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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (27 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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De hecho, me dijo, ni siquiera le puso mala cara, ni siquiera se sintió extraña en el momento de preguntarle que cuánto era, ella sólo sabía que aquello no podría olvidarlo, así que le dio el dinero sin rechistar, y eso que era casi todo lo que le quedaba, y Jefferson sonrió derritiéndose de felicidad y dijo exactamente gracias, mi amor, los muertos no somos de piedra, pero tenemos que vivir de algo. Y hasta ese momento, a lo mejor por lo cerca que estaban, ella no descubrió aquel brillo raro que tenían los ojos de Jefferson. Y habría apostado su pensión de orfandad, me dijo, a que era el mismo brillo que tenían los ojos de los dependientes de las tiendas en las que compraron, de los camareros de los restaurantes en los que comieron, de los clientes de la discoteca en la que bailaron. Entonces comprendió que Salvador de Bahía estaba lleno de muertos. Y Jefferson, que le adivinó el pensamiento, le dijo tan campante que allí eran muchísimos y estaban bastante bien organizados. Y el tiempo se echó encima, y ojalá hubiera tenido dinero para quedarse en Salvador o para volver en cuanto se dio cuenta de las ganas que tenía de Jefferson, me dijo. Y aquello era lo que buscaba por todos los cementerios, en las tumbas de muertos jóvenes, en donde se acurrucan los muchachos que se fueron al más allá: alguien como Jefferson, que mire como Jefferson, que toque como Jefferson, que bese como Jefferson, que la haga sentirse otra vez como aquella noche la hizo, me dijo, sentirse Jefferson.

Porque estaba sentada, que si no me caigo de culo. Sólo acerté a decir:

—Es impresionante.

En el cielo empezaba a disolverse el color púrpura. Se oyó, a lo lejos, el canto de un gallo. Me gruñó el estómago, pero era como si lo tuviese anestesiado, se me había pasado por completo el hambre. De todas maneras, una no es tonta y comprendí que se me había escapado el penúltimo tren. Pero tampoco era cosa de guardarle rencor a aquella pobre señora, ni de denunciarla.

—No me haga nada, por favor. —Estaba asustada, pero ya no le noté aquel alivio que me había parecido encontrarle en la voz cuando se vio descubierta; no quería darse por vencida.

Procuré poner cara de sexóloga moderna, le di un beso y, antes de levantarme, le dije:

—Sigue con lo tuyo, mujer.

—Gracias, hija. No creo que volvamos a vernos. Este hábito lo cogí de la lavandería de San Servando, pero no pienso pasarme de nuevo por allí. Lo dejaré aquí mismo antes de irme. Se imaginarán cosas. No cuentes nada.

—Seré una tumba, con perdón. Aprovecha antes de que se haga de día.

Estaba rendida, pero si lograba dormir un poco a lo mejor llegaba en buenas condiciones al Gran Encuentro. Sonaron, todavía adormiladas, las campanas de la abadía. Miré mi reloj: las 6.00, maitines. Cuando llegué a la cancela, oí cómo la mujer disfrazada de siervo de la Estricta Observancia volvía a escarbar alrededor de una lápida, buscando a Jefferson.

 

Dormí muy bien, me desperté tardísimo, me aseé de mala manera y salí disparada en busca de algo que comer. También quería darles las gracias a los ángeles: cuando salí del cementerio, otro ángel seguía distrayendo con muchos abrazos y restregones al guarda jurado, y lo mismo pasaba con el vigilante de la zona de mujeres, de forma que conseguí pasar de nuevo sin ser vista. Como el refectorio ya estaba cerrado, me fui derecha a la recepción y, al siervo de la Estricta Observancia que aquella mañana cumplía con las obligaciones del registro, le pregunté, primero, si era posible desayunar a aquellas horas en algún sitio, y, segundo, si el muchacho de la 17 estaba en su habitación. El fraile miró el casillero de Dany, cogió un sobre, me miró con cierta lástima y me dijo:

—Se fue esta mañana y ha dejado esto para usted.

