Yo, mi, me… contigo (6 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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14

Lo primero que oí a continuación fue:

—¡Mi madre no castra ovejas!

Lo primero que vi fue a un hombre enfurecido, con bigote y de pie encima de mí, que por lo visto estaba tirada en el suelo. Distinguí que el hombre llevaba medias y, sin querer, me vino a la cabeza: «Homosexual. O bailarín de ballet. Probablemente ambas cosas.»

Lo primero que sentí fue dolor. Me dolía el antebrazo, me ardía horrores. Miré instintivamente y vi que llevaba una especie de camisa ancha (me recordó las camisas de corsario de
Los piratas del Caribe
) y que la camisa estaba rasgada. O no, más bien estaba desgarrada. En el punto donde se encontraba el desgarro, la camisa era de color rojo oscuro. Estaba sangrando.

Dios mío, ¡estaba sangrando!

Descubrí que, por debajo de la sangre, el brazo era muy peludo. Los pelos negros estaban pegados por la sangre. Era imposible que eso fuera mi brazo, ¿no?

No, ¡fijo que no lo era!

Pero, entonces, ¿por qué sentía aquel terrible dolor?

Antes de que pudiera empezar a procesarlo todo, el hombre se inclinó hacia mí gritando:

—¡Mi madre no castra a nadie!

¿Por qué le importaba tanto eso? En otras circunstancias, le habría recomendado educadamente que hiciera psicoterapia; por lo visto, tenía que superar urgentemente algo con su madre. Pero la conversación era impensable, aquel tipo quería matarme… ¡con una espada! ¡Con una espada de verdad! ¿De qué iba aquel mal viaje? ¿Había ido a parar realmente a una vida anterior?

Tonterías… Seguro que era un sueño hipnótico. Próspero había hecho oscilar su péndulo ante mis ojos y yo había entrado en trance.

Pero todo aquello, aquel tipo bramando sobre mí, el dolor, el miedo, todo parecía mucho más real que cualquier sueño que jamás hubiera tenido. Mucho más intenso. Era en directo, en color y en 3-D. ¡Como la vida misma!

No, no exactamente, incluso daba la sensación de ser más real que la vida misma. Un poco más real. Quizás se debía a la gran cantidad de adrenalina que fluía por mi cuerpo. Si es que ése era mi cuerpo… Aquel antebrazo sangrando, ¡definitivamente no era mío! Al menos yo no quería que lo fuera. Dolía demasiado. Y si entonces ya dolía tanto, ¿qué terrible dolor sentiría cuando aquel loco me abriera el cráneo con su arma?

El hombre levantó la espada para asestar el golpe mortal.

Me dominó el pánico, la asfixia, un miedo increíble. Me sentí como un animal en el matadero, no se me ocurría ninguna idea.

—¡Échate a un lado! —oí gritar a una voz profunda—. ¡Rápido!

Eso hice exactamente de manera instintiva. La espada de aquel hombre descendió silbando y se clavó a menos de diez centímetros de mí, y noté una fuerte corriente de aire. Si no me hubiera echado a un lado, me habría partido por la mitad. Pero su espada se clavó en la tabla de madera donde yo estaba tirada un instante antes. Sí, estaba tirada sobre una tabla de madera. ¿Me encontraba en un barco pirata?

El hombre, maldiciendo, intentó arrancar la espada de la tabla; la había hincado con tanta fuerza que tenía dificultades para recuperarla. Me levanté de un salto y vi que me encontraba en una especie de escenario que se alzaba en medio de una gran sala, también construida en madera. Así pues, aquello no era un barco pirata. Algo era algo.

Lo que había alrededor y en lo alto, ¿eran palcos? Tanto daba. Bajé la vista para mirarme: llevaba botas negras y también medias. ¿Por qué estaban tan abombadas en la zona de la entrepierna?

«No pienses en ello», me dije.

