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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (30 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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—El silbo del pastor —dije yo— viene por los montes y por las cañadas y mi alma ha salido a su encuentro.

De reojo, vi cómo la niña iba agachándose y acurrucándose en el rincón, como buscando a la vez no molestar y ponerse cómoda para disfrutar del espectáculo.

El silbo del pastor, de hecho, ya se había colado en la habitación, y yo respiré hondo tres veces para no aturullarme cuando apareciese el Amado.

Lo primero que llegué a percibir fue el rumor refrescante de una fuente que no hacía falta que viese para saber lo limpia y poderosa que era, capaz de convertirme en un huerto maravilloso. Después se me aflojaron todos los sentidos, señal de que el Amado iba a encontrarme como una mansión con todas las puertas y balcones abiertos de par en par. Y luego apareció el Amado. Tenía los ojos impertinentes y un poco tristes de Jaime, y yo le dije mira, luz que alimenta mi mirada, cómo me he acicalado para ti, que si bien por fuera era un modelo de sobriedad y un dechado de modestia envuelta en tonos discretos, por dentro me veía yo engalanadísima, con adornos y afeites de todos los colores, pero no es que mi alma fuera pintada como un zulú en sus fiestas patronales y enjoyada según el gusto de Anselmo, en realidad la combinación era a la vez muy intensa y muy delicada y muy virtuosa, como en esos pájaros exóticos y escasísimos que tienen plumas de mil coloraciones y, sin embargo, no tienen un color determinado. Cómo quemaban los ojos del Amado, y cómo aquel mirar no se paraba en barras y se dirigía derecho a los recovecos donde se guarda lo que más enloquece, hasta tal extremo que noté cómo me llevaba las manos pudorosamente a mis puntos más sensibles y me consta que puse cara de quien ruega un poco de misericordia para ayudarme a conservar la compostura, y entonces el Amado sonrió como sonreía Jaime para advertirme de que en dos minutos me iba a tener descompuesta. Y me entró entonces un temblor que reconocí enseguida, y la verdad es que, tal como yo lo recordaba, no tenía mucho de místico, que era como cuando Paulo dejaba a un lado aquel corazón brasileño que guardaba para mí y ponía el resto en pleno funcionamiento, y el caso es que ahora, cuando ya se me había acercado un poco más, le veía yo al Amado aquel color canela y aquel suave brillo que tenía la piel de Paulo y que con tanto acierto combinaba con mi color levemente tostado, y se me metió en la cabeza que la piel del Amado era también tan fina y tan templada como la de Paulo, y el Amado seguía mirándome de aquella forma, y yo no tuve más remedio que suplicarle que se fijase un poco más en mis sentimientos y un poco menos en lo vistosa que era sin duda la carrocería de mi alma, o no respondía de mí. Me dijo entonces el Amado, con una voz clavada a la de Anselmo, que es que iba arreglada de maravilla, y una cosa así no hay mujer de verdad que no lo valore, pero casi sin darme cuenta le dije lo que le decía a Anselmo en tales ocasiones, que a cualquier amada con un poco de respeto por sí misma y por los demás le gusta ir compuestita, pero que al final el secreto estaba en que él me miraba con buenos ojos, aquellos ojos tan descarados, pero un poco tristes, de Jaime. Empezó a sonar, desde un lugar tan hondo que todo lo arrastraba y engullía, la «Primavera» de Vivaldi. Yo noté que desfallecía, de puro arrobamiento, y tuve que apoyarme en el Amado, y, parecerá mentira, pero en aquel momento al Amado le entró la risa nerviosa que le entró a mi primo Paco Sañudo cuando se creyó que me había salvado de la muerte por hacerme el boca a boca y cuando descubrió en mí el Peloponeso y se quedó de piedra, pero nada traumatizado, sino más bien en la gloria, al comprobar lo aparente que era y lo durísima que estaba aquella atrocidad que ojalá me hubiesen arrancado de cuajo el día que nací. El Amado había adelantado los muslos, que eran como los cedros del Líbano o como columnas de ébano que entretienen el silbo de los aires amorosos, y apretaba como apretaba Jaime, y a mí me entró de repente un apuro grandísimo, porque volvía a notar el crecimiento de aquella atrocidad, lo que no era técnicamente posible, pero ya había sufrido en otras ocasiones aquel inconveniente psicosomático, aquel accidente retrospectivo, aunque el momento nunca fuese tan inoportuno. El Amado, cuyos brazos tenían ya la alegría incansable de las enredaderas y cuyas manos dejaban pequeño el tino de las manos de Jaime, adivinó mi turbación, hizo caso omiso de mi insistencia en que se fijara un poco más en mi emoción y un poco menos en mi constitución, y me susurró al oído, como lo hacía Santos, que no me preocupase, que todo formaba parte de mi alma y que nunca había sentido con nadie lo que sentía conmigo. Yo no lo comprendí demasiado bien, pero supuse que había entrado por fin donde no sabes dónde entras y te quedas no sabiéndolo, así que lo mejor era dejarse llevar. Seguían sonando las Cuatro estaciones de Vivaldi, una detrás de otra. Y entonces me percaté de que el Amado quemaba pero no dolía, y que hacía siglos que no sentía en mis adentros un terremoto así, y que estaba empapada en sudor, y que gemía como sólo gimen las muy finas o las muy tiradas, y que si aquello era un éxtasis yo los había tenido antes a montones —con Jaime, con Paulo, con Juan, incluso alguna vez con Santos y con Anselmo—, y que había una niña delante, si es que no había salido corriendo, escandalizada.

