Authors: Kerstin Gier
El cuarto vaso hizo callar definitivamente la voz interior que me prevenía: «!
Mantente alerta! ¡No te fíes de nadie!». Solo el hecho de que en apariencia Gideon no tuviera ojos más que para la mujer del vestido verde enturbiaba mi sensación de bienestar.
—Creo que nuestros oídos ya están bastante entrenados —soltó finalmente lady Brompton, y a continuación se levantó aplaudiendo y se dirigió hacia la espineta—. Mi querida, queridísima miss Fairfax. Una ejecución absolutamente exquisita, como siempre—dijo mientras besaba en las dos mejillas a miss Fairfax y la empujaba a la silla más próxima—. Pero ahora invito a todos los presentes a que dediquen un cordial aplauso a mister Merchant y a lady Lavinia; no, no, nada de peros, sabemos muy bien que habéis practicado juntos en secreto.
A mi lado, la prima de lady Brompton chilló como una fan enloquecida de un grupo para adolescentes cuando el sobón se sentó ante la espineta y arrancó con un brioso arpegio. La hermosa lady Lavinia obsequió a Gideon con una sonrisa radiante y se adelantó hacia el instrumento haciendo crujir su falda verde. Entonces pude darme cuenta de que no era tan joven como había supuesto. ¡Pero cantaba genial! Como Anna Netrebko, a la que habíamos oído hacia dos años en la Royal Opera Hause, en Covent Garden. Bueno, vale, tal vez no fuera tan genial como la Netrebko, pero en todo caso era una delicia oírla, Siempre que una fuera aficionada a la arias de ópera italianas pomposas, gracias al ponche, sí. Y por lo que se veía, las arias de ópera italianas eran el no va más en el siglo XVIII. La gente en la sala parecía realmente eufórica. Solo la pobre voz de pito, quiero decir miss Fairfax, ponía cara de disgusto.
—¿Puedo secuestrarte un momento? —Gideon se había acercado por detrás al sofá y me miraba sonriendo desde arriba. Claro, ahora la dama de verde estaba ocupada con otra cosa, se acordaba de mí—. Al conde le gustaría que le acompañaras un rato.
Oh, vaya. La cosa se ponía seria. Inspiré profundamente, cogí mi vaso y con un gesto decidido vacié el contenido en mi garganta. Cuando me levanté, sentí una agradable sensación de vértigo. Gideon me cogió el vaso vació de la mano y lo dejó en una de esas mesas pequeñas que tenían unas patitas tan monas.
—¿Llevaba alcohol eso? —susurró.
—No, solo era ponche —repliqué susurrando también. Ups, el suelo parecía un poco irregular—. Por principio nunca bebo alcohol, ¿sabes? Es una de mis reglas de oro. Uno también puede divertirse sin alcohol.
Gideon levantó una ceja y me ofreció el brazo.
—Me alegro de que te diviertas tanto.
—Sí, el sentimiento es recíproco, ¿sabes? —le aseguré. Uf, antes no me había fijado, pero realmente esos suelos del siglo XVIII no eran muy firmes— Quiero decir que es un poco mayor para ti, pero no tiene por qué ser un obstáculo. Ni tampoco que tenga algo con el duque de Dondesea. No, hablando en serio, es una fiesta fantástica. La gente aquí es mucho más simpática de lo que había pensado. Son tan sociables y directos… —Miré hacia el músico sobón y la copia de la Netrebko—. Y…. es evidente que les gusta mucho cantar. Muy simpáticos. A una le vienen ganas de levantarse de un salto y ponerse a cantar también.
—Ni se te ocurra —susurró Gideon mientras me guiaba hacia el sofá donde estaba sentado el conde de Saint Germain.
Cuando nos vio acercarnos, el conde se levantó con una agilidad que parecía propia de un hombre mucho más joven, y sus labios se fruncieron en una sonrisa expectante.
«Muy bien —pensé, y levanté el mentón—. Hagamos como si no supiera, gracias a Google, que no es en absoluto un conde de verdad.