Observé cómo el hombre que maldecía estaba sacando la espada del suelo y murmuraba algo así como «voy a castrarte».

¿Castrarme? ¿Tenía eso algo que ver con las medias abombadas?

«¡NO PIENSES EN ELLO!», me ordené.

Antes que nada tenía que salir de aquel embrollo. Por un instante pensé que a lo mejor debería limitarme a esperar hasta que despertara de la hipnosis, pero entonces volvió a aquejarme un dolor en el brazo y recordé que todo aquello era muy real. Y me vino a la mente otro pensamiento: ¿Y si muero aquí? Próspero había dicho que también moriría mi espíritu. Entonces mi cuerpo, que estaba tumbado en la caravana del circo, sufriría una especie de apoplejía. ¿Iba a arriesgarme a ello? Terminantemente, ¡no!

El loco ya había arrancado la espada del suelo con una fuerza infinita y acababa de darle una patada a una segunda espada, más ligera y que estaba en el suelo, para que yo no pudiera alcanzarla. Pero yo no me proponía hacerlo, puesto que no sabía nada de esgrima. De hecho, no sabía luchar con nada. Ni siquiera con los puños. La última vez que me metí en una pelea fue en segundo de primaria, cuando el incordio de Niels, un niño gordo que siempre molestaba a los más pequeños en el parque infantil, se pasó toda la tarde cantando: «Rosa, Rosa, en los pantalones se hace una cosa.» En un momento dado, se me cruzaron los cables, corrí hacia Niels y lo tiré del tobogán. El crío chocó con la barbilla en el borde metálico del tobogán. Empezó a sangrar y a llorar. Y yo recibí una larga ovación de los demás niños del parque.

El chalado se acercaba con mirada asesina. Salí corriendo, con unas piernas que, según comprobé contenta, corrían bastante deprisa aunque llevaran medias. Nunca antes había podido correr tan rápidamente, ni siquiera de jovencita, cuando aún practicaba deporte con regularidad. Por lo visto, me habían tocado en suerte unas piernas musculosas. ¿Serían tan velludas como los brazos? ¿Tendría eso algo que ver con las medias abombadas?

«¡NO PIENSES EN ELLO!», me grité a mí misma.

Bajé de un salto desde el entablado al suelo de arena y eché a correr pasando por delante de un joven maquillado y vestido con ropa de mujer de otra época. (¿Eran todos homosexuales?) A su lado había un hombre gordo, vestido con ropa más extremada que Elton John. (Ya no había duda, todos eran homosexuales.)

Seguramente aquel gordo había sido el que antes me había gritado con voz profunda que me echara a un lado. Eso lo convertía inevitablemente en la persona más simpática del recinto… sala… de donde fuera que me encontraba.

Busqué desesperadamente una salida de aquel extraño edificio, vi una gran puerta de madera y me dispuse a correr hacia ella.

—¡Detente! —gritó el espadachín chalado detrás de mí.

«Pero si no me muevo», pensé.

—¡Detente! —gritó de nuevo, en voz más alta y agresiva.

Corrí hacia la puerta sin volverme una sola vez. La puerta no estaba cerrada, sólo entornada. No tenía ni idea de qué mundo habría detrás, pero esperaba que fuera menos violento.

—¡DETENTE! —oí de nuevo.

Mi mano ya se dirigía hacia la puerta para abrirla y huir, cuando oí un disparo. Sonó como un petardo de Fin de Año. A mi lado reventó un pedazo de puerta y olió a madera quemada. Aquel tipo había disparado. ¡Había disparado de verdad! Si, como dijo Próspero, aquello era una vida anterior, mi verdadera vida me pareció de repente enormemente atractiva.

