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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

Waylander (12 page)

BOOK: Waylander
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Al acercarse, les indicó con una señal que giraran en dirección a las ruinosas puertas de la muralla occidental y ordenó que apartaran las carretas para que pasaran los caballos.

—Ve a interrogarlos —ordenó a Sarvaj.

El joven soldado bajó al patio en el momento en que el grupo desmontaba, y su mirada se vio atraída al instante por el hombre de la capa de cuero negro. Era alto, con el pelo oscuro salpicado de gris y ojos de un color castaño tan profundo que parecía no haber ni rastro de pupilas. Tenía un rostro sombrío y poco expresivo, y se movía con precaución, siempre con mesura. En la mano sostenía una pequeña ballesta y del ancho cinturón negro pendían varios cuchillos.

—Buenos días —dijo Sarvaj—. ¿Vienes de lejos?

—De bastante lejos —respondió el hombre, volviendo la vista a las carretas que estaban colocando otra vez en su sitio.

—Sin duda sería más seguro para vosotros que continuarais vuestro camino.

—No —dijo el hombre con calma—. Los invasores vagrianos están por todas partes.

—Nos buscan —dijo Sarvaj. El hombre asintió y se dirigió a las almenas mientras Sarvaj se volvía hacia el otro hombre, que permanecía junto a la mujer joven y las dos niñas.

—Bienvenidos a Masin —dijo dándole la mano. Dardalion se la estrechó cálidamente. Sarvaj le hizo una reverencia a Danyal y se agachó ante las niñas—. Me llamo Sarvaj —les dijo, quitándose el yelmo emplumado. Asustadas, las hermanas se aferraron a las faldas de Danyal y giraron la cabeza—. Siempre se me han dado bien los niños —añadió con sonrisa irónica.

—Han sufrido mucho —dijo Danyal—, pero estarán mejor dentro de un rato. ¿Tenéis algo de comida?

—Qué descuidado soy. Venid por aquí.

Los condujo al Torreón, donde el cocinero estaba preparando el desayuno: avena caliente y cerdo frío. Se sentaron ante una mesa improvisada. El cocinero les sirvió platos de avena, pero las niñas los apartaron en cuanto la probaron.

—Es horrible —dijo Miriel.

—¿Qué tiene de malo, princesa? —preguntó uno de los hombres sentados junto a ellos, acercándose.

—Está amargo.

—Tienes un poco de azúcar escondido en el pelo. ¿Por qué no lo endulzas?

—No tengo azúcar —dijo la niña. El hombre se inclinó, le alborotó el cabello y abrió la mano mostrando un diminuto saquito de cuero depositado en la palma. Lo abrió y vertió un poco de azúcar sobre la avena.

—¿Yo también tengo azúcar en el pelo? —preguntó Krylla con vehemencia.

—No, princesa, pero estoy seguro de que a tu hermana no le importará compartir el suyo. —Añadió el resto de su pequeña reserva al plato de Krylla. Las hermanas empezaron a comer.

—Gracias —dijo Danyal.

—Es un placer, señora. Soy Vaneck.

—Sois muy amable.

—Me gustan los niños —dijo, y volvió a su mesa. Danyal advirtió que cojeaba ligeramente.

—Se le cayó un caballo encima hace cosa de dos años —dijo Sarvaj—. Le aplastó el pie. Es un buen hombre.

—¿Os sobran armas aquí? —preguntó Dardalion.

—Hemos capturado algunos pertrechos vagrianos. Hay espadas, arcos y petos.

—¿Tienes que luchar, Dardalion? —preguntó Danyal.

Sarvaj, al advertir la preocupación en su voz, dirigió la mirada al joven, que extendió el brazo y tomó la mano de Danyal sin responder. Sarvaj pensó que parecía bastante fuerte, aunque su rostro era amable: más propio de un estudioso que de un guerrero.

—No tenéis por qué luchar, señor —dijo Sarvaj—. No es obligatorio.

—Gracias, pero ya he escogido mi camino. ¿Me ayudaríais a escoger un arma? No tengo mucha experiencia al respecto.