Hagamos como si realmente tuvieras un condado y no fueras un impostor de dudoso origen. Hagamos como si no hubieras tratado de estrangular la última vez. Y hagamos como si no hubiera bebido ni una sola gota de alcohol» Solté a Gideon, sujeté la pesada seda roja, extendí mis faldas y me incliné en una profunda reverencia de la que no emergí hasta que el conde me tendió su mano cargada de anillos y joyas.
—Mi querida niña —dijo, y un brillo divertido asomó a sus ojos color chocolate mientras me daba unas palmaditas en la mano—. Admiro tu elegancia. Después de cuatro vasos del ponche especial de lady Brompton otros ni siquiera pueden balbucear su nombre.
Oh, los había contado. Bajé la mirada, consciente de mi culpa. En realidad habían sido cinco. ¡Pero habían valido mucho la pena! En todo caso, no añoraba en absoluto mis paralizadores miedos de antes. Y tampoco echaba en falta mis complejos de inferioridad. No, me gustaba mi yo borracho.
Aunque me sentía un poco insegura sobre mis piernas.
—
Merci pour le compliment
—murmuré.
—¡Delicioso! —dijo el conde—. Lo siento. Debería haber estado más atento —dijo Gideon.
El conde rió suavemente.
—Mi querido muchacho, tú estabas ocupado con otras cosas. Y antes que nada estamos aquí para divertirnos, ¿no es cierto? Sobre todo teniendo en cuenta que lord Alastair, a quien quería presentar sin falta a esta encantadora joven dama, aún no ha aparecido. Aunque me han informado de que ya está en camino.
—¿Solo? —preguntó Gideon.
El conde sonrió.
—Eso no tiene ninguna importancia.
La Anna Netrebko de segunda y el sobón acabaron su aria con un furioso último acorde, y el conde me soltó la mano para aplaudir.
—¿No es fabulosa? Tiene verdadero talento, y es muy hermosa además.
—Sí —dije yo en voz baja, y también aplaudí, procurando que no quedara como «bravo, bravo, hoy hay pastel de chocolate»—. Tiene su mérito hacer vibrar así a las arañas.
El acto de aplaudir afectó a mi delicado estado de equilibrio y me tambaleé ligeramente.
Gideon me sujetó.
—Esto es alucinante —dijo enfadado, con los labios pegados a mi oreja—¡No hace ni dos horas que estamos aquí y ya estás como una coba! ¿Qué demonios crees que estás haciendo?
—Has dicho «alucinante», me chivaré a Giordano —reí entre dientes; de todos modos, en medio de aquel alboroto nadie podía oírnos—. Además, ahora ya no es momento para sermones. Te has despertado tarde —me interrumpió un hipido—. Hip. Perdón —miré alrededor—. Y los otros aún están más borrachos que yo, de manera que no me vengas con remilgos, por favor. Lo tengo todo bajo control. Puedes soltarme tranquilamente, me mantendré firme como una roca en medio de la tempestad.
—Gwendolyn, te lo advierto… —susurró Gideon, pero luego me soltó.
Para mayor seguridad, abrí un poco las piernas. Bajo la ancha falda nadie podía verlo.
El conde nos había observado con aire divertido. Su cara solo reflejaba una especia de orgullo paternal. Le dirigí una mirada furtiva y me obsequió con una cálida sonrisa que me llegó al alma. ¿Por qué demonios me había inspirado tanto miedo antes? Tuve que hacer un gran esfuerzo para recordar lo que Lucas me había explicado: que ese hombre le había cortado la garganta a uno de sus propios antepasados… Lady Brompton había vuelto a adelantarse corriendo y felicitaba a mister Merchant y a lady Lavinia por su actuación. Luego —antes de que miss Fairfax pudiera levantarse de nuevo—, pidió un fuerte aplauso para el invitado de honor de la soireé, un hombre cuya figura estaba envuelta en el misterio, el famoso y mue viajado conde de Saint Germain.
