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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

Waylander (8 page)

BOOK: Waylander
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Al bajar por la colina vio que cuatro hombres salían de los árboles.

Frunció el ceño y siguió caminando. Dardalion no los había visto y estaba hablando con el niño, Culas.

Mientras Waylander se aproximaba, los hombres se separaron. Los cuatro eran barbudos y de expresión torva. Todos llevaban una espada larga y dos de ellos, arcos. La ballesta de Waylander pendía de su cinturón, pero no servía de nada, pues los brazos de metal se encontraban plegados.

Cuando Waylander pasó por su lado, Dardalion se volvió y vio a los recién llegados. Las hermanas dejaron de recoger flores y, en compañía de Culas, corrieron hacia Danyal. Dardalion se quedó de pie justo detrás de Waylander.

—Bonitos caballos —dijo el hombre que estaba en el centro del grupo. Era más alto que los demás y llevaba una capa verde de lana tejida a mano.

Waylander no dijo nada y Dardalion sintió que la tensión iba en aumento. Se secó la palma en la camisa y enganchó el pulgar en el cinturón, cerca de la empuñadura del cuchillo. El recién llegado de capa verde advirtió el movimiento y sonrió; los ojos azules se volvieron con rapidez a Waylander.

—No ofreces gran cosa en materia de recibimientos, amigo mío —dijo.

—¿Has venido para morir? —preguntó suavemente Waylander mientras sonreía.

—¿Por qué hablar de muerte? Somos todos drenai. —Ahora el hombre parecía incómodo—. Me llamo Baloc y ellos son mis hermanos Lak, Dujat y Meloc, el menor. No estamos aquí para haceros daño.

—Si así fuera no importaría —dijo Waylander—. Di a tus hermanos que se sienten y se pongan cómodos.

—No me gustan tus modales —dijo Baloc, poniéndose rígido. Retrocedió un paso y los hermanos se distribuyeron en semicírculo alrededor de Waylander y el sacerdote.

—Me resulta indiferente que te gusten o no —dijo Waylander—. Y si tu hermano hace un movimiento más hacia la derecha, lo mataré.

—Considerando que no llevas espada, eres bueno amenazando. —Baloc se humedeció los labios; su hermano se había detenido inmediatamente.

—Eso debería sugerirte algo —dijo Waylander—. Pero pareces bastante estúpido, de modo que te lo explicaré. No necesito espada para tratar con una escoria como tú. No, no digas ni una palabra, ¡limítate a escuchar! Hoy estoy de buen humor. ¿Entiendes? Si hubierais llegado ayer, probablemente os habría matado sin tanta charla. Pero hoy me siento comunicativo. El sol brilla y todo va bien. Así que coge a tus hermanos y vuelve por donde has venido.

Baloc miró a Waylander a los ojos, inseguro y consciente de que su incomodidad iba en aumento. Dos hombres contra cuatro y ni una espada a la vista. Dos caballos y una mujer como premio. Pero seguía sin estar seguro.

El hombre parecía tan confiado y tranquilo. En su actitud no había ni una pizca de tensión… y tenía unos ojos fríos como lápidas.

—Tanto hablar de muerte… —Baloc sonrió de repente y abrió los brazos—. ¿No hay ya bastantes problemas en el mundo? De acuerdo, nos iremos. —Retrocedió vigilando a Waylander, y sus hermanos lo acompañaron. Desaparecieron entre los árboles.

—Corred —dijo Waylander.

—¿Cómo? —preguntó Dardalion. Pero el guerrero ya había salido disparado en dirección a los caballos, mientras desabrochaba la ballesta del cinturón y la desplegaba.

—¡Al suelo! —aulló. Danyal obedeció, arrastrando consigo a las niñas.

