Authors: Kerstin Gier
Gideon me miró un momento desde arriba antes de responder: —Al conde no le gusta enseñar sus cartas, pero detrás de cada una de sus ideas se esconde un plan genial. Tiene una sospecha concreta sobre los hombres que nos atacaron en Hyde Park, y creo que quiere hacer salir de la sombra al que mueve o a los que mueven los hilos en este asunto presentándonos en una reunión numerosa.
—¡Oh! —exclamé—. ¿Quieres decir que otra vez habrá hombres armados y...?
—No mientras estemos rodeados de gente —dijo Gideon, y después de sentarse en el respaldo del sofá, añadió cruzando los brazos sobre el pecho—: De todos modos, considero que es demasiado peligroso, al menos para ti.
Me apoyé contra el borde de la mesa.
—¿No sospechaste de Lucy y de Paul por el asunto de Hyde Park?
—Sí y no —respondió Gideon—. Un hombre como el conde de Saint Germain ha tenido que granjearse, en el curso de su vida, unos cuantos enemigos. En los Anales hay algunos informes de atentados contra él. Y sospecho que Lucy y Paul, para conseguir sus objetivos, pueden haber colaborado con alguno de esos enemigos.
—¿También cree eso el conde?
Gideon se encogió de hombros.
—Eso espero.
Reflexioné un momento.
—Estoy de acuerdo en que vuelvas a contravenir las normas y te lleves una de esas pistolas de James Bond —propuse entonces—. Todos esos tipos con sus espadas no podrán hacer nada contra eso. Y por cierto, ¿de dónde la has sacado? Yo también me sentiría mejor si tuviera un trasto de esos.
—Un arma que no se sabe manejar como es debido normalmente acaba por ser utilizada contra uno mismo —dijo Gideon.
Pensé en mi cuchillo de cocina japonés. No resultó nada agradable imaginar que pudieran utilizarlo contra mí.
—¿Charlotte es buena con la esgrima? ¿Y también sabe cómo utilizar una pistola?
De nuevo se encogió de hombros.
—Lleva recibiendo clases de esgrima desde los doce años; claro que es buena.
Por descontado. Charlotte destacaba en todo. Excepto en simpatía.
—Seguro que al conde le habría gustado —dije. No hacía falta ser muy listo para ver que yo no era su tipo.
Gideon rió.
—Aún puedes hacer que cambie la imagen que tiene de ti. De hecho, el conde también quería conocerte mejor, sobre todo para comprobar si las profecías aciertan o no en lo que se refiere a ti.
—¿Te refieres a la magia del cuervo? —Como siempre que la conversación iba a parar a este tema, me sentí incómoda—. ¿Revelan las profecías también qué quiere decir eso exactamente?
Gideon dudó un momento, y luego recitó en voz baja: —«... En su cimbreo rojo rubí oye el cuervo cantar a los muertos, apenas conoce el precio, apenas la fuerza, el poder se alza y el Círculo se cierra...» —Carraspeó—. Se te ha puesto la carne de gallina.
—La verdad es que suena siniestro. Sobre todo eso de los muertos que cantan. —Me froté los brazos—. ¿Continúa?
—No. Es más o menos todo lo que hay. Debes reconocer que tampoco encaja mucho contigo, ¿no?
Supongo que tenía razón.
—¿También hay algo sobre ti en la profecía?
—Naturalmente —respondió Gideon—. Sobre cada uno de los viajeros del tiempo. Yo soy el león con crines de diamante ante cuya visión el Sol... —Por un instante pareció que se sentía cohibido, y luego continuó sonriendo—: Y bla bla bla. Ah, y tu tatatarabuela, la recalcitrante lady Tilney, es, pertinentemente, un zorro, un zorro de jade que se oculta tras un tilo.
—¿Y se puede sacar algo en claro de esas profecías en realidad?
