Waylander (25 page)

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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

BOOK: Waylander
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Había llegado el momento de matar.

No había disfrutado mucho de la cacería. Podría haber matado a Waylander en una docena de ocasiones, pero hacían falta dos para jugar, y Waylander se había negado a participar en el juego. Al principio eso lo irritaba; en cierto modo sentía que su víctima lo despreciaba. Pero a medida que pasaban los días se dio cuenta de que a Waylander sencillamente le traía sin cuidado. Por lo tanto, Cadoras no había lanzado la flecha fatal.

Quería saber por qué. Habría deseado acercarse a la caravana, sentarse frente a Waylander y preguntárselo.

Cadoras era cazador desde hacía más de una década y conocía el oficio mejor que nadie. En el más mortífero de los juegos él era un maestro: conocía todas sus facetas, cada una de sus reglas inflexibles: el cazador acechaba, la víctima lo esquivaba y salía huyendo, o se volvía y se defendía. Pero la presa no se comportaba jamás como si no existiese.

Cadoras esperaba que Waylander lo persiguiera y había dispuesto elaboradas trampas alrededor de su campamento. Se había pasado las noches oculto entre los árboles con el arco tensado, mientras las mantas, junto al calor del fuego, cubrían sólo piedras y ramas. Ese día acabarían las preguntas que lo consumían. Mataría a Waylander y volvería a casa.

¿A casa?

Paredes altas, habitaciones desangeladas y mensajeros de mirada fría que acudían a ofrecerle oro a cambio de muerte. Como una tumba con ventanas.

—¡Maldito seas, Waylander! ¿Por qué me lo has puesto tan fácil?

—Era mi única defensa —contestó Waylander. Cadoras se volvió rápidamente al notar la espada de acero reluciente que descansaba sobre su espalda. Se quedó helado. Luego se relajó y acercó lentamente la mano derecha a los cuchillos ocultos en la bota—. No hagas tonterías —añadió Waylander—. Puedo abrirte la garganta antes de que tengas tiempo de pestañear.

—¿Y ahora qué, Waylander?

—Aún no lo he decidido.

—Tendría que haberte matado.

—Sí, la vida está llena de «tendría que». Quítate las botas… despacio. —Cadoras hizo lo que le pedía—. Ahora el cinturón y el jubón. —Waylander apartó las armas y las arrojó sobre la hierba.

—¿Lo habías planeado? —preguntó Cadoras, reclinándose apoyado en los codos. Waylander asintió con un gesto, envainó la espada y se sentó a unos diez metros del cazador—. ¿Quieres un poco de cecina? —ofreció Cadoras. Waylander hizo un gesto de negación, extrajo un cuchillo arrojadizo y sopesó la hoja en la mano derecha.

—Antes de que me mates, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Por supuesto.

—¿Cómo sabías que esperaría tanto?

—No lo sabía, simplemente confiaba en que lo hicieras. Deberías saber mejor que nadie que el cazador tiene todas las ventajas. Nadie está a salvo del asesino, sea rey o campesino. Pero tú tenías que demostrar algo, Cadoras, y eso te convirtió en una presa fácil.

—No tengo que demostrar nada.

—¿De veras? ¿Ni siquiera a ti mismo?

—¿Qué, por ejemplo?

—Que eres el mejor cazador.

—Orgullo —dijo Cadoras. Se reclinó y observó el cielo—. Vanidad. Nos convierten en unos estúpidos.

—Somos estúpidos de todos modos; de lo contrario seríamos granjeros y nos dedicaríamos a ver crecer a nuestros hijos.

—¿Por eso has decidido ser un héroe? —Cadoras se tendió de lado, apoyándose en un codo, y sonrió irónicamente.

—Tal vez —admitió Waylander.

—¿Está bien pagado?

—No lo sé. No llevo mucho tiempo siéndolo.

—¿Sabes que la Hermandad volverá?

—Sí.

—No sobrevivirás.

—También lo sé.

