Roblet, a partir de hoy, cesará de formar parte de nuestro personal».
Vio con la imaginación a aquel viejo bonachón y se le hizo presente la conversación de la noche anterior.
«—Un ejemplo; ¿qué quiere usted? Es un ejemplo.
»—Pero, señor; pero, señor. Por una vez, sólo por una vez; piense usted en ello, ¡he trabajado toda mi vida!
»—Es preciso dar un ejemplo.
»—Pero, señor… ¡Vea usted, señor!».
Entonces surgió aquella gastada cartera y aquella vieja hoja de periódico donde aparece Roblet, joven, al lado de un avión.
Rivière veía temblar las viejas manos sobre aquella gloria ingenua.
«—Es el año 1910, señor… ¡Soy yo quien montó, aquí, el primer avión de la Argentina! ¡La aviación, después de 1910…! ¡Señor, son veinte años! ¿Cómo puede usted entonces decir…? ¡Y los jóvenes, señor, cómo se van a reír en el taller…! ¡Ah, se reirán como locos!
»—Eso no me importa.
»—¿Y mis hijos, señor? ¡Yo tengo hijos!
»—Ya se lo he dicho: le ofrezco una plaza de peón.
»—¡Mi dignidad, señor, mi dignidad! Pero, señor, son veinte años de aviación, un antiguo obrero como yo…
»—De peón.
»—¡Rehúso, señor, rehúso!».
Las viejas manos temblaban, y Rivière apartó los ojos de aquella piel ajada, gruesa y bella.
«—De peón.
»—No, señor, no…, quiero decirle aún…
»—Puede retirarse».
Rivière pensó: «No es a él a quien he despedido así, tan brutalmente; es al mal del que él, tal vez, no es responsable, pero que sucedía a causa de él».