Zafiro (25 page)

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Authors: Kerstin Gier

BOOK: Zafiro
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—Como Blancanieves —comentó madame Rossini, y, conmovida, se dio unos toquecitos con un retal en los ojos vidriosos—. Rojo como la sangre, blanco como la nieve, negro como el ébano. Me regañarán porque destacarás como un perro verde en esa fiesta. Enséñame la uñas, sí,
très bien
, bien limpias y cortas. Y ahora sacude la cabeza. No, tranquila, más fuerte, este peinado tiene que aguantar toda la velada.

—Lo noto un poco como si llevara un sombrero encima —dije.

—Te acostumbrarás —replicó madame Rossini mientras fijaba mis cabellos con un poco más de laca. Además de los cuatro quilos de horquillas, como mínimo, que mantenían la montaña de rizos firme sobre mi cabeza, había algunas más que solo servían de adorno con las misma rosas que decoraban el escote del vestido. ¡Una monada!—. Muy bien, ya está cuellecito de cisne. ¿Quieres que haga unas fotos?

—¡Oh, sí, por favor! —Busqué en mi bolsillo y saqué el móvil.

Leslie me mataría si no inmortalizaba ese momento.

—Me gustaría haceros una foto a los dos—dijo madame Rossini después de haberme fotografiado unas diez veces desde todos los ángulos—. A ti y al joven maleducado. Para que se vea cómo vuestro guardarropa armoniza perfectamente sin dejar de ser por ello de una absoluta discreción. Pero de Gideon se ocupa Giordano; yo me he negado a discutir otra vez sobre la necesidad de las medias con dibujo. Llega un momento en que hay que decir basta.

—Pues estas medias no están tan mal —dije.

—Eso es porque parecen medias de época, pero gracias al elastán son mucho más cómodas —replicó madame Rossini—. Seguramente antes una liga como esa te habría dejado marcado medio muslo; las tuyas, en cambio, son solo de adorno. Naturalmente, no espero que nadie vaya a echar una mirada bajo tu falda, pero si lo hacen, no tendrán motivos de quejarse,
n’est-ce pas
? —Dio una palmada y añadió—: Bien, llamaré arriba y les diré que ya estás lista.

Mientras telefoneaba, volví a colocarme ante el espejo. La verdad es que estaba emocionada. Esa mañana me había hecho el firme propósito de desterrar a Gideon de mis pensamientos, y aunque hasta cierto punto lo había conseguido, había sido al precio de tener que pensar continuamente en el conde de Sanint Germain. Pero al miedo a un nuevo encuentro con el conde se sumaba una inexplicable ilusión por esa
soirée
que a mí misma me resultaba un poco inquietante.

Ayer mi madre había permitido que Leslie durmiera en casa, y por eso habíamos tenido de nuevo una noche hasta cierto punto agradable.

Analizar en detalles los acontecimientos con Leslie y Xemerius me había sentado bien. Tal vez habían dicho solo para animarme, pero tanto Leslie como Xemerius opinaban que no tenía ningún motivo para tirarme de un puente. Los dos afirmaban que, dadas las circunstancias, la conducta de Gideon estaba perfectamente justificada, y Leslie opinaba que en honor a la igualdad entre sexos había que aceptar que los chicos tuvieran momentos de mal humor y tenía la clara sensación de que en el fondo Gideon era un tipo realmente estupendo.

—¡Pero si no le conoces! —Había exclamado yo sacudiendo la cabeza—. ¡Solo lo dices porque sabes que es lo que quiero oír!

—Sí, y porque yo también quiero que sea cierto —había dicho Leslie—. Si al final se demuestra que es un cerdo, ¡ya me encargaré yo de buscarle y de darle lo que se merece! Prometido.

Xemerius había llegado bastante tarde porque antes, a petición mía, había espiado lo que hacían Charlotte, Raphael y Gideon.