Dentro del sobre había una carta y un folleto a todo color. La carta decía:

 

«Querida Rebecca: Perdóname. Me voy con ellos. Sé que te he decepcionado, pero menos de lo que tú te crees. He vuelto a intentarlo, y he vuelto a fracasar. Me hizo mucha ilusión oírte decir, cuando nos conocimos, que me habías visto levitar dentro de aquella iglesia. Te equivocaste, yo no he levitado en mi vida. Pero te dije la verdad, que me habías visto en éxtasis porque tus ojos estaban limpios y porque tenías madera de santa. Creo que la sigues teniendo. Ojalá lo consigas. Por mi parte, prefiero seguir con ellos, creo que por lo menos me lo pasaré bien. Eso sí, en caso de que vuelva a intentarlo, me gustaría tenerte cerca. Hasta el domingo, estaremos en el Gran Encuentro. Te dejo el folleto por si te interesa. Acuérdate de mí cuando llegues a la séptima morada, Dany».

 

Miré el folleto a sabiendas de que iba a llevarme un sofocón, y decidida a que el sofocón no se me notase. En la portada, con letras que simulaban estar hechas de cuero, ponía: «Gran Encuentro Internacional del Leather». Se celebraba, según podía leerse debajo, del jueves 8 al domingo 11 de mayo. En páginas interiores, se informaba con todo lujo de detalle de los expositores, los actos organizados, el concurso de Mister Leather, Mister Amo y Mister Esclavo y sus correspondientes «misses», las casas fabricantes de prendas y material variado de cuero, las principales empresas de «export-import», y un plano para llegar al recinto ferial, un plano del recinto ferial propiamente dicho, y recomendaciones dietéticas y sanitarias. En una de las páginas pares había un gran anuncio de la abadía de San Servando, con la leyenda «Artesanos talabarteros de prestigio internacional». Y en la contraportada, una explicación detalladísima —y en la que no voy a entrar por el respeto que me tengo— de lo que significa y lo que hay que hacer o dejar que te hagan si llevas un pañuelo azul o blanco o amarillo o naranja o verde militar en el bolsillo derecho de atrás del pantalón, o en el bolsillo izquierdo, o en la muñeca derecha o en la muñeca izquierda. Para desmayarse.

Me controlé estupendamente. No quise mirarle a la cara al fraile de la recepción para no ver hasta dónde había llegado la lástima con la que me miraba. Le pedí, eso sí, aunque como si hablara con el escote cerrado del jersey marrón que me había puesto aquella mañana, que me preparase inmediatamente la factura. Otra vez se me había pasado el hambre. No pensaba deprimirme. Fui a mi habitación, recogí mis cosas, le di los buenos días con una dicción estupenda —a la ida y a la vuelta— al guarda jurado de turno, y pagué la factura con la tarjeta Visa. No dejé el diez por ciento recomendado como limosna. No me importaba seguir sola. Ni se me pasaba por la cabeza volverme atrás. Llegar a los brazos del Amado se me estaba poniendo, y nunca mejor dicho, muy cuesta arriba, pero allí tenía el ejemplo de la mujer de Monterrojo, loca por Jefferson.

Si ella seguía, yo también.

Séptima morada

La hospedería del monasterio de La Altura estaba abarrotada. Apenas se veían personas solas, pero había parejas de todas las edades, grupos de amigas en general talluditas, excursiones mixtas con toda la pinta de haber sido organizadas por parroquias o comunidades cristianas de base, familias con niños vestidos de primera comunión. Y no faltaban las celebridades.