—Entonces ¿por qué lo haces? Te he visto con la mujer. ¿Por qué no la llevas a Gulgothir y te vas al este, a Ventria?

—¿Crees que allí estaría más seguro?

—Es difícil saberlo. —Cadoras meneó la cabeza—. Pero al menos tendrías una oportunidad; así no tienes ninguna.

—Me conmueve tu preocupación.

—Tal vez no lo creas, pero es sincera. Te respeto, Waylander, pero me das pena. Estás condenado… y te lo has buscado tú mismo.

—¿Por qué?

—Porque estás atado de pies y manos. No sé qué te ha pasado, pero ya no eres Waylander el Destructor. Si lo fueras, ya habría muerto. El Destructor no habría perdido el tiempo hablando.

—No lo discuto, pero el Cadoras de antes no habría esperado para lanzar una flecha.

—Quizá ambos estamos envejeciendo.

—Recoge tus armas y vete —dijo Waylander envainando el cuchillo y poniéndose de pie tranquilamente.

—No te prometo nada —declaró Cadoras—. ¿Por qué lo haces?

—Vete.

—¿Por qué no me entregas de paso el cuchillo y me ofreces también la garganta?

—¿Estás irritado porque no te he matado?

—Piensa en qué has sido, Waylander, y sabrás por qué me irrito. —Cadoras recuperó sus armas. Se puso las botas, ajustó la cincha y montó.

Waylander lo vio marcharse hacia el sur, subió a la cima de la colina para buscar el caballo y se acomodó en la silla. Al norte, la calima ocultaba la caravana, pero Waylander no tenía ningún deseo de alcanzarla antes de la puesta de sol.

Pasó el día explorando las colinas boscosas y durmió dos horas junto a un estanque de piedra sombreado de abetos. Al anochecer vio al norte una espiral de humo en el cielo y lo invadió el pánico. Ensilló rápidamente el caballo capón y, espoleando al animal, emprendió un furioso galope entre los árboles. Forzó el paso durante casi una milla; luego recobró la sensatez y siguió cabalgando a medio galope. Se sentía aturdido y sabía qué encontraría antes de llegar a la cumbre de la última colina. Había demasiado humo para tratarse de una simple hoguera de campamento, incluso de diez. Cabalgó hasta la cima y vio las carretas quemadas. Estaban dispuestas en un semicírculo improvisado, como si los carreteros, al ver el peligro, sólo hubieran contado con unos segundos para formar un arco defensivo. El suelo estaba cubierto de cadáveres y los buitres se agolpaban en bandadas pendencieras.

Waylander bajó lentamente por la ladera. No habían hecho prisioneros. A muchos los habían atrapado vivos y los habían torturado hasta morir. Había un niño clavado a un árbol y varias mujeres sujetas a estacas con hogueras encendidas sobre el pecho. Un poco más al norte los hombres de Durmast yacían formando un círculo tosco, rodeados de guerreros nadir muertos. Los buitres ya habían comenzado su trabajo y Waylander no se veía capaz de soportar la búsqueda del cadáver de Danyal. Enfiló el caballo hacia el oeste.

No resultaba difícil seguir el rastro, incluso a la luz de la luna. Waylander montó la ballesta.

Su mente comenzó a poblarse de imágenes y apareció el rostro de Danyal…

Waylander pestañeó; las lágrimas le aguijoneaban los ojos. Reprimió los sollozos que pugnaban por salir de la garganta y sintió que algo moría en su interior. Enderezó la espalda como si se hubiera quitado un peso de encima y el pasado reciente pasó flotando por el ojo de su mente como si fuera un sueño ajeno. Vio el rescate del sacerdote, el salvamento de Danyal y los niños, la batalla de Masin y la promesa hecha a Orien. Observó asombrado cómo Cadoras se marchaba y quedaba en libertad para atacar de nuevo. Se oyó a sí mismo hablándole de héroes y se le escapó una risita seca. ¡Qué tonto le habría parecido!