—Me ha prometido que hoy nos tocaría algo con su violín —dijo lord Brompton se acercó tan rápido como se lo permitía su voluminosa panza con un estuche de violín.
El público, cargado de ponche, bramó de entusiasmo. Era una fiesta superguay.
El conde sonrió mientras sacaba el violín del estuche y empezaba a afinarlo.
—Nunca me atrevería a defraudarlos, lady Brompton —dijo con tono amable —, pero mis viejos dedos ya no son tan hábiles como en otro tiempo, cuando interpretaba dúos en la corte francesa con el tristemente famoso Giacomo Casanova… y la gota me atormenta un poco estos días.
Un rumor de suspiros se elevó de entre el público.
—… y por eso esta noche quisiera ceder el violín a mi joven amigo —continuó el conde señalando a Gideon.
Gideon parecía un poco asustado por la invitación, y al principio sacudió la cabeza; pero cuando el conde levantó sus cejas y dijo «!Por favor!», cogió el instrumento y el arco que le tendían esbozando una reverencia y se dirigió hacia la espineta.
El conde me cogió la mano.
—Y ahora nosotros dos nos sentaremos en el sofá y disfrutaremos del concierto, ¿de acuerdo? Oh, no hay motivo para temblar. Siéntate, querida.
Tú no lo sabes, pero desde ayer por la tarde tú y yo somos grandes amigos.
Tuvimos una conversación muy, muy íntima y pudimos aparcar todas nuestras diferencias.
¿¡Qué!?
—¿Ayer por la tarde? —repetí.
—Desde mi punto de vista —dijo el conde—. Para ti, este encuentro aún se sitúa en el futuro —rió—. Como puedes ver, lo tengo bastante complicado.
Le miré perpleja. Pero en ese momento Gideon empezó a tocar y olvidé completamente lo que quería preguntar. ¡Oh, Dios mío! Tal vez tuviera que ver con el ponche, pero, ¡uau!, eso del violín era realmente sexy. Ya solo el modo en que lo sujetaba y se lo colocaba bajo la barbilla… No hacía falta que hiciera nada más para dejarme totalmente embobada. Sus largas pestañas proyectaron sombras sobre sus mejillas, y el cabello le cayó sobre la cara cuando colocó el arco en posición y rozó las cuerdas con él. Las primeras notas que llenaron el espacio fueron tan dulces y delicadas que casi quedé sin aliento, y de pronto me vinieron ganas de llorar. Hasta ese momento los violines habían estado bastante abajo en mi lista de instrumentos favoritos —de hecho, solo me gustaban en las películas, para subrayar momentos especiales—; pero eso era sencilla e increíblemente bello, y no me refiero solo a la agridulce melodía, sino también al joven que la arrancaba del instrumento. Todos en la sala escuchaban conteniendo la respiración, y Gideon tocaba con una concentración absoluta, como si no hubiera nadie más allí.
No me di cuenta de que estaba llorando hasta que el conde me tocó delicadamente en la mejilla con el dedo para atrapar una lágrima. Me estremecí sobresaltada.
El me sonrió desde arriba y sus ojos castaño oscuro brillaron cálidamente.
—No tienes que avergonzarte por eso —dijo en voz baja—. Me habrías decepcionado mucho si hubieras reaccionado de otra manera.
Me quedé estupefacta al darme cuenta de que le había devuelto la sonrisa.
(¿Cómo era posible? ¡Ese hombre había tratado de asfixiarme!)
—¿Qué melodía es esta? —pregunté.
El conde se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que aún está por componer.
Cuando Gideon acabó de tocar, toda la sala estalló en aplausos. Él se inclinó sonriendo y se liberó de un bis, pero no del abrazo de la hermosa lady Lavinia. La mujer se le colgó del brazo y no tuvo más remedio que arrastrarla hacia nuestro sofá.
—¿No ha estado magnífico? —exclamó lady Lavinia—. Aunque cuando he visto estas manos, he sabido al instante que eran capaces de hacer cosas extraordinarias.
