Yo, mi, me… contigo (10 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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—Espíritu, tienes tendencia a meterme en líos.

—Haced el favor de cerrar la boca —grazné.

El soldado, que no podía oír a Shakespeare, contestó desconcertado:

—Pero… si no he dicho nada.

—Yo tampoco hablaba contigo —le expliqué.

El soldado miró a su alrededor y afirmó confundido:

—Pues aquí no hay nadie más.

Sin duda, le dio la sensación de que le estaba tomando el pelo y me puso la espada en el gaznate. En ese instante, noté que yo tenía nuez.

—Yo, ejem… Hablaba conmigo mismo —balbuceé.

—¿Contigo mismo? —El soldado estaba sorprendido.

—Me reprendía por haber sido tan insolente contigo —mentí—, y por no haber tratado con el merecido respeto a un hombre como tú, que lucha con tanta valentía y honor por su reina.

El soldado se sintió muy halagado, y Shakespeare me elogió por ello:

—Eso no ha sido del todo necio, espíritu.

—Gracias —contesté. Y el soldado afirmó de nuevo confundido:

—Si ahora tampoco he dicho nada…

—Pero he visto comprensión en tus ojos.

El soldado movió la cabeza asintiendo, gritó «¡Larga vida a la reina!» y se fue. Respiré hondo. Eso sí, sólo un momento, ya que Shakespeare preguntó:

—¿Y qué haremos ahora? —inquirí impaciente.

Me devané los sesos pensando en ello: tenía que salir de algún modo de aquel embrollo. Sólo lo conseguiría si descubría en qué consistía el verdadero amor. Y la única pista que tenía hasta entonces era que el conde se parecía a Jan.

—¿Tienes por fin una respuesta a mi pregunta, espíritu?

—Dejad de llamarme «espíritu». ¡Me llamo Rosa! —contesté crispada.

Una voz cortante preguntó sorprendida a mi espalda:

—¿Os llamáis Rosa?

Me volví y vi al Gorgueras de Walsingham. No me había dado cuenta de que se había acercado; aquel hombre era como una sombra silenciosa. No supe qué contestar y balbuceé:

—Ejem… yo… yo…

—… estoy ensayando una nueva obra —le apunté al espíritu.

No estaría bien que Walsingham pensara que yo estaba loco. Comparadas con las casas de locos de Londres, las mazmorras de la Torre eran un pedacito de paraíso.

—Estoy ensayando una nueva obra —contesté a Walsingham, tal como Shakespeare me había dictado.

—Ajá —replicó Walsingham. Pareció que se lo tragaba, y luego preguntó—: ¿Y por qué estáis aquí fuera?

—Bueno, ejem… tenía que hacer pis —contesté ciñéndome a la verdad.

Walsingham me miró indignado, y si alguien podía mirar indignado, ése era él. Señaló con la mano un carruaje que estaba cerca y le hizo señas al cochero para que se aproximara.

—El carruaje os llevará ahora de vuelta y os recogerá mañana para ir a la finca de la condesa María. Os aconsejo que tengáis éxito haciendo de alcahuete. La Torre ya está abarrotada de enemigos de Inglaterra y no me gustaría que los verdugos tuvieran que trabajar aún más por vuestra causa.

—Yo… también estoy a favor de la jornada laboral regulada —contesté tragando saliva.

—¿Jornada laboral regulada? —preguntó Walsingham enarcando una ceja ligeramente perplejo.

Puesto que no parecía una persona muy abierta a las ideas sindicalistas, contesté:

—Olvidadlo. —Y subí rápidamente al carruaje.

Poco antes de que cerrara la puerta, Walsingham todavía me susurró al oído:

—Y acordaos del soneto que debéis escribirme. Os lo advierto. Si es malo, también haré que os encierren en la Torre.

El carruaje se puso en marcha, miré por la ventana a aquel hombre enigmático y suspiré.

—Ese tipo no tiene una manera muy agradable de motivarte.

—¿No conoces a Walsingham, Rosa?

—No soy de aquí —contesté—, y me gustaría añadir de todo corazón: ¡gracias a Dios!

—Walsingham es el hombre más poderoso del reino, los servicios secretos están a sus órdenes. Es el más estrecho consejero de la reina y durante casi una década también fue su amante secreto. Luego ocurrió algo entre ellos. Nadie sabe qué fue. Probablemente la menopausia.

—O Essex —repliqué.

—¿Essex?

—La reina siente algo por él, eso salta a la vista.

—La reina es incapaz de albergar verdaderos sentimientos.

—¿Porque es una reina?

—Porque es una mujer poderosa.

—Vaya, no me gustaría veros en un debate con Alice Schwarzer —comenté.

—¿Quién es Alice Schwarzer? ¿Una dama atractiva?

—Una feminista que se os comería en el desayuno.

—Yo nunca me quedo a desayunar con una mujer.

—Con vuestra actitud no es de extrañar que las mujeres no os inviten.

—A las mujeres les gustan los cumplidos. Y yo tengo talento para los cumplidos.