Hewla tenía razón: el amor había estado a punto acarrearle la ruina. Pero los nadir habían matado a Danyal y pagarían por ello. Aunque fueran cientos. Aunque no tuviera ninguna posibilidad de ganar.

Lo único cierto era que Waylander el Destructor había vuelto.

Danyal se arrodilló junto a Durmast en la ladera de una colina con vistas a un pueblo ribereño de construcciones irregulares de madera. La colina estaba cubierta por una arboleda densa, y tenían los caballos ocultos en una hondonada a unos sesenta pasos al sur.

Estaba cansada. El día anterior habían escapado por unos segundos de la incursión nadir y se sentía profundamente avergonzada por la huida. Durmast se había ido a explorar la zona oeste y lo vio acercarse al galope a lomos del bayo capón, con el hacha en la mano, perseguido por la partida de guerreros nadir. Mientras las flechas pasaban rozándolo, avanzó con un ruido atronador a lo largo de las carretas, se detuvo junto a la del panadero y llamó a gritos a Danyal, que montó sin pensárselo. Durmast espoleó el animal y se dirigió a las colinas. Se mentiría a sí misma si afirmara que no sabía que la llevaba a un lugar seguro mientras que los demás quedaban condenados a una muerte salvaje y cruel. Y se odiaba por su debilidad.

Cuatro jinetes nadir los persiguieron hasta las colinas. Una vez en el bosque, Durmast la empujó de la silla y giró el caballo para hacerles frente. Mató al primero de ellos de un hachazo en la caja torácica. El segundo le arrojó una lanza; el gigante la apartó y lo decapitó. La terrible escena había sido tan rápida y caótica que Danyal no fue capaz de asimilar lo sucedido después. Durmast cargó contra los jinetes restantes y los caballos huyeron colina abajo en un remolino de cascos y polvo. Se irguió como un dios de la guerra con su hacha de plata destellando a la luz del sol. Los cuatro hombres habían muerto. Recogió de las alforjas su botín de agua y comida y le entregó un poni nadir sin decir una palabra. Se internaron entre los árboles y se dirigieron al norte.

Como la temperatura bajó por la noche, se pusieron a dormir bajo la misma manta. Durmast, con quien no había intercambiado ni una palabra, se quitó la ropa y la abrazó.

Danyal se volvió hacia él y le sonrió con dulzura. Los ojos de Durmast se agrandaron al notar el frío del acero en los riñones.

—El cuchillo está muy afilado, Durmast. Te sugiero que te calmes y te duermas.

—Con un simple «no» habría bastado, mujer —dijo con los ojos azules encendidos de cólera.

—Entonces te lo diré: «no». ¿Me das tu palabra de que no me tocarás?

—Por supuesto.

—Ya sé que tu palabra es tan firme como una rama mustia, de modo que permíteme que te diga una cosa: si me violas, haré todo lo posible por matarte.

—No soy un violador, mujer. Nunca lo he sido.

—Me llamo Danyal. —Apartó el cuchillo y le dio la espalda.

—No tienes una buena opinión de mí, Danyal —dijo Durmast sentándose y rascándose la barba—. ¿Por qué?

—Vete a dormir, Durmast.

—Respóndeme.

—¡Vaya pregunta! Llevas a esos pobres al matadero y escapas sin una mirada atrás. Eres un animal; tus hombres habrán muerto allí, y tú simplemente has huido.

—Hemos huido —aclaró.

—Sí, y no creas que no me desprecio por lo que he hecho.

—¿Qué esperabas que hiciera, Danyal? Si me hubiera quedado, tal vez habría matado a seis o siete nadir y finalmente habría muerto junto con los demás. No tenía sentido.

—Los has traicionado a todos.

—Sí, pero a mí también me han traicionado. Había llegado a un acuerdo con Butaso, el cacique nadir.

—Eres increíble. Los viajeros te habían pagado; tenían derecho a esperar tu lealtad. En cambio, los vendiste a los nadir.