Al contrario que a él, a Leslie y a mí no nos parecía en absoluto aburrido oír cómo era Raphael.

—Ya que me lo preguntáis, os diré que para mí el chico es un poquito demasiado guapo —había refunfuñado Xemerius—. Y él lo sabe perfectamente.

—Pues con Charlotte lo tiene claro —había dicho Leslie satisfecha—. Hasta ahora nuestra Reina del Hielo ha conseguido amargar la vida a todo el que se le ha acercado.

Nos habíamos sentado sobre la ancha repisa de mi ventana, mientras Xemerius se instalaba en la mesa con la cola bien enrollada en torno al cuerpo y empezaba su relato.

Primero Charlotte y Raphael habían ido a tomar un helado, luego habían ido al cine y finalmente se habían encontrado con Gideon en un restaurante italiano. Leslie y yo queríamos conocer todos los detalles, desde el tipo de pizza, pasando por el título de la película, hasta cada palabra que habían pronunciado. Según Xemerius, Charlotte y Raphael se habían empeñado en mantener conversaciones distintas sin mostrar ningún interés por lo que el otro decía. Mientras Raphael parecía interesado en charlar sobre las diferencias entre las chicas inglesas y francesas y su conducta sexual, Charlotte volvía continuamente a los premios Nobel de Literatura de los últimos diez años, lo que había provocado que Raphael se aburriera visiblemente y, sobre todo, se dedicara a mirar sin demasiado disimulo a las otras chicas que había en el local. Y en el cine, Raphael (para gran sorpresa de Xemerius) no solo no había hecho ningún intento de manosear a su acompañante, sino que al cabo de diez minutos más o menos se había quedado profundamente dormido. Leslie opinó que era lo más simpático que había oído desde hacía mucho tiempo, y yo coincidí totalmente con ella. Luego, como es natural, insistimos en que nos explicara si Gideon, Charlotte y Raphael también habían hablado de mí en el restaurante italiano, y entonces Xemerius nos reprodujo (un poco a regañadientes) el siguiente diálogo indignante (que yo repetí para Leslie, por así decirlo, en traducción simultánea):

Charlotte: Giordano está preocupado; tiene miedo de que mañana Gwendolyn se equivoque en todo lo que puede equivocarse.

Gideon: ¿Puedes pasarme el aceite, por favor?

Charlotte: Para Gwendolyn, la política y la historia son secretos guardados bajo siete llaves, y además es incapaz de recordar los nombres: le entra por un oído y le sale por el otro. No puede hacer más, sencillamente su cerebro no tiene suficiente capacidad para más. Está atiborrado de nombres de miembros de grupos pop para adolescentes y de listas inacabables de actores de películas de amor cursis.

Raphael: Gwendolyn es tu prima viajera del tiempo, ¿no? Creo que ayer la vi en la escuela. Es esa con el cabello largo negro y los ojos azules ¿verdad?

Charlotte: Y esa mancha de nacimiento en la sien que parece un plátano.

Gideon: Parece una pequeña media luna.

Raphael: ¿Y cómo se llama su amiga? La rubia con pecas. ¿Lilly?

Charlotte: Leslie Hay. Algo más de capacidad cerebral que Gwendolyn; aunque, para compensar, también es un buen ejemplo de cómo los perros se parecen a sus amos. El suyo es una mezcla de golden retriever. Se llama Bertie.

Raphael: ¡Qué monada!

Charlotte: ¿Te gustan los perros?

Raphael: Sobre todo la mezcla de golden retriever con pecas.

Charlotte: ¡Entiendo! Bueno, puedes probar suerte. No lo tendrás muy difícil. Leslie colecciona chicos aún más rápido que Gwendolyn.

Gideon: ¿De verdad? ¿Y cuántos… hum… amigos ha tenido Gwendolyn?