La niña, muy quieta y muy encogidita en el rincón, no parecía impresionada por lo fuertecito del espectáculo.

Yo tardé en reaccionar. Tardé incluso en darme cuenta de hasta qué punto la postura en que había quedado atentaba contra el decoro. Pero tardé menos en convencerme de que aquella niña vestida de primera comunión, aquella niña con cara de niño, aquella niña que tanto se parecía a la niña que yo quería ser el día en que comulgué por primera vez —vestido de marinerito, junto a mi primo Paco Sañudo—, sabía perfectamente lo que iba a pasar.

—Sé lo que estás pensando —le dije.

—Lo mismo que estás pensando tú —dijo ella, y seguía mirándome como antes, con más calma que resignación o curiosidad.

Se oían voces en el pasillo.

—Dime la verdad.

—Tú sabes que no hace falta que te la diga.

A pesar de que la ventana seguía cerrada, se coló de pronto en la habitación el rugido indecente de una moto. No quedaba ni rastro de Vivaldi. Le aguanté la mirada a la niña.

—Siempre me pasa lo mismo.

—Cariño, de la mañana a la noche una no deja de ser lo que es.

Eché de menos un espejo. Aunque tampoco lo necesitaba para saber que, al menos, había adelgazado bastante.

—He puesto de mi parte todo lo que he podido.

—No te castigues. No te reproches nada. Y no te creas más alocada, más desnortada o menos constante que los demás.

No merecía la pena mirar la hora. No iba a servirme de mucho saber si era corto o largo el rato que llevaba dentro de la habitación. Cuando tuviese hambre, siempre sería posible tomar algo en la cafetería. La verdad es que me habría hecho ilusión que en la cafetería pusieran una foto mía con una dedicatoria llena de agradecimiento.

—Hay quien lo tiene más fácil. La prueba está en que aquí la ocupación, durante todo el año, prácticamente es del cien por cien.

—Cariño, hay quien se conforma con poco.

El aire estaba un poco cargado. Empecé a ponerme discretamente la ropa en su sitio. Tenía que reconocer que el subidón, fuera de lo que fuese, había sido tremendo, pero yo era la primera en saber que mi naturaleza fue siempre temperamental y pujante, desde chiquitita, o desde chiquitito, que tampoco tiene sentido pasarse el resto de la vida pisoteando lo que durante tantos años no tuviste más remedio que ser. Por la claridad que entraba por la ventana, se notaba que se estaba poniendo una tarde maravillosa. De pronto, me sentía agotada, pero no abatida. Me senté en el borde de la cama y procuré estar a gusto. La mirada de la niña, que no estaba dispuesta a perderse un detalle, parecía ahora un poco más cariñosa. Volví a mirarla a los ojos por derecho. Era mejor aclararlo todo de una vez.

—Sé sincera: ¿tú crees que en el santoral hay sitio para mí?

La niña bajó los ojos, porque tenía que lastimarme.