Nada más llegar, reconocí a una señora muy elegante, con mucho estilo, con mucho golpe de chofer y secretaria particular, famosísima por un libro que ha escrito sobre las reliquias que hay en las iglesias y los conventos de toda España y el milagro en el que está especializada cada una de ellas, un best-seller, y ella sale cada dos por tres en televisión, y le hacen montones de entrevistas en la radio, y da conferencias por todas partes, y viaja muchísimo, que hasta en el extranjero se ha hecho famosa, y también aparece una barbaridad en las revistas del corazón, pero sólo en las serias, y yo la había visto una vez en una charla que dio en la Casa de León, Zamora y Salamanca, al principio de mi arrebatamiento espiritual, antes de meterme de lleno en la lectura de nuestros místicos, y me dejó colapsada por las cosas tan interesantes que contó, que todavía me acuerdo de las más impactantes. Por ejemplo, la historia de una chiquilla con poliomielitis, que se curó cuando la cubrieron de cintura para abajo con huesos verdaderos de los santos inocentes asesinados por Herodes y traídos de Tierra Santa por un obispo español, precisamente de Astorga, o el milagro del minero al que se le quitó una gangrena que le llegaba ya hasta la rodilla en cuanto le bañaron la pierna en barro auténtico del que Dios hizo a Adán y se la limpiaron después con la toalla con la que Jesús les lavó los pies a los apóstoles. Aunque lo que más me impresionó fue saber que, en una ermita de Cuenca, se conserva nada menos que una pezuña petrificada del diablo, como todos pudimos ver en una diapositiva a todo color que aquella señora tan fina y tan bien hablada nos puso para despejarnos cualquier duda. Y ahora aquella celebridad estaba allí, alojada como uno más en aquella hospedería de tanto prestigio pero sin lujos de ninguna clase, aunque no iba a dar ninguna conferencia, sino que, según me dijeron, estaba recogiendo material para su best-seller, que iba por nosecuantísimas ediciones, y por lo visto acababa ella de descubrir que allí se conservaba y se veneraba una sandalia de san Pedro.

Pero ella no era, ni mucho menos, la única persona famosa que había pasado por La Altura. Las paredes de la cafetería estaban llenas de fotos dedicadas, como los restaurantes típicos del viejo Madrid. Había una de un actor norteamericano, muy conocido, del que se decía que viajó hasta allí directamente desde Beverly Hills, en avión privado, sólo para curarse una depresión y recuperar la ilusión de vivir, y que, desde entonces, daba para obras de caridad el dos y medio por ciento de lo que le pagaban por las películas. Había otra foto de una actriz también americana y también conocidísima que lleva escritos dos o tres libros sobre sus experiencias sobrenaturales y salió una vez en el
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haciendo el Camino de Santiago, con una ropa sencillísima y casi nada de maquillaje, lo justo para defender el cutis y corregir algún defectillo de esos que no es que afeen, sino que más que nada molestan: para su edad, estaba monísima. Y, por supuesto, había retratos de toreros y de tonadilleras, que siempre han sido de mucho rezar y mucho llevar medallas y escapularios, pero también el de una cantante inglesa que en sus tiempos fue un verdadero pendón y cantaba unas cosas de escándalo, y es verdad que las cantaba en inglés, pero por los gestos tan descarados que hacía se le entendía todo, y el Vaticano no tuvo más remedio que excomulgarla, aunque recuerdo que la Nancy, una amiga del mundo del artisteo que se las daba de saberlo todo, me dijo que el Vaticano no la podía excomulgar porque no era católica, sino protestante; el caso es que luego salió diciendo en todas las revistas que se había convertido y que, de ahí en adelante, iba a dedicarse en exclusiva a cuidar su paz interior y a disfrutar de las cosas espirituales, y eso que seguía vistiéndose de un modo muy exagerado. No como aquella artista que armaba tantísimas broncas y que hizo la película de la mantequilla y se fotografiaba con una novia rubia que se echó y yo creo que también la excomulgaron, y ahora no hay quien la reconozca, va de catequista por la vida y, eso sí, despotricando contra los sinvergüenzas que la explotaron y se aprovecharon de lo inmadura y lo atolondrada que era entonces, para hacer pornografía y para forrarse. Esa no estaba entre las que habían dejado una foto dedicada como recuerdo de su paso por el monasterio y en prueba de gratitud por la felicidad que había encontrado su alma —eso era, más o menos, lo que escribían todos—, seguramente porque aún no había tenido tiempo para pasarse por allí, pero sí que estaba la foto de la primera Miss Europa española, de familia modesta, pero que con el tiempo se casó con un rico heredero suizo que la llenó de caprichos y la introdujo de lleno en la alta sociedad, tuvo con él un hijo al que le dio por las carreras de coches y por echarse novias muy catetas —aunque siempre se ha dicho que, de tapadillo, lo que tiene son novios—, enviudó, atravesó una racha de mucha bulla y mucho desarreglo, se estropeó una barbaridad, se lió durante un tiempo con una pintora de esas que pintan como los niños chicos, cayó en una crisis muy comentada y, cuando aceptó que su célebre belleza no era más que un préstamo que Dios le había hecho y a Dios le había devuelto, descubrió que tenía facultades para ver el ángel custodio de cada persona, aprendió a pintarlos, y actualmente se dedica a hacer exposiciones de óleos con los ángeles de la guarda de personajes del mundo del espectáculo, de la cultura y de la política, incluidos los de todos los miembros de la Familia Real.

