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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (26 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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—Creo que será mejor que me retire hasta la hora de la cena —dije—. Sospecho que va a ser una noche muy larga.

Sonrió. Sin duda él sabía muy bien lo que me esperaba aquella noche, y no hizo falta que abriese la boca para que yo supiese que apoyaba con entusiasmo la idea de regalarme un descanso antes de que abriesen el comedor.

—De todas maneras —me advirtió—, deberías tener cuidado con lo que comes.

¿Era una insinuación de que me convendría olvidarme de la cena? ¿Sería la experiencia mística como un análisis de sangre, que te lo tienes que hacer en ayunas? Sabía que me encontraba en un momento crítico. Echaba de menos una voz amiga que me diese consejos claros. Me entraba claustrofobia sólo con pensar que el Gran Encuentro pasaba por encerrarme en aquella habitación de techo altísimo en la que, o levitabas con muchos ímpetus y sin perder del todo la cabeza, o no veías más que la cal de las paredes. Tenía el estómago vacío. Pero, cuando vine a darme cuenta, estaba frente a la puerta de mi habitación y di por hecho que, si el Amado te llama, no hay forma de resistirse.

Lo que luego sucedió es una prueba de que el tiempo no pasa de la misma manera ni los sentidos se comportan del mismo modo cuando estás fuera de ti que cuando te mantienes en tus cabales. Durante un rato que no supe medir estuve como encorsetada por el agobio, que hasta me parecía que me faltaba el aire para respirar dentro de aquella especie de madriguera mal ventilada, pero poco a poco fui entrando en una desgana y una conformidad que, o eran cosa propia del proceso que lleva a los místicos a levitar, o eran el resultado de una anemia. El caso es que me olvidé de las protestas de mi aparato gástrico, me inundó la tranquilidad, me desentendí de todos los ruidos del mundo exterior y empecé a encontrarme cómoda en un lugar que se iba formando como si alguien estuviera inventándolo sobre la marcha, como si alguien estuviera dibujándolo en el aire. Primero fue un cielo amoratado, pero con muchos brillos, lleno de reflejos que se movían con mucha suavidad y que desaparecían y aparecían de nuevo como si estuvieran jugando a zambullirse allá arriba. Después fueron brotando manchas raras que, poco a poco, se convertían en árboles llenos de sombras y pequeños temblores, que una podía imaginar que entre las ramas había pajarillos adormilados que de vez en cuando cambiaban de postura o movían un poco las alas para acordarse de que seguían vivos. Empecé luego a distinguir un camino de tierra anaranjada con ondulaciones que parecían dunas del desierto en miniatura y, al fondo, una tapia blanca y una cancela que dejaba ver una hilera de tumbas, algunas muy historiadas, bañadas por un delicado resplandor violeta. No había guardas jurados por ninguna parte. Oí pasos. Volví la cabeza y vi cómo una figura cubierta con el hábito de los Siervos de la Estricta Observancia aprovechaba la espesura de la noche, entre los árboles, y se dirigía a buen paso al cementerio. La seguí.