—Rebecca —dijo después, muy tranquila—, no tienes ningún motivo para deprimirte. Pero la respuesta, sincera y objetiva, es: no.

Me levanté. Cogí la bolsa de viaje. No tenía sentido que me quedase allí. Eso sí, no pensaba deprimirme. Así que dije, con muchísima soltura:

—Pues santa Rebecca de Windsor habría sido, para los altares, un nombre moderno, con gancho y precioso. Lo siento por el santoral.

A la intemperie

Paré el coche en un camino que podía llevar a cualquier parte. Había salido de la carretera en un desvío sin ninguna señal, y eso que ya era tarde y no calculaba lo que tardaría en llegar a un sitio con un buen hotel, a una buena bañera, a una buena cama, a un poco de lujo, con un montón de estrellas y un atento y rápido servicio de habitaciones las veinticuatro horas del día. Tenía prisa por mimarme un poco. Pero vi aquel desvío, aquel camino de tierra que se metía en el campo como un niño chico cuando de repente coge una dirección distinta a la que lleva todo el mundo y se extravía, y seguro que fueron las ganas de desahogo las que me empujaron a aventurarme por él.

El cielo se estaba metiendo en nubes. A lo lejos, como si estuviera cosido de cualquier manera al horizonte, había un resplandor de color hueso y deshilachado, un poco comido por las sombras por la parte baja y débil y difuminado cuando se juntaba con los nubarrones. Estaba refrescando y no sé por qué se me ocurrió que a lo mejor era por mi culpa, como cuando te descuidas o no te tomas ningún interés y dejas abiertas al buen tuntún las ventanas y se forma corriente.

Y la verdad es que si paré el coche fue más por miedo a no estar sola del todo que por temor a alejarme demasiado de la carretera. No se veían casas ni parecía que por aquel camino hubiese la menor circulación, pero pensé que a la vuelta de una curva podía aparecer un pueblo, un camping o un rebaño de ovejas, y por eso decidí no seguir adelante, porque me di cuenta de que lo que yo buscaba era un lugar solitario para despacharme a gusto. La carretera hacía ya un rato que la había perdido de vista.

Cuando apagué el motor, fue como si me quedara sorda de golpe. Todo estaba tan quieto que por un instante tuve la sensación de que había ido a parar a un sitio disecado. Había algunas encinas desperdigadas por el campo, muy desmejoradas, y mucha retama bravía y todavía sin flor, pero se me antojó que ni siquiera se habían movido un poco con el aire desde hacía muchísimo tiempo, como si allí no cambiara nunca el clima y siempre hiciera aquel calmón un poco destemplado y ese silencio que seguro que hay en los sitios de los que nadie se acuerda. Estaba convencida de que por allí no había pasado nadie desde hacía meses. Era un buen lugar para ajustarle las cuentas al Amado.

Yo estaba tranquila, pero tenía en el pecho unas ganas muy comprensibles de dejar las cosas claras y en la garganta un montón de palabras peleándose unas con otras para ver cuál me salía primero por la boca. No tenía el ánimo encogido ni escocido el amor propio ni achicada la confianza en mi misma, pero tampoco quería quedar como una aventurera sin fundamento, una psicópata ciclotímica o una fantasiosa llena de pretensiones y con menos cimientos que un sombrajo. Había dejado La Altura sin quedarme a dormir allí ni una sola noche, aunque pagándola religiosamente a pesar de que tenían lista de espera, y el personal de recepción, tan profesional, se mostró preocupadísimo por si había encontrado algún fallo garrafal o me causaban demasiadas molestias mis vecinos de planta, en cuyo caso podían intentar cambiarme a otro cuarto, en una zona de más sosiego, aunque tal vez peor comunicada. Les aseguré que mi decisión de marcharme de inmediato no tenía nada que ver ni con las instalaciones ni con la atmósfera general de la hospedería y del cenobio, que consideraba perfectas, sino sólo con mis propias deficiencias. Pero dije eso porque no tenía ningún derecho a abochornar a unos empleados tan amables y cumplidores, y no me importaba lo más mínimo quedar ante ellos como cortita de puntería y de facultades. Hacer balance de la experiencia con el Amado ya era otra cosa.