Me temblaba todo el cuerpo. Me di la vuelta lentamente y vi que el tipo me apuntaba con una pistola antigua que parecía sacada del atrezo de una película de piratas. Si me disparaba, lo único que yo podía hacer era rezar para que no me doliera y para que el espíritu de mi cuerpo, que estaba cómodamente tumbado en la caravana del circo, no muriera por mucho que Próspero hubiera insistido en advertírmelo. Pero si mi cuerpo perdía su espíritu, probablemente pasaría el resto de mi vida llevando pañales y babeando a causa de la apoplejía.

¿Qué debía hacer? En las películas, el héroe suele tener una idea genial en esos casos, como quitarle el arma al villano, por ejemplo, desconcertándolo con comentarios agudos. Igual que James Bond al señalarle educadamente al amo del mundo en potencia que acababa de acostarse con su amiguita. Y que ella le había hablado de la impotencia del aspirante a amo del mundo. Pero, allí, la única que estaba desconcertada era yo.

El gordo con chaleco de Elton John agarró una tabla de madera. Quería tumbar de un trancazo a mi asesino en potencia.

«¡Buena idea!», pensé, poco pacifista. Al menos, tenía a alguien de mi parte.

Por desgracia, unos cuantos hombres con medias muy elegantes avanzaron hacia el gordo. Estaba claro que eran partidarios del loco, pero no dijeron nada, se limitaron a amenazarlo lúgubremente con sus espadas. El gordo, resignado, dejó caer la tabla, que chocó estrepitosamente contra el suelo. Después me miró con tristeza, saltaba a la vista que no quería perderme. Al parecer, yo significaba mucho para él. Y si aquel hombre parecía homosexual y yo tenía los brazos peludos y llevaba medias abombadas, ¿podía ser que yo lo fuera…?

¡¡¡NO PIENSES EN ELLO!!!

El loco volvió a apuntarme. Apretaría el gatillo en cualquier momento. La mano no le temblaba en absoluto; de pronto parecía tener mucha sangre fría. Casi daba la impresión de que ya cargaba con muchas muertes en su conciencia, seguro que eso tenía algo que ver con algún trastorno en la relación con su madre.

Tenía que impedírselo, tenía que hacer algo para ganar tiempo, y dije lo primero que se me ocurrió:

—¿Habéis probado con terapia?

El loco me miró extrañado y caí en la cuenta de que probablemente aún faltaba bastante para que se inventara el diván de psiquiatra.

Sin embargo, con esa pregunta había impedido que apretara el gatillo; tenía que continuar si quería aumentar mis probabilidades de sobrevivir.

—Me refería a si os habéis planteado alguna vez hablar con alguien sobre vuestra madre castradora.

—¡YO NO TENGO PROBLEMAS DE CASTRACIÓN CON MI MADRE!

—Ya, y por eso gritáis tanto —repliqué con mucha tranquilidad.

El loco se sintió atrapado en falta y bajó ligeramente la pistola. Ahora se trataba de seguir por ese camino:

—Seguro que vuestra madre era muy severa, puede que nunca os abrazara…

—¡Eso no es verdad! —objetó con vehemencia—. Me abrazaba a menudo. Siempre. ¡Incluso me dejaba dormir en su cama!

Los hombres del loco soltaron unas risitas a su espalda. Él empezó a sentirse avergonzado. Mostrándome lo más comprensiva posible, insistí:

—No tiene nada de malo que un niño duerma con su madre.

—¿De verdad? —preguntó inseguro, y bajó del todo la pistola.

Aquello parecía funcionar. Sólo le hacía falta un poco de consuelo.

—Es muy normal —susurré, y su semblante se suavizó—. Y también es muy saludable para el ánimo del crío.

—¿Sí?

—¡Segurísimo! —confirmé.

—¿Aunque el muchacho tenga ya diecisiete años?

Sus hombres se echaron a reír entonces a carcajadas.

Eso hirió visiblemente al loco. Los miró encolerizado y dejaron de reír de inmediato. Luego se dio la vuelta hacia mí, enfurecido. Y yo empecé a balbucear:

—Bueno… a los diecisiete… a algunos… digamos que quizás… les parecería… un poco extraño… Pero…

—¡Te estás burlando de mí! —gritó, y me apuntó con la pistola.