Aquel hombre tenía una curiosa imagen de las mujeres y, como diría mi alumno con problemas de pronunciación, era un hilipoias redomado. Si ésa era realmente mi alma en una vida anterior, no la soportaba.

22

—Los cumplidos son los atrapamoscas de las mujeres.

—Y pensar que en mi época creen que erais un romántico —dije sacudiendo la cabeza.

—¿En tu época? ¿Qué quieres decir? —pregunté desconcertado.

¿Debía explicarle a Shakespeare de dónde venía? Eso seguramente dinamitaría su imaginación. Así es que decidí mentirle un poco:

—Me refería a mi tierra.

—¿No eres de Londres?

—No, nací en Wuppertal… —empecé a decir, y Shakespeare me interrumpió antes de que pudiera explicarle que ahora vivía en Düsseldorf.

—Wuppertal, nunca he oído hablar de ese lugar.

—Tampoco os habéis perdido nada.

—Y en… Wuppertal… ¿han oído hablar de mí? —Me sentía muy halagado.

Estaba claro que el poeta necesitaba que le mimaran el ego. Pero ¿quién no lo necesitaba? A mi propia inseguridad siempre le había ido bien que Jan dijera que me encontraba guapa. Por eso aún dolía más que ahora se lo dijera a Olivia.

—¿Qué dice de mí la gente de Wuppertal? —pregunté, ansioso por saber el eco de mi fama en el mundo.

Pensé un momento qué debía contestar y llegué a la conclusión de que Shakespeare estaría más a buenas conmigo si lo halagaba. Por eso contesté:

—Admiran vuestras obras.

—¿Alguna en especial?


Hamlet
… —Mencioné la única que había estudiado en el colegio.

—Hamlet
, pero si aún no la he terminado —repliqué con perplejidad
.

—Bueno… ejem… La fama precede a la obra incluso antes de estar terminada —me apresuré a decir.

—Con razón, será una comedia magnífica.

—Ejem… ¿Comedia? —pregunté sorprendidísima.

—Trata de un danés que no consigue decidirse —expliqué—. Por ejemplo, si Hamlet va a una taberna, se pregunta: «Tomo vino o no tomo vino». Y si quiere comer algo, reflexiona: «Como cerdo o no como cerdo»…

Por lo visto, Shakespeare aún estaba muy lejos de la versión definitiva de la obra. Aún era un hombre relativamente joven. Me pregunté qué lo habría movido en el transcurso de los años a convertir una comedia en una tragedia.

—… Y si Hamlet yace desnudo en la cama con una mujer, se pregunta: «entro o no entro»…

—Os agradecería que no prosiguierais —le pedí entonces.

—Como quieras, espíritu… Ya me callo —contesté un poco dolido de que no quisiera saber nada más de mi nueva obra.

—Bien…

—Puedo estar callado como una tumba…

—Es bueno saberlo…

—Para ser exactos, comparada conmigo, una tumba es una auténtica cotorra…

—Perfecto…

—Y yo…

—¿Shakespeare?

—¿Sí?

—¡¡¡Cerrad el pico de una vez!!!

El espíritu era más maleducado que una prostituta infectada de hongos.

Mientras Shakespeare por fin se callaba y el carruaje cruzaba las zonas pudientes de la ciudad, jugueteé con el medallón donde se encontraba el retrato de la condesa María. Entonces me asaltó un terrible pensamiento: ¿Y si aquella mujer se parecía a Olivia igual que Essex se parecía a Jan?

La idea me puso muy nerviosa y se me humedecieron las manos.

Ahora, encima, el espíritu se ponía a transpirar. ¡Con mi cuerpo!

Decidí contar mentalmente hasta tres y luego abrir el medallón. Y mientras contaba, no dejaba de pensar:

«Uno: Ojalá la condesa no se parezca a Olivia.»

«Dos: No soportaría que Jan y ella también acabaran siendo pareja aquí.»

«Tres: Porque eso probablemente significaría que sus almas se habían amado a lo largo de los siglos.»

«Cuatro: En cuyo caso Olivia, y no yo, sería para Jan el gran amor de su vida.»

«Cinco: Ya había contado hasta tres.»

«Seis: Volveré a contar hasta tres.»

«Uno: Estoy demasiado jiñada para abrir el maldito medallón.»

«Dos: Pero también tengo demasiada curiosidad para dejarlo correr.»

«Tres: ¿Qué hago?»

«Cuatro: Debería practicar otra vez lo de contar hasta tres.»

«Cinco: O sea, volver a empezar desde el principio.»

«Uno: Ah, ¡qué caray!»

Abrí el maldito medallón.

La mujer del retrato no se parecía a Olivia.

No, ¡era una versión todavía más guapa y encantadora de Olivia!