—Por supuesto. Habladme de vuestro amigo.

—¿Qué queréis que os cuente? —preguntó Dardalion.

—Parece más bien un solitario —dijo Sarvaj sin mucha convicción, sonriendo con una mueca—. No es el tipo de persona que esperaría encontrar acompañado de mujer y niños.

—Nos salvó la vida, y eso dice más en su favor que su aspecto.

—Desde luego —admitió Sarvaj—. ¿Cómo se llama?

—Dakeyras —contestó Dardalion rápidamente. Sarvaj reparó en la expresión de Danyal y no insistió más; había en juego asuntos mucho más importantes que un cambio de nombre. Era probable que Dakeyras fuera un fugitivo de la ley, lo cual seis meses antes habría tenido importancia. Ahora ya no.

—Habló de patrullas vagrianas. ¿Las habéis visto?

—Hay unos quinientos soldados —dijo Dardalion—. Estaban acampados en una hondonada al noreste.

—¿Ya no están?

—Se marcharon una hora antes del amanecer en busca de alguna señal de vuestras carretas.

—Conocéis muy bien sus movimientos.

—Soy místico; en otros tiempos fui sacerdote de la Fuente.

—¿Y queréis armas?

—He experimentado un cambio de perspectiva, Sarvaj.

—¿Puedes ver dónde están los vagrianos ahora?

—Descubrieron las huellas en el sitio donde girasteis al oeste —dijo Dardalion después de cerrar los ojos y apoyar la cabeza sobre los codos. Al cabo de unos segundos los abrió de nuevo—. Ahora vienen hacia aquí.

—¿Qué regimiento es?

—Ni idea.

—Descríbeme el uniforme.

—Capa azul, peto negro y el rostro cubierto por un yelmo.

—¿Los visores son lisos o repujados?

—En la frente llevan la imagen de un lobo gruñendo.

—Gracias, Dardalion. Excúsame. —Sarvaj se levantó de la mesa y regresó a las almenas, donde Gellan supervisaba la distribución de flechas a los hombres: un carcaj de cincuenta para cada arquero.

Sarvaj se quitó el yelmo y se pasó los dedos por el pelo ralo.

—¿Confías en él? —preguntó Gellan después de que Sarvaj le diera las noticias.

—Diría que es sincero. Puede que me equivoque.

—Lo sabremos en menos de una hora.

—Sí. Pero si está en lo cierto, nos enfrentamos a la Jauría.

—Sólo son hombres, Sarvaj; no tienen nada de sobrenatural.

—No es lo sobrenatural lo que me preocupa —dijo el soldado—. Es el hecho de que siempre ganan.

Waylander desensilló el caballo y guardó las alforjas dentro del Torreón. Llevó sus armas a las ruinosas almenas de la muralla occidental. Dejó apoyados contra la muralla seis cuchillos arrojadizos y dos carcajs con saetas para la ballesta. Vio a Dardalion y a Sarvaj junto a una carreta al lado de la muralla oriental; las habían alineado allí formando un cercado para los bueyes.

Waylander cruzó a zancadas el patio. Dardalion había desechado la espada y la vaina que le había cogido al bandolero muerto y había seleccionado un sable de acero azul. El espadón era demasiado pesado para el físico enjuto del sacerdote. Sarvaj sacó un peto de debajo de la cubierta de lona. Estaba envuelto en tela impermeable, y cuando lo puso a la luz del sol brilló como la plata.

—De un oficial vagriano de los Jinetes Azules —dijo Sarvaj—, Hecho a medida. Pruébatelo. —Rebuscando más a fondo en las profundidades de la carreta, extrajo un gran paquete. Arrancó el envoltorio y dejó al descubierto una capa blanca ribeteada de cuero.

—Llamarás la atención como un cisne entre cuervos —dijo Waylander, pero Dardalion se limitó a hacer una mueca y se deslizó la capa sobre los hombros. Meneando la cabeza, Waylander trepó a la carreta; seleccionó dos espadas cortas de acero azul con vainas a juego y se las sujetó al cinturón. Estaban desafiladas y se dirigió a las almenas para afilarlas.