No encontré ninguna dificultad ni tuve ningún tropiezo. El pasillo de la zona de mujeres estaba desierto y, aunque sabía que no era necesario en absoluto tomar precauciones —porque ya tenía experiencia suficiente para distinguir un pronto, aunque fuera sonámbulo, de un portento—, me picó la curiosidad y quise saber dónde andaría el vigilante de planta. No tuve que investigar ni zascandilear mucho: estaba en el hueco de la escalera, de palique con un ángel seguramente nórdico y con unas espaldas como un butacón, y los dos parecían empeñados en comprobar si el otro era de carne mortal o espíritu puro, porque no paraban de manosearse. Supuse que era una táctica angélica para allanarme el camino. El silencio era tan espeso que no tenía más remedio que ser tardísimo. Las horas habían pasado sin que yo me diese cuenta, o el sitio por el que yo me movía no tenía nada que ver con aquel otro donde el guarda jurado y el ángel se aplicaban con tanto entusiasmo a sus mutuos tocamientos, pero en este caso no hacía ninguna falta que un ángel se tomase el trabajo de facilitarme la salida. De hecho, también fueron prodigiosas la rapidez y la seguridad con las que encontré el camino del cementerio, la falta de reparo con la que llegué a la cancela que estaba entreabierta, la calma con la que me tomé la visión de dos ángeles —me pareció que uno de ellos era de la falange que nos guió a Dany y a mí a San Servando— que hacían un «sandwich» contra el tronco de un árbol con otro de los componentes del servicio nocturno de vigilancia, y la facilidad con la que descubrí a la figura vestida con el hábito de la Estricta Observancia, muy concentrada en la tarea de remover la tierra de alrededor de una sencilla lápida. Lo que no pude evitar —sin duda, porque así estaba previsto en el portento— fue que quien con tanto ahínco se dedicaba a profanar tumbas también me descubriese a mí enseguida.

Nos miramos. Yo miraba una cara que no veía, unos ojos hundidos en la oscuridad que se apelotonaba dentro de la capucha del hábito, una expresión que trataba de adivinar, y no estaba segura de que fuera de sorpresa o de coraje o de susto o de odio. Luego resultó que era de alivio. También era de alivio, aunque un poco asustado, el tono de su voz cuando dijo:

—No me haga nada, por favor.

Dejó caer la pala de mano con la que había estado escarbando en la tierra. A mí ni se me había pasado por la cabeza ponerme heroica y abalanzarme sobre aquella especie de fantasma con una afición tan macabra y echar mano de toda la fuerza que me quedó de cuando era hombre y agarrarlo bien para que no escapase y pedir ayuda a grito pelado. Además, aquella voz me dejó desconcertada. Esperaba una voz ronca, estropeada, desagradable, la voz de un hombre con mucho vicio y mucha rareza en el cuerpo, con mucha ansiedad en la garganta, con mucha suciedad en la lengua, con mucho trastorno para hacer lo que estaba haciendo, pero era una voz muy suave y muy triste, una voz cansada y temerosa y hasta educadita. Era la voz de una mujer que estaba deseando quitarse un peso de encima.