De los árboles brotaron flechas negras. Una pasó zumbando junto a la cabeza de Dardalion, que se zambulló en la hierba; otra estuvo a punto de alcanzar a Waylander. Encajó dos saetas y tensó los brazos de la ballesta; corrió hacia los árboles zigzagueando y agachándose. Las flechas volaban peligrosamente cerca. Una de ellas pasó siseando por encima de Dardalion; oyó un grito sofocado y se echó a rodar. El niño, Culas, que hasta entonces había permanecido de pie, estaba arrodillado por el dolor; con sus manitas asía una flecha que tenía clavada en el vientre.

Dardalion se enfureció y, empuñando el cuchillo, siguió a Waylander. Del bosque brotó un grito… y otro. Dardalion se internó corriendo entre los árboles y vio que dos de los hombres habían caído mientras que Waylander, con un cuchillo en cada mano, se enfrentaba a los otros dos. Baloc corrió hacia delante blandiendo la espada en dirección al cuello de Waylander, que se agachó para esquivarla y le hundió en la ingle el cuchillo que sujetaba en la mano derecha. Baloc se dobló y cayó, arrastrando consigo a Waylander. Mientras el último ladrón se adelantaba corriendo con la espada en alto, Dardalion alzó el brazo y lo bajó de golpe. La hoja negra se alojó en la garganta del maleante, que se tambaleó hacia atrás y cayó a tierra retorciéndose de dolor. Waylander extrajo el cuchillo que le había clavado a Baloc y, agarrándolo del pelo, le tiró la cabeza hacia atrás.

—Algunos no aprenden nunca —dijo abriéndole la yugular.

Se irguió, se acercó al hombre abatido por Dardalion que seguía contorsionándose de dolor, le arrancó el cuchillo y lo enjugó contra el jubón del malhechor antes de devolvérselo al sacerdote. Recuperó las dos saetas de los otros cadáveres, limpió la ballesta y volvió a plegar los brazos junto a la empuñadura.

—¡Una buena puñalada! —dijo.

—Han herido de muerte al niño —le dijo Dardalion.

—Por mi culpa —dijo Waylander amargamente—. Tendría que haberlos matado al instante.

—Podrían no haber sido peligrosos —dijo Dardalion.

—Recoge dos espadas con vaina y un arco —le pidió Waylander—. Voy a ver al niño.

Dejó a Dardalion en el bosque y volvió lentamente adonde estaban los caballos. Las hermanas, sentadas juntas, permanecían en silencio a causa de la impresión; Danyal lloraba con la cabeza de Culas en el regazo. El niño tenía los ojos abiertos y las manos aferradas a la flecha.

—¿Te duele mucho? —Waylander se arrodilló a su lado.

—¡Voy a morir, lo sé! —exclamó el niño después de asentir. Se mordió el labio y brotaron las lágrimas.

—Por supuesto que no —dijo Danyal impetuosamente—. Descansaremos un poquito y te quitaremos la flecha.

—No siento las piernas —sollozó Culas. Soltó la flecha y levantó la mano; estaba empapada en sangre. Waylander extendió el brazo y le cogió la mano.

—Escucha, Culas. No tienes por qué asustarte. Dentro de poco te irás a dormir, eso es todo. Un sueño muy profundo… no te dolerá.

—Ahora me hace daño —dijo Culas—. Es como fuego.

Al mirar el rostro infantil distorsionado por el sufrimiento, Waylander volvía a ver a su hijo, tumbado entre las flores.

—Cierra los ojos, Culas, y escúchame. Hace mucho tiempo tenía una granja. Una granja preciosa; había un poni blanco que corría como el viento… —Mientras hablaba Waylander extrajo el cuchillo y le pinchó el muslo. El chico no reaccionó. Waylander siguió hablando en voz baja y suave y hundió el cuchillo en la ingle de Culas, cortándole la arteria de la parte superior del muslo. La sangre brotó de la herida; la voz de Waylander continuó mientras el rostro de Culas palidecía y sus párpados se teñían de azul.

—Que duermas tranquilo —musitó Waylander, y la cabeza del niño se desplomó a un lado. Danyal pestañeó y alzó la vista, viendo el cuchillo en la mano de Waylander. Su brazo lo golpeó furiosamente a un lado de la cabeza.