Cuando Dardalion se reunió con él, Waylander pestañeó incrédulo, con expresión de soma. Llevaba un yelmo con un penacho de crin blanca abrochado en la barbilla, y la capa ribeteada de cuero cubría un peto repujado con un águila en vuelo. Un faldón de cuero tachonado en plata le protegía los muslos y tenía las pantorrillas cubiertas por espinilleras de plata. En el flanco llevaba colgado un sable de caballería, y sobre la cadera izquierda un cuchillo largo y curvo enfundado en una vaina enjoyada.

—Tienes un aspecto ridículo —dijo Waylander.

—Es muy probable. Pero ¿servirá?

—Servirá para que los vagrianos vuelen hacia ti atraídos como moscas a la miel.

—La verdad es que me siento un poco estúpido.

—Pues quítatelo y busca algo menos llamativo.

—No. No sabría explicarlo, pero está bien así.

—Entonces mantente alejado de mí, sacerdote. ¡Quiero seguir vivo!

—¿No te buscarás una armadura?

—Tengo la cota de malla. No pienso quedarme en un sitio lo bastante para que me hieran.

—Te agradecería algún consejo sobre esgrima —dijo Dardalion.

—¡Dioses de la Misericordia! —exclamó Waylander—. Lleva años aprender y tú dispones de una hora, quizá dos. No hay nada que pueda enseñarte; sólo que vigiles la garganta y la ingle. ¡Protege las tuyas y apunta a las de los demás!

—Por cierto, le he dicho a Sarvaj, el soldado que nos recibió, que te llamabas Dakeyras.

—No tiene importancia. Pero gracias de todos modos.

—Lamento que te hayas metido en todo esto por salvarme —dijo Dardalion.

—Yo me metí en esto; no te culpes. Simplemente intenta conservar la vida, sacerdote.

—Estoy en manos de la Fuente.

—Lo que sea. Mantente de espaldas al sol, ¡así los cegarás con tu magnificencia! Y llévate una cantimplora con agua; descubrirás que la batalla seca la garganta.

—Sí, lo haré. Yo…

—Basta de discursos, Dardalion. Vete a buscar el agua y colócate ahí abajo, junto a las carretas. La acción transcurrirá allí.

—Tengo la impresión de que he de decir algo. Te debo la vida… Pero las palabras no me salen.

—No hace falta que digas nada. Eres una buena persona, sacerdote, y me alegro de haberte salvado. Y ahora hazme el favor, vete de una vez.

Dardalion regresó al patio y Waylander preparó la ballesta, comprobando la tensión de las cuerdas. Satisfecho, la depositó con suavidad sobre el muro de piedra. Cogió una tira corta de cuero y se recogió el cabello en la nuca.

—Buenos días —dijo un soldado joven y barbudo, aproximándose—. Me llamo Jonat. Ésta es mi sección.

—Dakeyras —dijo Waylander tendiéndole la mano.

—Tu amigo parece ir vestido para un banquete real.

—Es lo mejor que ha podido encontrar. Pero aguantará.

—No lo dudo. ¿Piensas apostarte aquí?

—Esa es mi intención —dijo Waylander secamente.

—Es que éste es el mejor sitio para cubrir la brecha y preferiría poner aquí a uno de mis arqueros.

—Entiendo —dijo Waylander, levantando la ballesta y tensando la cuerda superior. Colocó una saeta y echó un vistazo a la carreta que bloqueaba la puerta en ruinas; la vara del carro estaba levantada y formaba una cruz con el yugo de los bueyes. Waylander estiró la cuerda inferior y encajó una saeta.

—¿Qué anchura diríais que tiene el yugo? —preguntó Waylander.

—Lo bastante estrecho para que resulte un blanco difícil —convino Jonat.

Waylander alzó el brazo. Una saeta negra surcó el aire y se clavó en el lado derecho del yugo, y otra se incrustó en el izquierdo.