Yo le dije que tranquila, que podía confiar en mí, que yo estaba allí por pura casualidad, que ya sabía que no eran horas, pero que me había dejado llevar por algo que no sabía explicar y que, en realidad, pensaba que me reuniría con el Amado. Ella me dijo que, entonces, seguro que la entendería, porque una mujer capaz de lanzarse al campo de madrugada para encontrarse con su hombre seguro que no se escandalizaba por las locuras de la carne y del corazón que a ella la obligaban a ir de cementerio en cementerio, levantando tumbas, buscando a alguien que se pareciera a Jefferson. Yo, claro, le pregunté que quién era Jefferson, y ella entonces se quitó la capucha del hábito y vi que era una mujer algunos añitos mayor que yo, nada arreglada, no fea, con una melena canosa que no había visitado una peluquería desde hacía meses, pero con ojos dulces y brillantes, ese tipo de ojos que mejoran cuando están aguantando las ganas de llorar, y el dibujo de los labios era bonito, aunque noté que llevaban muchos años sonriendo de una forma tristona, eso se ve en cómo el labio inferior se va quedando vencido para un lado, y para la edad que se le podía calcular conservaba una piel muy poco castigada, casi seguro que porque la naturaleza se había portado muy bien con ella, porque también se nota cuando la piel se mantiene a fuerza de cremas de calidad y yo estaba segura de que no era el caso. Porque después de quitarse la capucha del hábito me pidió que me acercara y que nos sentáramos juntas en los escalones de un panteón bastante lujoso que estaba frente a la tumba que ella había intentado abrir, y pude fijarme bien en su cara, y se veía que estaba temblando aunque manteniendo la compostura, me di cuenta de que tenía práctica en aguantarse delante de la gente, y entonces me dijo que a Jefferson lo había conocido el verano anterior, en Brasil. Yo me pregunté primero y enseguida le pregunté a ella que cómo había ido a parar a Brasil, y me explicó que por el banco en el que tenía la cartilla de ahorros le había tocado un viaje de una semana a Salvador de Bahía con todos los gastos pagados para dos personas, y que ella se había ido con una sobrina muy dispuesta y con mucha facilidad para moverse en cualquier país del mundo a pesar de que sólo tenía veintidós años, y ella en cambio era la primera vez en su vida que salía de España, casi la primera vez que salía de Monterrojo, que por lo visto era su pueblo, toda la vida muy sacrificada y siempre pendiente de sus padres hasta que murieron, y después se sintió demasiado mayor para dedicarse a disfrutar, que cuarenta y seis años a lo mejor hoy no son nada en una ciudad, pero en un pueblo a esa edad ya no hay nada que hacer, hasta que llegó la carta del banco con la noticia y ella preguntó si podía regalarle el viaje a una sobrina y le dijeron que no, que la sobrina lo que si podía era acompañarla, y su sobrina Raquel tenía tantas ganas de ir a Brasil que ella se dejó convencer. Como se dejó convencer por Jefferson. Según me contó, Jefferson era taxista, o se hacía pasar por taxista con un coche muy viejo que había llenado de cojines por todas partes para ponerlo un poco más apetecible, y se les había acercado muy charlatán y muy sonriente en cuanto ellas dos salieron del hotel el primer día por la mañana, ella un poco encogida y como fuera de lugar, Raquel loca por patearse de arriba abajo y de la mañana a la noche toda aquella ciudad que parecía a punto de hundirse, porque Salvador de Bahía a ella se le antojó el sitio más viejo del mundo, pero Jefferson la enseñaba, me dijo ella, como si fuera Hollywood, Jefferson les dijo que él no era sólo taxista, sino también el mejor guía turístico de Salvador, y el mejor guardaespaldas, que había que andarse con cuidado y con él no correrían ningún peligro, y que todo iba a salirles muy barato, y sonreía enseñando unos dientes preciosos, pero Raquel le advirtió que tenían que cambiar dólares. Les tocó un tiempo regular, me dijo ella, casi todo el tiempo estuvo nublado y el calor a veces casi no dejaba ni respirar, pero Jefferson se movía con una agilidad y una soltura que a ella desde el principio le pareció poco natural, y además tenía soluciones para todo, aunque a veces eran soluciones que daban grima. Como cuando les dijo que él conocía el sitio donde se hacía el mejor cambio del mundo y las llevó a cambiar los dólares a una funeraria. Yo no pude evitar que se me fuera la vista a las tumbas que teníamos alrededor, porque empezaba a vislumbrar por dónde le venía a aquella criatura la afición a los cementerios, y ella puso aquella sonrisa tristona que yo le había adivinado con sólo verle la forma de los labios, y me dijo que no sabía lo que estaría yo pensando, pero que