Pronto dispararía. Respiré hondo e intenté tranquilizarme: tal vez Próspero había mentido y a mí todo aquello no me afectaría en nada, quizás no acabaría en el asilo con una apoplejía, sino que despertaría en mi sano juicio en la caravana del circo. Y entonces le metería a Próspero el péndulo allí donde no pudiera volver a usarlo.

El dedo del loco apretó el gatillo muy lentamente, casi con placer. El muchacho vestido de mujer empezó a sollozar y gritó:

—Will… Will… Will.

A saber qué quería decir con eso.

Mi viaje al pasado —o mi descabellado sueño hipnótico— tocaría a su fin tan deprisa como había empezado, y probablemente sería un fin mortal. Se me encogió el corazón hasta convertirse en un grumo apocado.

Entonces oí que la puerta se abría a mi espalda. Me golpeó en todo el espinazo y caí al suelo. Detrás de mí oí unos pasos enérgicos y una voz de hombre:

—¿Qué ocurre aquí?

Abrí los ojos y vi que el loco no estaba demasiado entusiasmado con la interrupción.

—Walsingham, ¿qué hacéis vos aquí?

—He venido a buscar al dramaturgo —explicó un señor mayor con barba, que llevaba un sombrero alto negro y lucía una gran gorguera blanca en el cuello que seguramente identificaba su alto rango.

El viejo tenía el carisma de alguien que no estaba acostumbrado a que nadie le replicara. Probablemente tampoco sobrevivía nadie que le replicara. Y es que lo acompañaban unos soldados que llevaban cascos y corazas ligeras de metal, y daba la impresión de que harían cualquier cosa que aquel hombre les exigiera: luchar, morir, bailar la lambada…

—El dramaturgo debe morir —protestó el loco, a quien el tipo de la gorguera había llamado Drake.

Deduje rápidamente quién de los presentes debía de ser el dramaturgo. Y el hecho de que utilizara el artículo masculino «el» para señalarme confirmó todos mis temores.

—La reina de Inglaterra quiere verlo —dijo el de la gorguera.

La reina de Inglaterra, y claro, primero pensé en la mujer bajita que había obstaculizado el camino al trono a Carlos con su recalcitrante longevidad. Pero, evidentemente, allí habría otra reina. Ni idea de cuál, pero, por lo visto, yo había ido a parar a Inglaterra y, a juzgar por las armaduras, a una época muy anterior.

Todo aquello era, por desgracia, demasiado concreto y consistente para ser una simple alucinación. Porque, pensándolo con lógica, una alucinación debería de componerse de imágenes y de informaciones que se hubieran acumulado en mi subconsciente. Pero yo nunca había estudiado historia de Inglaterra en el colegio, no había visto ninguna película ni ningún documental sobre el tema y ni por asomo me había interesado por ella. Sin embargo, entendía el inglés y lo hablaba todo el rato como si me hubiera criado con esa lengua. Cada vez era más verosímil: había ido a parar de verdad a una vida anterior.

Vaya, hombre, ¿por qué no podía haber aterrizado en un sitio más agradable? Por ejemplo, en Beverly Hills. En una mansión. Como novia de James Dean. Que de vez en cuando, mientras James estaba de rodaje, recibía la visita de un joven Marlon Brando.

Drake seguía apuntándome con el arma, no quería atender al otro hombre.

Contuve la respiración.

—Drake, a la reina no le divertiría que lo matarais.

A mí tampoco, pensé, pero continué sin respirar del miedo que tenía.

Drake me miró, luego miró al tal Walsingham, de nuevo a mí y otra vez a Walsingham, que también lo escrutaba con una mirada sombría y, finalmente, bajó el arma de mala gana.

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