Charlotte: Dios. Uf. Esto me resulta un poco incómodo, ¿sabes? No quiero decir nada malo sobre ella, es solo que es bastante poco selectiva, sobre todo cuando ha bebido. En nuestra clase prácticamente se ha liado con todos, y de los chicos del curso siguiente… En fin, en algún momento perdí la cuenta. Y también será mejor que no os diga el mote que le han puesto.

Raphael: ¿El colchón del Saint Lennox?

Gideon: ¿Quieres pasarme la sal, por favor?

Cuando Xemerius llegó a este punto de su relato, me entraron ganas de levantarme de un salto, salir corriendo a buscar a Charlotte y estrangularla, pero Leslie me estuvo alegando que la venganza es un plato que se sirve frío. Mi argumento de que mi motivo no era la venganza, sino el simple deseo de matar, no le pareció válido. Además, me dijo que, si Gideon y Raphael eran solo la mitad de inteligentes de lo que parecían, no creerían ni una palabra de lo que había dicho Charlotte.

—Encuentro que Leslie sí que se parece a un golden retriever —había comentado entonces Xemerius, y al ver cómo le miraba, había añadido rápidamente— ¡Me gustan los perros, ya lo sabes! Son unos animales inteligentes….

Y sí. Leslie era realmente inteligente. Entrenando ya había conseguido descifrar el secreto del libro del Caballero Verde. Aunque, después de mucho contar, el resultado obtenido había sido un poco decepcionante. Era sencillamente otro código numérico con dos letras y unos curiosos trazos en medio.

«Cincuenta y uno cero tres cero cuatro uno punto siete ocho coma cero cero cero ocho cuatro nueve punto nueve uno.» Aunque ya era casi medianoche, nos habíamos deslizado hasta la biblioteca —bueno, en realidad nos habíamos deslizado Leslie y yo, porque Xemerius nos había precedido volando— y allí habíamos pasado una hora larga tratando de encontrar nuevas pistas en las estanterías.

El libro cincuenta y uno de la tercera fila… Línea cincuenta y uno, trigésimo libro, página cuatro, línea siete, palabra ocho… Pero no importaba el rincón por el que empezábamos a contar, no dábamos con nada que tuviera sentido. Finalmente empezamos a sacar libros al azar y los sacudimos con la esperanza de que cayera otra hoja. Tampoco. Leslie, sin embargo, se mostraba confiada. Había escrito el código en un papel que se sacaba continuamente del bolsillo para mirarlo. «Esto significa algo —murmuraba para sí—. Y descubriré qué es» Al final nos habíamos ido a la cama, y por la mañana mi despertador me había sacado bruscamente de un letargo sin sueños. Desde ese momento prácticamente de un letargo sin sueños. Desde ese momento prácticamente solo había pensado en la
soirée
.

—Ahí viene Monsieur George a recogerte. —Madame Rossini me arrancó de mis pensamientos.

La modista me tendió un bolsito, muy «ridículo», y pensé si en el último momento no podría colar dentro el cuchillo para la verdura. El consejo de Leslie de enganchármelo al muslo con cinta adhesiva no me había convencido. Con mi suerte solo habría conseguido herirme a mí misma, y de todos modos para mí constituía un enigma cómo soltarlo de debajo de la falda en caso de urgencia. Cuando mister George entró en la habitación, madame Rossini me colocó en torno a los hombros un amplio chal lleno de bordados y me besó las dos mejillas.

—Mucha suerte, cuello de cisne —dijo—. Solo le pido que me la traiga de vuelta sana y salva, mister George.

Mister George le dirigió una sonrisa un poco forzada, y de repente me dio la sensación de que no tenía un aspecto tan orondo y afable como de costumbre.

—Por desgracia, eso no está en mi mano, madame. Ven, querida, hay unas personas que quieren conocerte.

Todo el proceso de vestirme y peinarme había durado más de dos horas, y ya era media tarde cuando subimos a la Sala del Dragón, un piso más arriba. Mister George estaba inusualmente callado, y yo me concentré en no pisarme la orla del vestido en la escalera. Pensé en nuestra última visita al siglo XVIII y en lo difícil que sería escapar de unos hombres armados con espadas con esa voluminosa y pesada vestimenta.