Bajé del coche. Algún ruido hice, claro, al abrir la puerta, al poner los pies en el suelo, al recomponerme un poco la vestimenta —que ya me moría de ganas de quitarme de encima tanto decoro y tanta sobriedad—, pero lo que contaba era la perorata que me iba subiendo por dentro. En el cielo había ya, entre las nubes, unos desgarrones amoratados que acentuaban el dramatismo de la situación. Me alejé unos pasos del coche, con toda la intención de sentirme de verdad al descubierto, y me puse a dar paseos cortos, de ida y vuelta, apretujando una mano contra otra a la altura de la cintura, balanceando con criterio la cabeza para quitarle rigidez al cuello, ajustándole el compás a la respiración, moviendo con recato pero con perseverancia las mandíbulas para excitar las glándulas salivares y lubricar la garganta, entrando en calor. De pronto me paré, respiré hondo, levanté bien la cabeza para que se me viera el temple, me humedecí bien los labios para que el discurso no tropezara y que me quedase fluido, me puse de nuevo a caminar por los tres o cuatro metros que ya me había marcado en el calentamiento, pero ahora con empaque, y dije:

—Aquí me tienes. Ya sé que no hay nada que hacer, pero podías habérmelo avisado antes. No es que me arrepienta, no es que yo crea que he perdido el tiempo, ni que me dé coraje poner los pies en el suelo y saber hasta dónde puedo saltar, ni que me achare por ser como soy y tenerlo todo como lo tengo, pero esto era cosa de dos y alguna explicación habrá que dar. Yo sólo quería llegar a lo más alto y lo más lejos que pudiese, y poner en un trono lo más bonito que tiene toda persona, que es su interior, y por nada del mundo quería ponerme a llorar encima de los destrozos que a este cuerpo serrano, como a cualquier otro, le causa la edad, y no quería acabar en un saco de pellejo y, lo que es peor, con el corazón andrajoso. Yo quería estar por tu fuego lacerada, y salirme de mí y llegar a tanta altura que un solo vuelo valiera por mil, y saciarme del agua de la fuente de donde viene todo origen, y esparcir tus cabellos mientras el aire de la almena lastimaba mi cuello y suspendía todos mis sentidos, y estar contigo tan a gusto que no me importasen los años ni los achaques ni las miserias de este mundo, sino sólo tú. Y no me digas que no tenía derecho a pretenderlo. Tenía tanto derecho a intentarlo como cualquiera, pero se ve que soy poca cosa para tan altos deliquios, ya ves. No voy a quejarme, no te creas. No voy a reprocharte nada. Pero que conste que lo he puesto todo de mi parte, que no me ha importado dejar de lado mi amor propio y los truquitos que una tiene para disimular los deterioros, confiar como una lela en un tarugo como Dany, vestir para los ojos de los demás como una intelectual prehistórica, castigarme el gusto y el olfato con lo que me gusta un perfume y con el trabajito que me ha costado encontrarle la ciencia a la cocina creativa, educarme el oído para no caer en trance con Juanita Reina o Barbra Streisand —cada una en su estilo— sino con los motetes, y aprenderme prácticamente de memoria las obras de los místicos, que bien sé yo el tiempo que me hará falta para quitarme del todo esta manera de hablar. Lo único que no hice, es cierto, fue castigarme el cuerpo. Pero es que este cuerpo ha sido mi salvación, ¿comprendes?, con este cuerpo he aprendido a quererme, por este cuerpo me he jugado la vida, para este cuerpo me he inventado mi nombre, sin este cuerpo habría sido incapaz de enfrentarme al mundo. Seguramente no soy tu tipo, qué le vamos a hacer. Sabré llevarlo con gracia, no te preocupes. Maduraré con estilo, aprenderé a llevarme bien con mis destrozos, tiraré de mis ahorros si no encuentro una ocupación que me siga poniendo en mi sitio, y trataré de ser buena gente. Y este cuerpo me acompañará. Este cuerpo y todo lo que he pasado. Y cuando este cuerpo y mi memoria me pongan a hervir, me soltaré como unas castañuelas. A la edad que tenga. Esté con quien esté. Me cueste lo que me cueste. Y aunque te eche de menos por no haberte tenido nunca. Pero yo no me voy a achicar. No me voy a desfondar. No voy a castigarme. Y no voy a echarme a perder ni voy a tener remordimientos ni voy a acomplejarme. Porque yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy.

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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