—Interesante —comentó Jonat—. ¿Puedo intentarlo?

Waylander le entrego el arma y Jonat la hizo girar en sus manos. Era de una factura impecable. Jonat la cargó con una flecha y, apuntando a la vara central, disparó. La flecha pasó de largo junto a la madera y golpeó el empedrado del patio despidiendo una lluvia de chispas.

—Bonita arma —dijo Jonat—. Me encantaría practicar con ella.

—Si me sucediera algo —dijo Waylander—, puedes quedarte con ella.

—¿Te quedarás aquí, entonces? —preguntó Jonat después de asentir con un gesto.

—Creo que sí.

De repente se oyó un grito de alerta que venía de la muralla oriental. Jonat corrió hacia las escaleras de las almenas, uniéndose a la tromba de soldados que se precipitaban a observar al enemigo. Waylander se apoyó en el muro; ya había visto muchos ejércitos en su vida. Tomó un trago de la cantimplora y se enjuagó la boca con el agua tibia antes de tragársela.

Jonat se encontró con Gellan y Sarvaj en la muralla oriental.

En la llanura se veían unos seiscientos jinetes vagrianos; dos exploradores se adelantaron al galope hacia la muralla occidental. Luego dieron media vuelta. Los oficiales vagrianos desmontaron y se sentaron juntos en el centro. No ocurrió nada durante varios minutos; después uno de ellos se puso de pie y volvió a montar.

—Quieren hablar —murmuró Sarvaj.

—Soy Ragic. —El oficial se había acercado a la muralla oriental con la mano alzada—. Hablo en nombre del duque Ceoris —vociferó—. ¿Quién representa a los drenai?

—Yo — gritó Gellan.

—¿Cómo os llamáis?

—No es asunto vuestro. ¿Qué tenéis que decir?

—Como podéis ver, os aventajamos enormemente. El duque Ceoris os ofrece la oportunidad de rendiros.

—¿En qué condiciones?

—Podéis iros en cuanto entreguéis las armas.

—¡Muy generoso!

—Entonces ¿aceptáis?

—He oído hablar del duque Ceoris. Se dice que su palabra vale tanto como las promesas de una puta lentriana. Carece de honor.

—¿De modo que os negáis?

—No hago tratos con chacales —dijo Gellan.

—Lo lamentaréis el resto de vuestra vida —gritó el heraldo sacudiendo las riendas y espoleando el caballo para volver a las líneas enemigas.

—Probablemente tenga razón —murmuró Jonat.

—Apresta a los hombres —dijo Gellan—. Los vagrianos no tienen cuerdas ni equipos de asedio, lo cual significa que atacarán por la brecha. ¡Sarvaj!

—Señor.

—Deja sólo cinco hombres en cada muralla. Que el resto vaya con Jonat. ¡Rápido!

Sarvaj saludó y se marchó de las almenas. Jonat lo siguió.

—Tendríamos que habernos largado antes —dijo Jonat.

—Cierra el pico —replicó Sarvaj irritado.

Los vagrianos espolearon los caballos, guiándolos a medio galope hacia la derecha, en dirección a la muralla occidental. Se detuvieron justo fuera del límite del alcance de las flechas, desmontaron, clavaron las lanzas en la tierra y ataron a ellas sus monturas. Avanzaron lentamente con los escudos en alto y las espadas desenvainadas.

Dardalion, que los observaba, se humedeció los labios. Se secó en la capa las manos sudorosas.

—Menudos cabrones —le dijo Jonat sonriendo con una mueca.

Dardalion asintió con un gesto. Se dio cuenta de que no era el único que tenía miedo. A su alrededor los hombres estaban tensos, y hasta Jonat tenía el rostro rígido y los ojos más brillantes. Alzó la vista hacia Waylander que, sentado contra el muro, estaba acomodando delante de él las saetas para la ballesta. Era el único que no observaba el avance de los soldados. A la derecha, un hombre lanzó una flecha que surcó el aire en dirección a los vagrianos; uno de los soldados enemigos alzó el escudo y la flecha rebotó contra él.

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