—Aquel de la chaqueta celeste —me dijo el célebre
chef
Manuel Villegas— es un productor de discos muy importante que busca algo que sea un bombazo como el gregoriano de los monjes de Silos. Aquí cantan unas misas preciosas.

El de la chaqueta celeste estaba en la barra y parecía un feriante endomingado.

El célebre
chef
Manuel Villegas, del restaurante Almunia de Majadahonda —un verdadero templo de la gastronomía moderna, pero con raíces, según me dijo—, ya se había encargado de presentarse, con todos los adornos habidos y por haber, en cuanto le di permiso para que se sentara a mi mesa. La cafetería estaba de bote en bote. Y la verdad es que enseguida comprendí que no era el típico moscón que anda al acecho de mujeres solas y empieza con mucho caracoleo a tentar la suerte. Se había limitado a darse humos, bien es cierto que adornándose y recreándose mucho en la faena, pero me di cuenta de que sólo le importaba dejar claro que no era ningún pelagatos y podía considerarme bien acompañada. Yo había llegado a la hospedería muy temprano, con un estado de ánimo muy entonado, sin volver la vista atrás, con el convencimiento de que aquel lugar ofrecía garantías y escarmentada de dar bandazos. Tuve que esperar a que mi habitación la dejaran libre y la limpiaran, así que me fui a la cafetería y me convencí todavía más de que había ido a parar al sitio adecuado. Quizás estuviera un poco masificado, pero tanta gente, normal o distinguida, no podía equivocarse. Allí estaba, sin ir más lejos, Manuel Villegas, un cocinero de postín, un hombre hecho a sí mismo, un profesional con inquietudes y con instinto para adivinar por dónde va a ir el gusto de la gente de buen comer, que la cocina imaginativa de inspiración francesa tuvo su momento, pero es un concepto culinario que se agota, como todo, y la cocina mediterránea es muy relajada y muy saludable y tiene una relación muy cordial —algo así me dijo— con nuestra idiosincrasia y nuestro ritmo de vida, pero es quizá demasiado epidérmica —si le permitía la expresión— y, aunque todavía aguanta con dignidad si la carta está bien estructurada, ya empieza a notarse cierto cansancio, de modo que hay que evolucionar y aportar novedades y él, Manuel Villegas, estaba seguro de que el próximo exitazo en los mejores fogones y los mejores manteles iba a ser la cocina monacal. Interpretada, por supuesto. Ollas de legumbres con hortalizas, huesos y carnes, o guisos de abadejo, pescados de salazón y sardinas en arenque, sin olvidar las ancestrales sopas de ajo, el arroz con higadillos y los clásicos potajes, serían la base para aplicar toques creativos que acabarían convirtiendo lo que llamaríamos gastronomía del ancestro, en su rama conventual, en platos de alta escuela: alcachofas gratinadas rellenas de caviar de salmón, o sopa de ahumados con puré de coliflor, o bacalao con escama de patatas con pil-pil. Todos esos platos, y otros por el estilo pero aún poco definidos, iba él elaborándolos ya en su imaginación, y estaba seguro, me dijo, de que podía cocinarlos en aquel mismo momento sin cambiar un ápice ni la clase ni la cantidad de los ingredientes, hasta el punto de que me regaló los apuntes completos de las recetas, una cuartilla que todavía tengo y que me permite ahora explicar los platos con todo detalle. Mientras estaba de gira, Manuel Villegas cocinaba todos aquellos platos mentalmente y, según él, les ponía el sabor, el olor, la temperatura que buscaba, igual que hacía, en lo suyo, un conocidísimo diseñador que se había ido un par de días antes de que yo llegara, después de haber disfrutado en La Altura de dos semanas de intensiva concentración espiritual, hasta que prácticamente se definieron solas las líneas maestras —depuradísimas— de su próxima colección otoño-invierno.

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