—Desde luego; solo que están plagadas de símbolos. Todo es cuestión de interpretación. —Miró su reloj de pulsera—. Aún tenemos tiempo. Voto por que continuemos con nuestras clases de baile.
—¿También se bailará en la
soirée
?
—No lo creo —respondió Gideon—. Seguramente solo se comerá, se beberá, se charlará y... hum... se tocará música. Ya puedes contar con que también a ti te pedirán que toques o cantes algo.
—Vaya —murmuré—. Supongo que hubiera hecho mejor tomando clases de piano en lugar de ir a ese curso de hip-hop con Leslie. Pero la verdad es que canto muy bien. El año pasado, en la fiesta de Cynthia, gané el concurso de karaoke de forma absolutamente incontestable. Con una interpretación muy personal de «Somewhere Over the Rainbow». Y eso a pesar de que el disfraz de estación de autobús no me favorecía en absoluto.
—Bueno. Si te preguntan, diles sencillamente que siempre te que das sin voz cuando tienes que cantar ante un grupo de gente.
—¿Puedo decir eso, pero no puedo decir que me he torcido el tobillo?
—Toma, los auriculares. Otra vez lo mismo.
Se inclinó ante mí.
—¿Qué hago si alguien que no seas tú me pide un baile?
Me concentré en mi inclinación, quiero decir, mi reverencia.
—Pues hacerlo todo exactamente igual —dijo Gideon, y me cogió la mano—.
Pero en el siglo XVIII estas cosas funcionaban de un modo muy formal. Uno no sacaba a bailar a una chica desconocida si no habían sido presentados oficialmente.
—A no ser que ella hiciera determinados movimientos obscenos con el abanico. —Poco a poco iba automatizando los pasos de baile—. Cada vez que bajaba el abanico, aunque solo fuera un centímetro, a Giordano le daba un ataque de nervios y Charlotte sacudía la cabeza como uno de esos perros de juguete de los coches.
—Ella solo pretende ayudarte —dijo Gideon.
—Sí, exacto. Y la Tierra es plana —bufé, a pesar de que en el baile del minué seguro que no estaba permitido.
—Casi se deduce que no os gustáis demasiado...
Giramos en círculo con nuestras correspondientes parejas imaginarias.
Ah, ¿sí? ¿Eso parecía?
—Creo que aparte de la tía Glenda, lady Arista y nuestros profesores, no hay nadie a quien le guste Charlotte.
—Yo no lo creo —dijo Gideon.
—Oh, naturalmente me olvidaba de Giordano y de ti mismo. Ups, ahora he puesto los ojos en blanco, seguro que estaba prohibido en el siglo XVIII.
—¿No es posible que estés un poco celosa de Charlotte?
Me eché a reír.
—Créeme, si la conocieras tan bien como yo, nunca se te ocurriría hacer una pregunta tan tonta.
—En realidad la conozco muy bien —respondió Gideon en voz baja, y me cogió de nuevo la mano.
Ya me disponía a decirle: «Sí, pero solo su lado bueno» cuando comprendí el significado de su frase y de golpe sentí efectivamente unos celos terribles de Charlotte.
—¿Hasta qué punto os conocéis... en concreto?
Retiré la mano y cogí la de su vecino inexistente.
—Bueno, diría que tan bien como se conoce la gente cuando pasa mucho tiempo junta —dijo al pasar, sonriendo maliciosamente—. Y ninguno de los dos tenía mucho tiempo para otras... hum... amistades.
—Comprendo. En esos casos uno tiene que conformarse con lo que hay. — No podía resistirlo ni un segundo más—. Y... ¿cómo besa Charlotte?
Gideon me cogió la mano, que colgaba en el aire al menos veinte centímetros por encima de donde debía.
—Encuentro que realizáis magníficos progresos en la conversación; sin embargo, un caballero no habla sobre esas cosas.
—Aceptaría esa excusa si tú fueras un caballero.