—Apuesto que sí —murmuré yo.
Me habría encantado levantarme del sofá, aunque solo fuera para que lady Lavinia no pudiera mirarme desde arriba, pero no lo logré. El alcohol había dejado fuera de combate mis músculos abdominales.
—Un maravilloso instrumento, marquis —dijo Gideon al conde mientras le tendía el violín.
—Un Stradivarius. Construido especialmente para mí por el maestro —replicó el conde con aire soñador—. Me gustaría que te lo quedaras, muchacho.
Diría que esta noche es el momento adecuado para un traspaso solemne.
Gideon se sonrojó ligeramente. De alegría, imaginé.
—Yo… no puedo… —miró al conde a los ojos, y luego bajó la mirada y añadió—: Es un gran honor para mí, marquis.
—El honor es mío —replicó el conde muy serio.
—Vaya por Dios —murmuré. Por lo visto esos dos se apreciaban de verdad.
—¿Sois tan musical como vuestro hermano adoptivo, miss Gray? —preguntó lady Lavinia.
«No, supongo que no. Pero, de todos modos, seguro que soy tan musical como tú», pensé.
—Solo me gusta cantar —respondí.
Gideon me dirigió una mirada de advertencia.
—¡Cantar! —exclamó lady Lavinia—. Como nuestra querida miss Fairfax y como yo.
—No —dije en todo decidido—. Yo no llego tan alto como miss Fairfax —Al fin y al cabo no era un murciélago— ni tengo vuestra capacidad pulmonar. Pero me gusta cantar.
—Creo que por esta noche ya hemos tenido bastante música —intervino Gideon.
Lady Lavinia puso cara de ofendida.
—Naturalmente, estaríamos encantados de que vos nos hicierais el honor de interpretar otra pieza —añadió Gideon rápidamente, y me dirigió una mirada sombría.
Pero yo estaba tan borracha que esta vez no me importó nada.
—Tú… has tocado maravillosamente —dije—. ¡Se me saltaban las lágrimas! De verdad.
Gideon sonrió irónicamente, como si hubiera hecho una broma, y guardó el Stradivarius en su estuche.
Lord Brompton llegó jadeando con dos vasos de ponche en las manos y le aseguró a Gideon que estaba absolutamente fascinado por su virtuosismo y que el pobre Alastair lamentaría muchísimo haberse perdido el que había sido, sin duda, el punto culminante de la velada.
—¿Creéis que Alastair encontrará esta noche el camino hacia aquí? — preguntó el conde un poco enojado.
—Estoy convencido —dijo lord Brompton, y me tendió uno de los vasos.
Tomé un buen trago. Madre mía, qué bueno estaba ese ponche. Bastaba con olerlo para que te sintieras preparada para agarrar un cepillo del pelo, saltar sobre una cama y cantar «Breaking Free» con o sin Zac Efron.
—Mylord, tenéis que convencer como sea a miss Gray para que nos ofrezca algo de su repertorio —dijo lady Lavinia—. Le gusta tanto cantar… Había un tonillo extraño en su voz que me puso alerta. De algún modo me recordaba a Charlotte. Aunque no se le parecía en nada, estaba convencida de que en algún lugar bajo ese vestido verde claro se ocultaba una Charlotte. El tipo de persona que siempre intenta resaltar tu propia mediocridad para que te des cuenta de lo absolutamente fabulosa y única que es ella. ¡Puaj!
—Muy bien —convine, e hice un nuevo intento de arrancarme del sofá. Esta vez funcionó. E incluso me mantuve de pie—. Pues cantaré.
—¿Cómo? —dijo Gideon, y sacudió la cabeza—. De ninguna manera. No es posible; me temo que el ponche… —Miss Gray, a todos los aquí presentes nos proporcionaría un gran placer poder escucharos —afirmó lord Brompton gesticulando con tanta energía que su quíntuple papada se puso a temblar—. Y si el ponche es el responsable, tanto mejor para nosotros. Venid conmigo. Os presentaré.