—Mister George, ¿podría explicarme, por favor, ese asunto de la Alianza Florentina? —pregunté siguiendo un impulso repentino.

Mister George se detuvo en seco.

—¿La Alianza Florentina? ¿Quién te ha hablado de eso?

—En realidad nadie —dije suspirando—. Pero de vez en cuando escucho alguna cosa. Solo pregunto porque.... tengo miedo. Fueron los tipos de la Alianza los que nos atacaron en Hyde Park, ¿verdad?

Mister George me miró muy serio.

—Es posible, sí. Incluso probable. Pero no tienes por qué tener miedo. Creo que podéis descartar la posibilidad de que hoy se repita algo así. Junto con el conde y Rakoczy, hemos tomado todas las medidas de precaución imaginables.

Abrí la boca para decir algo, pero mister George se me adelantó:

—Está bien, ya que no vas a dejarme en paz hasta saberlo, te diré que efectivamente debemos partir de la base de que en el año 1782 existe un traidor entre los Vigilantes, tal vez el mismo hombre que ya en los años anteriores proporcionó informaciones que condujeron a los atentados contra la vida del conde de Saint Germain en parís, Dover y Ámsterdam. —Se frotó la calva—. Sin embargo, en los Anales no se menciona el nombre de ese hombre. Aunque el conde consiguió desarticular la Alianza Florentina, el traidor en las filas de los Vigilantes nunca fue desenmascarado. Vuestra visita al año 1782 debe cambiar eso.

—Gideon opina que Lucy y Paul tenían algo que ver con ese asunto.

—Lo cierto es que hay indicios que sustentan esa suposición. —Mister George señaló la puerta de la Sala del Dragón—. Pero ahora no tenemos tiempo para entrar en detalles. Escucha: pase lo que pase, tú quédate con Gideon.

Si tuvierais que separaros, escóndete en algún sitio donde puedas esperar con seguridad a tu salto de vuelta.

Asentí con la cabeza. Por algún motivo, de repente tenía la boca seca.

Mister George abrió la puerta y me cedió el paso. Pasé a su lado, rozándole con mi ancha falda, y entré en la habitación. La sala estaba llena de gente que me miraba, y la timidez hizo que inmediatamente me subiera la sangre a la cara. Aparte del doctor White, Falk de Villiers, mister Whitman, mister Marley, Gideon y el inefable Giordano, había otros cinco hombres con trajes negros y caras serias bajo el enorme dragón. Me habría gustado que Xemerius estuviera a mi lado para decirme cuál de ellos era el ministro del Interior y cuál el premio Nobel, pero el diamon había recibido otro encargo (no de mí, sino de Leslie; pero dejemos eso para más adelante).

—Caballeros, ¿puedo presentarles a Gwendolyn Shepherd? —Supongo que era más bien una pregunta retórica, pronunciada en tono solemne por Falk de Villiers—. Es nuestro Rubí. El último viajero del tiempo en el Círculo de los Doce.

—Que esta noche viajará como Penelope Gray, pupila del cuarto vizconde de Batten —completó mister George.

Y Giordano murmuró:

—Que esta noche probablemente entrará en la historia como la Dama sin abanico.

Lancé una rápida mirada a Gideon. En efecto, su levita bordada de un color burdeos armonizaba maravillosamente con mi vestido. Para mi gran alivio, no llevaba peluca, porque si no seguramente, de puro nerviosismo, habría estallado en una carcajada histérica: pero en su aspecto no había nada risible. Sencillamente estaba perfecto. Tenía el cabello castaño recogido en una trenza en la nuca y un rizo le caía como por descuido sobre la frente y le ocultaba hábilmente la herida. Como me ocurría tan a menudo, tampoco esta vez pude interpretar su mirada.

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