—Hay que pagar una prima para cruzar a salvo las tierras nadir.

—Dile eso a los muertos.

—Los muertos no oyen.

Danyal se levantó, se alejó llevándose la manta y se cubrió con ella los hombros.

—Su muerte no te afecta, ¿verdad?

—¿Por qué iba a hacerlo? No he perdido a ningún amigo. Todo muere; a ellos les había llegado el momento.

—Eran seres humanos, familias. Habían puesto su vida en tus manos.

—¿Qué eres? ¿Mi conciencia?

—¿La tienes?

—Tienes la lengua tan afilada como la daga. Me pagaron para que los guiara. ¿Es culpa mía que un comeperros nadir faltara a su palabra?

—¿Por qué te has molestado en rescatarme?

—Porque quería dormir contigo. ¿También eso es un crimen?

—No, pero no resulta muy halagador.

—Dioses, mujer, ¡a Waylander lo recibes con los brazos abiertos! No es de extrañar que haya cambiado: eres como un ácido para el alma. Ahora bien, ¿podemos compartir la manta?

Al día siguiente viajaron en silencio hasta que alcanzaron la última línea de colinas antes de llegar al río. Detuvieron los caballos y Durmast señaló las distantes montañas azules al noroeste.

—El pico más alto es el Raboas, el Gigante Sagrado. El río nace en esa cordillera y desemboca en el mar a unas cien millas al norte de Purdol Es el Rostrias, el río de los Muertos.

—¿Cuál es tu plan?

—Allí hay un pueblo. Reservaré pasajes para un barco y nos dirigiremos al Raboas.

—¿Y Waylander?

—Si está vivo, lo veremos allí.

—¿Por qué no esperarlo en el pueblo?

—No irá al pueblo, se dirigirá hacia el noroeste. Nosotros hemos ido hacia el noreste para evitar que nos persiguieran. Butaso pertenece a los lanza, una tribu occidental; ahora estamos en tierras de los cabeza de lobo,

—Creía que viajabas sólo hasta Gulgothir.

—He cambiado de idea.

—¿Por qué?

—Porque soy drenai. ¿Por qué no ayudar a Waylander a recuperar la Armadura de Bronce?

—Porque no obtienes ningún beneficio.

—Vamos —dijo irritado, espoleando el caballo e internándose entre los árboles.

Durmast ocultó los caballos en una hondonada y subió a gatas a la cima que daba al pueblo. Había una veintena de casas y siete almacenes construidos a lo largo de un grueso muelle de madera. Detrás de los almacenes había un edificio bajo y alargado con un porche sombreado.

—Es la posada —dijo Durmast—, y a la vez la principal tienda de provisiones. No parece que haya jinetes nadir en los alrededores.

—¿Esos no son nadir? —preguntó Danyal, señalando a un grupo de hombres sentados junto al muelle.

—No. Son notas. No son una tribu. Originalmente eran parias; ahora cultivan la tierra y comercian por el río. Los nadir recurren a ellos para surtirse de herramientas, armas, mantas y cosas por el estilo.

—¿Aquí te conocen?

—Me conocen en casi todas partes, Danyal.

Entraron juntos en el pueblo y ataron los caballos en los postes que había fuera de la posada. El interior estaba en penumbra y olía a sudor, a cerveza rancia y a comida nadando en grasa. Danyal se dirigió a una mesa junto a una ventana con los postigos cerrados; levantó el travesaño y abrió los postigos, golpeando con fuerza en la espalda a un hombre que estaba en el exterior.

—¡Imbécil! —gritó. Danyal le dio la espalda y se sentó, pero cuando el hombre se precipitó en el interior de la posada, todavía gritando, ella se puso de pie y desenvainó la espada. El hombre se detuvo en seco al verla avanzar. Era corpulento y llevaba una chaqueta de piel con un grueso cinturón negro del que pendían dos cuchillos largos.

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