—¡Canalla! ¡Eres un canalla despreciable! ¡Lo has matado!

—Sí —dijo. Se puso de pie y se tocó el labio. La sangre manaba del corte en el borde de la boca que le había provocado el puñetazo de ella.

—¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho?

—Me encanta matar niños —dijo sardónicamente, y se fue a buscar el caballo. Dardalion se reunió con él; el sacerdote llevaba ahora la espada larga de Baloc.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó, entregándole otra espada y un cinturón.

—He matado al niño. Habría estado agonizando días y días. ¡Dioses, sacerdote, ojalá no te hubiera conocido jamás! Di a las niñas que monten y dirigíos al norte; voy a explorar los alrededores.

Estuvo una hora cabalgando, alerta y vigilante, hasta que encontró una hondonada poco profunda. Se internó en ella, localizó un lugar para acampar junto a un árbol quebrado y desmontó. Le dio de comer al caballo todo el grano que quedaba, se sentó sobre un tocón y se quedó allí sin moverse una hora más, hasta que la luz empezó a extinguirse. Luego subió caminando por la ladera y se puso a esperar a Dardalion.

El grupo llegó justo cuando el sol se deslizaba tras las montañas occidentales. Waylander los llevó al campamento y bajó a las niñas de la silla.

—Vendrá a verte un hombre, Waylander —dijo Krylla, rodeándole el cuello con los brazos.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho; dijo que vendría a la hora de la cena.

—¿Cuándo lo has visto?

—Hace un rato. Estaba casi dormida; Danyal me abrazaba y debo de haber empezado a flotar. El hombre dijo que te vería esta noche.

—¿Era un hombre agradable? —preguntó Waylander.

—Tenía fuego en los ojos —dijo Krylla.

Waylander encendió una hoguera pequeña en un círculo de piedras y salió a la llanura para ver si se veía el resplandor. Satisfecho al comprobar que el campamento quedaba oculto, se abrió camino entre las hierbas altas en dirección a la hondonada.

Una nube cruzaba la luna y la llanura estaba sumida en la oscuridad. Waylander se detuvo en seco. El susurro de un movimiento a su derecha lo hizo arrojarse al suelo cuchillo en mano.

—Levántate, hijo. —Una voz surgió a su lado. Waylander rodó hacia la izquierda y se apoyó sobre una rodilla esgrimiendo el cuchillo—. No te hará falta el arma. Estoy solo y soy muy viejo. —Waylander volvió al sendero y se acercó con cautela a la orilla derecha—. Eres hombre precavido —añadió la voz—. Muy bien, seguiré adelante y me reuniré contigo junto al fuego.

La nube pasó y la luz plateada bañó la planicie. Waylander se enderezó. Estaba solo. Exploró rápidamente la zona. Nada. Volvió a la hoguera.

Allí sentado, con las manos extendidas en dirección al calor, estaba un anciano. Krylla y Miriel se sentaban a su lado, y Dardalion y Danyal enfrente.

Waylander se aproximó con cautela y el hombre no alzó la vista. Era calvo y sin barba; la piel de la cara le colgaba en finos pliegues. Por la anchura de los hombros Waylander supuso que habría sido fuerte en otros tiempos. Ahora estaba esquelético y tenía los párpados aplastados contra las órbitas.

Era ciego.

—¿Por qué tienes la cara tan mal? —dijo Miriel.

—No siempre ha sido así —dijo el viejo—. En mi juventud me consideraban bien parecido; tenía el cabello rubio y ojos verde esmeralda.

—Ahora tienes muy mal aspecto —dijo Krylla.

—¡Sin duda! Por suerte ya no puedo verme, de modo que me ahorro una gran decepción. Ah, ya vuelve el Vagabundo —añadió el anciano ladeando la cabeza.

—¿Quién eres? —preguntó Waylander.

—Un viajero como tú.

—¿Viajas solo?

—Sí, pero no tan solo como tú.

—¿Eres el místico que habló con Krylla?