—Si en algún momento he dado ocasión para que juzgarais mi conducta como inapropiada para un caballero, yo...
—¡Cierra la boca, por favor! Lo que pase entre Charlotte y tú no me interesa lo más mínimo, pero encuentro bastante descarado que al mismo tiempo te diviertas... tonteando conmigo.
—¿Tontear? Qué palabra más fea. Os estaría muy agradecido si me iluminarais sobre la causa de vuestro malhumor y prestarais atención a vuestros codos al mismo tiempo. En esta figura deben estar hacia abajo.
—No tiene gracia —exclamé—. No habría dejado que me besaras si hubiera sabido que Charlotte y tú...
Mozart había acabado y volvía a tocarle el turno a Linkin Park. Bien, encajaba mejor con mi estado de ánimo.
—Charlotte y yo, ¿qué?
—... sois más que amigos.
—¿Quién lo dice?
—¿Tú?
—Yo no he dicho nada de eso.
—Ajá. De modo que... nunca os habéis... digamos... ¿besado?
Renuncié a la reverencia y en lugar de eso le miré fijamente a los ojos.
—Tampoco he dicho eso. —Se inclinó ante mí y cogió el iPod de mi bolsillo—.
Vamos a repetirlo, lo de los brazos aún tienes que practicarlo. Por lo demás, ha estado fantástico.
—En cambio, tu conversación deja mucho que desear —dije—. ¿Tienes algo con Charlotte o no?
—Creo que no te interesa para nada lo que pueda haber entre Charlotte y yo.
Volví a fulminarle con la mirada.
—Exacto, tú lo has dicho.
—Entonces no hay más que hablar. —Gideon me pasó el iPod. Por los auriculares podía oír «Hallelujah», en la versión de Bon Jovi.
—Te has equivocado de música —dije.
—No, no —replicó Gideon, y sonrió con ironía—. Creo que ahora necesitas algo tranquilizador.
—Eres... eres un...
—¿Sí?
—¿Un tarado?
Se acercó un paso más, de modo que aproximadamente debía de quedar un centímetro entre nosotros.
—¿Ves?, esa es la diferencia entre Charlotte y tú: ella nunca diría algo así.
De pronto me resultaba difícil respirar.
—Tal vez porque a ella no le das ningún motivo para hacerlo.
—No, no es eso. Creo que sencillamente tiene mejores modales.
—Sí, y unos nervios más resistentes —dije yo. Por alguna razón me había quedado mirando fijamente la boca de Gideon—. Solo por si se te ocurre repetirlo cuando estemos por ahí en un confesionario y nos aburramos: ¡la próxima vez no me cogerás por sorpresa!
—¿Quieres decir que no dejarás que te bese otra vez?
—Exacto —susurré, incapaz de moverme.
—Lástima —dijo Gideon, y su boca se acercó tanto a la mía que sentí su respiración en mis labios.
Era consciente de que no me estaba comportando precisamente como si me tomara mis palabras en serio. Y, de hecho, no lo hacía. En realidad ya era mucho que no le echara los brazos al cuello. En cualquier caso, hacía tiempo que había pasado el momento de dar media vuelta o apartarle de un empujón.
Por lo visto, Gideon lo veía del mismo modo. Su mano empezó a acariciarme los cabellos, y entonces sentí por fin el suave roce de sus labios.
«And every breath we took was hallelujah», cantó Bon Jovi en mis oídos.
Siempre me había encantado esa condenada canción, era una de esas que podía oír quince veces seguidas sin cansarme, pero ahora además probablemente quedaría ligada para siempre al recuerdo de Gideon.
Aleluya.