Por lo visto, no sólo yo había vivido en esa época, sino también Jan y Olivia. ¿Sería que sus almas habían vagado de vida en vida, siempre en circunstancias distintas? A lo mejor sus almas ya se habían enamorado en la época de los romanos o en el antiguo Egipto, o habían recorrido ya nuestro planeta en la Edad de Piedra. Tal vez Jan fue un hombre prehistórico llamado Urghh, y Olivia una mujer prehistórica llamada Uftata, y un día Urghh le sacudió un mazazo en la cabeza a Uftata, la arrastró hasta su cueva y allí se lo montó con ella.

¿Tenía que aprender algo de todo eso? ¿Que existe el verdadero amor entre dos almas predestinadas? ¿Que había que dejar que ese verdadero amor siguiera su curso en vez de interferirlo como yo había hecho? Yo me había cuidado de que Jan estuviera unos años conmigo, hasta que, como él había dicho, había encontrado «el amor más profundo, maduro» con Olivia. Lo habría encontrado mucho antes si yo no me hubiera entrometido. ¿Había sido yo una mera interferencia en el ciclo eterno del amor?

Sí, creo que era eso: el verdadero amor entre dos almas existe. Recorre milenios. Y está predestinado. Y yo tenía que hacerle el favor de no cruzarme en su camino. Había aprendido la lección en el pasado. Una lección terriblemente dolorosa.

Entonces pensé que en cualquier momento despertaría de nuevo en la caravana del circo.

Pero no lo hice.

Esperé. Y esperé. Y esperé. Pero seguía sin despertar. Me incorporé, me asomé por la ventana abierta del carruaje en marcha, miré hacia el cielo y grité desesperada:

—¡Lo he pillado! ¡Misión cumplida!

Y me acordé de que George Bush había anunciado lo mismo en la guerra de Irak: «¡Misión cumplida!»

El espíritu no sólo era maleducado, también desvariaba como un perro castrado intentando fornicar con una castaña.

No tenía ni idea de a quién le gritaba. ¿A Dios? Bueno, seguro que toda esa idea de las almas había sido suya. Y fijo que también había inventado lo del amor. ¿Quién más podía haber sido? ¿O eran las almas simplemente algo que se originó sin la intervención de un poder superior? ¿A través de la evolución? ¿Un simple elemento de la naturaleza? Entonces, la cuestión de qué almas estaban predestinadas para qué almas y cuáles no tampoco tenía nada que ver con un ser divino, sino con la biología. Una biología que los humanos simplemente todavía no conocíamos, por no hablar de comprenderla. Y si la evolución había producido las almas, entonces no tenía que gritarle a un dios en el cielo. Al parecer, lo que mi alma tenía que aprender era otra cosa. Pero ¿qué podía ser? ¿Qué tenía que saber yo del verdadero amor de las narices?

23

Tenía que librarme imperiosamente de aquel espíritu. No quería ni pensar que mis hijos se encontraran con él. Quedarían trastocados de por vida. Más de lo que ya estaban a causa de su madre.

Pero ¿cómo escaparía del espíritu? Mientras reflexionaba sobre esa cuestión, me noté muy cansado. Estar poseído por un espíritu, hablar con él, estar a su merced, me exigía una fuerza casi hercúlea. Cada vez me costaba más pensar; aun así, poco antes de perder el sentido, se me ocurrió una solución al dilema: la única persona que podía sacarme de aquella pesadilla era el gran alquimista John Dee, un hombre que conocía los secretos de la magia negra mejor que mi amigo Kempe a las prostitutas de Londres. Ese alquimista ya había obrado maravillas: había hecho fértiles a los infértiles e infértiles a los fértiles, y se decía que incluso había inventado una píldora que estimulaba a los hombres viejos en el trato carnal. Sólo con ese invento habría podido acumular más oro del que había en el Tesoro de Inglaterra. Sin embargo, por alguna razón oscura, eso no le interesaba. Según decían, lo único que le interesaba eran las lejanas tierras asiáticas: sus religiones, usos y costumbres. Habría podido comprenderlo si le interesaran las mujeres asiáticas. Pero sus gustos no importaban, él podría ayudarme. Sólo había un problema: ¿cómo conseguiría llevar al espíritu hasta el alquimista? Y, mientras cavilaba sobre la cuestión con mis últimas fuerzas, perdí definitivamente la consciencia.

Contemplé desde el carruaje la agitada vida de Londres. Los comerciantes, los paseantes, los niños que correteaban por las calles con camisas hechas jirones, todos eran mucho más ruidosos que la gente de nuestro tiempo. Renegaban más alto, hablaban más alto, reían más alto… Simplemente, eran mucho más animados. Si aquellos londinenses no hubieran tenido tan mal la dentadura, casi habrías podido envidiarlos por su vitalidad.

Con todo, seguro que ellos tenían una existencia más complicada y más problemas que nosotros en nuestro tiempo. Sí, claro, nosotros también lo teníamos complicado con el miedo a perder el trabajo, la globalización o el cambio climático, pero, si lo comparábamos con la vida de la gente que había vivido en los milenios anteriores (ya fuera la mujer prehistórica Uftata, los esclavos romanos o las amantes de Gengis Khan), lo teníamos bastante bien.

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