—Tengo ese honor; es una niña encantadora. Muy dotada para ser tan joven. Me ha dicho que eres un salvador, un gran héroe.

—Ella me ve con los ojos de un niño —dijo Waylander—. Las apariencias engañan.

—Los niños ven muchas cosas que nosotros ya no podemos ver. De lo contrario, ¿libraríamos guerras tan terribles?

—¿Eres sacerdote? —replicó con brusquedad Waylander—. Estoy harto de sacerdotes.

—No. Sólo soy un estudioso de la vida. Me habría gustado ser sacerdote, pero me temo que mis apetitos siempre han prevalecido. Nunca he podido resistirme a una cara bonita ni a un buen vino. Ahora que soy viejo deseo otros placeres, pero incluso ésos se me niegan.

—¿Cómo nos has encontrado?

—Krylla me mostró el camino.

—Y supongo que querrías viajar con nosotros, ¿no es así?

—¡Ojalá pudiera! —El hombre sonrió—. No, me quedaré con vosotros esta noche; luego debo embarcarme en otro viaje.

—No tenemos mucha comida —dijo Waylander.

—Pero compartiremos con mucho gusto lo que nos queda —dijo Dardalion, moviéndose para sentarse junto al hombre.

—No tengo hambre, gracias de todas formas. ¿Eres el sacerdote?

—Sí.

—Un objeto poco habitual en un sacerdote —dijo el anciano extendiendo el brazo y tocando la daga de Dardalion.

—Es una época poco habitual —respondió Dardalion ruborizándose.

—Debe de serlo. —Se volvió hacia Waylander—. No puedo verte, pero percibo tu poder. Y también tu irritación. ¿Estás enfadado conmigo?

—Todavía no —dijo Waylander—, pero me pregunto cuándo irás al grano.

—¿Crees que oculto algo?

—En absoluto —dijo Waylander en tono seco—. Un ciego se invita a cenar gracias al talento místico de una niña asustada y descubre nuestra hoguera en medio de un verdadero desierto. ¿Puede haber algo más natural? ¿Quien eres y qué quieres?

—¿Siempre tienes que ser tan odioso? —soltó Danyal—. A mí no me importa quién es; le doy la bienvenida. ¿O tal vez te gustaría matarlo? Al fin y al cabo, llevas dos horas sin matar a nadie.

—Dioses, mujer, esta cháchara tuya me revuelve el estómago —refunfuñó el guerrero—. ¿Qué quieres de mí? El niño ha muerto, de acuerdo. En las guerras suceden esas cosas… mueren personas. Y antes de soltar una de tus respuestas viperinas, recuerda esto: cuando os grité que os echarais al suelo, tú te las arreglaste para salvarte. Quizás si hubieras pensado en el niño, no le habrían clavado una flecha en las tripas.

—¡No es justo! —gritó ella.

—La vida es así. —Se cubrió con las mantas y se alejó del grupo; el corazón le latía con fuerza mientras la rabia amenazaba con engullirlo. Se encaminó a zancadas a la cima del promontorio y contempló la llanura. En algún lugar ahí fuera había jinetes que lo buscaban. No podían dejarlo vivo, ya que si fracasaban en la búsqueda perderían sus vidas. Y allí estaba Waylander, atrapado por una mujer y un sacerdote, como un mono en una red mientras se acercan los leones.

Una tontería. Una completa tontería.

No tendría que haber aceptado jamás un contrato de esa serpiente vagriana, Kaem. Era el apodo de la traición. Kaem el Cruel, Kaem el Asesino de Naciones, el que tejía las redes en el centro del ejército vagriano.

Todo su instinto le había gritado que rechazara el contrato con Kaem, pero él no le hizo caso. Ahora el general vagriano habría enviado grupos de asesinos en todas las direcciones; sabrían que no se había dirigido ni al sur ni al oeste, y los puertos del este estarían cerrados para él. Sólo el norte lo atraía, y los asesinos vigilarían todos los caminos que llevaban a Skultik.

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