Jefferson no las había estafado ni nada por el estilo, si era eso lo que se me estaba ocurriendo. Jefferson sólo dijo, sin dejar de sonreír, cuando ellas pusieron cara de susto al verse en la funeraria, que los muertos tenían que vivir de algo. Y el caso es que luego Raquel reconoció que el cambio había sido estupendo, mucho mejor que en las casas que se dedicaban a eso y que había por todas partes, y Jefferson repitió que de él no iban a tener ninguna queja, que él conocía también las mejores tiendas y los mejores restaurantes y las mejores discotecas, y ella me dijo que fue como si les hubiera puesto algo en lo que bebían porque dejaron que las llevara a donde él quisiera, muy obedientes las dos, y todos eran sitios que al principio resultaban raros pero que después no tenían un defecto, vendían cosas bonitas y baratas, daban comidas sabrosas y originales a muy buen precio, estaban llenos de gente de cualquier edad que bailaba sin ningún apuro a pesar de lo tardío de la hora y del calor, que a veces era como si flotara, y todo el mundo saludaba a Jefferson como si lo conociera desde hacía una eternidad. Otra vez, al oír la palabra eternidad, empecé a mirar a un lado y a otro, y llegué inmediatamente a la conclusión de que el color púrpura que tenía la noche no era el color de una noche terrenal cualquiera, y que si conseguía concentrarme de nuevo en mi empuje interior no habría desgana ni vacilación ni enfado ni pena que me alcanzara, pero entonces ella dijo que nunca conseguirá explicarse cómo pudo caer en los brazos de Jefferson y, claro, me alcanzó de nuevo la curiosidad y le pregunté que el tal Jefferson cómo era. Joven —seguramente de más de veinte años pero de menos de veinticinco, me dijo—, con un cuerpo tan bien formado que parecía hecho a medida y con garantías de que no iba a estropearse aunque pasaran siglos, con una cara de las que sólo se ven en las revistas de cine, con unos ojos que todo lo que miraban lo convertían en bonito, con una boca que todo lo que besaba lo hacía sabroso, con unas manos que todo lo que tocaba lo volvían nuevo, con una piel de una suavidad y un brillo que se contagiaban y con una voz y una facilidad para los idiomas que no podían ser de este mundo. Aunque cuando ella, me dijo, comprendió de verdad que Jefferson entero no era de este mundo fue a la mañana siguiente. Ella se levantó completamente aturdida, fue a oscuras al cuarto de baño, a las diez tenían que estar en el aeropuerto, se acordó de repente y con muchísima preocupación de que a Raquel la había dejado en la discoteca bailando con un muchacho amigo de Jefferson, decidió que tenía que llamar enseguida a la habitación de Raquel para comprobar que estaba allí y despertarla, y pensó que todo lo demás lo había soñado. Que había soñado aquella canción tan romántica que había bailado con Jefferson —después de que Jefferson tuviera que emplearse a fondo para conseguir que saliera con él a la pista—, el beso que él le dio de sopetón pero con una ternura y con un buen gusto que no podían ofender a una mujer decente, la repentina seriedad con la que se ofreció a acompañarla al hotel por lo tarde que era y sin preocuparse por Raquel —su amigo la cuidaría como si fuera su propia hermana—, la galantería tan cariñosa con la que la llevó cogida del brazo hasta el coche y que hizo que ella se sintiera una actriz americana y no una solterona de pueblo, la facilidad con que la convenció de que le dejara subir con ella a la habitación del hotel, los besos que se dieron en el ascensor, como si ella también fuese una chiquilla, y todo lo que vino después —ella no pudo evitar que se le escapara la morisqueta típica de quien se muere de gusto— y que, por respeto al sitio donde estábamos, me dijo, no me iba a contar con detalle. Pensó que todo eso lo había soñado, me lo juró, pero cuando volvió a la habitación y encendió la luz allí estaba Jefferson, desnudo y atravesado en la cama, boca arriba, despierto, sonriente, y le preguntó de una manera muy graciosa si lo había pasado bien, y ella seguía empeñada en que todo lo había soñado, pero hay cosas que no se pueden esconder, que no se pueden negar, de las que una no puede olvidarse, y además Jefferson se levantó entonces tal como estaba, en cueros vivos, y la abrazó de una manera que ella no tuvo más remedio que admitir que nada de lo que había pasado lo había soñado, y se descompuso, porque adivinó lo que iba a pasar, que no podría olvidarlo nunca. Y eso que Jefferson, con toda la naturalidad del mundo, le pidió dinero. Yo me quedé pasmada cuando ella me lo dijo. Ella, que notó mi pasmo, hizo un gesto la mar de mundano que quería decir que eso era lo de menos.

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