Esta vez nada nos molestó, no hubo saltos en el tiempo ni daimones gárgola descarados. Mientras sonó «Hallelujah», el beso siguió siendo muy dulce y delicado, pero después Gideon hundió las manos en mis cabellos y me atrajo hacia sí. Aquello ya no era un beso suave, y la reacción que me provocó me sorprendió a mí misma. De repente, mi cuerpo se volvió blando y ligero y mis brazos se colgaron con autonomía del cuello de Gideon. No tengo ni idea de cómo ocurrió, pero en algún momento de los siguientes minutos y sin dejar de besarnos aterrizamos en el sofá verde, y allí seguimos besándonos hasta que Gideon se sentó súbitamente y miró su reloj.
—Como he dicho, es una lástima que no pueda besarte más—dijo jadeando un poco. Tenía las pupilas enormes y sus mejillas habían enrojecido visiblemente.
Me pregunté qué aspecto debía de tener yo. Como provisionalmente había mutado en una especie de pudin humano, no estaba en condiciones de liberarme de mi posición recostada. Y constaté con horror que no tenía ni idea del tiempo que hacía que se había acabado el «Hallelujah». ¿Diez minutos? ¿Media Hora? Todo era posible.
Gideon me miró, y me pareció ver algo parecido a la perplejidad en sus ojos.
—Deberíamos recoger nuestras cosas—dijo finalmente—.Y deberías hacer algo urgente con tus cabellos; parece como si algún idiota se hubiera puesto a revolver en ellos con las dos manos y luego te hubiera tirado sobre el sofá…Sea quien sea el que nos espere sabrá que dos y dos son cuatro… Oh, por Dios, no me mires así.
—¿Cómo?
—Como si ya no pudieras moverte.
—Es que no puedo —dije en serio—. Soy un pudin. Me has transformado en un pudin.
Una breve sonrisa iluminó por un instante el rostro de Gideon, y luego se puso en pie de un salto y empezó a guardar mis cosas en la cartera.
—Vamos, pudincito, levántate de una vez. ¿Tienes un peine o un cepillo?
—En algún sitio ahí dentro —contesté con voz apagada.
Gideon sostuvo en alto el estuche de las gafas de sol de la madre de Leslie.
—¿Aquí dentro?
—¡No! —grité, y el pánico puso punto final a mi existencia como pudin.
Salté como movida por un resorte, le arranqué a Gideon el estuche con el cuchillo para verdura japonés y lo volví a tirar dentro de la cartera. Si Gideon se extrañó, no lo pareció. Dejó la silla en su sitio junto a la pared y volvió a mirar su reloj, mientras yo sacaba el cepillo del pelo.
—¿Cuánto tiempo nos queda todavía?
—Dos minutos —dijo Gideon, y recogió el iPod del suelo. No tenía ni idea de cómo había llegado allí. O cuándo.
Me cepillé el cabello nerviosamente.
Gideon me observaba con aire serio.
—¿Gwendolyn?
—¿Hum…?
Dejé caer el cepillo y le devolví la mirada con tanta tranquilidad como pude. ¡Oh, Dios mío! Era increíblemente guapo. Una parte de mi cuerpo quería volver a transformarse en pudin.
—¿Has…?
Esperé.
—¿Qué?
—No, nada, no importa.
La conocida sensación de vértigo se extendió por mi estómago.
—Creo que ya empieza—dije.
—Sujeta bien la cartera. No debes soltarla en ningún momento. Y acércate un poco hacia aquí; si no, aterrizarás sobre la mesa.
Cuando me acercaba, todo se difuminó ante mis ojos, y una fracción de segundo después aterricé suavemente sobre mis pies, justo ante los ojos abiertos de par en par de mister Marley. La cara impertinente de Xemerius me observaba por encima de su hombro.
—Bueno, por fin —dijo Xemerius—. Ya llevo un cuarto de hora aguantando los soliloquios de este pelirrojo.
—¿Está usted bien, miss? —tartamudeó mister Marley retrocediendo un paso.
—Sí, lo está—respondió Gideon, que había aterrizado detrás de mí, y mientras lo decía, me dirigió una mirada escrutadora.