Zapatos de caramelo (25 page)

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Authors: Joanne Harris

BOOK: Zapatos de caramelo
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Existen diversos mitos populares sobre la adivinación. Hay uno que sostiene que se necesitan aparatos especiales. No es cierto. A veces basta con cerrar los ojos, aunque prefiero las imágenes que se obtienen de mirar la televisión sin sintonizar los canales o los fractales del salvapantallas de mi portátil. Es un sistema tan válido como cualquier otro, un modo de mantener ocupado con tonterías el analítico hemisferio cerebral izquierdo mientras el creativo hemisferio derecho busca pistas.

A continuación...

Basta con dejarse ir.

Se trata de una sensación bastante agradable, que se agudiza cuando la droga comienza a surtir efecto. Empieza por una ligera sensación de dislocación; el aire bosteza a mi alrededor y, pese a que no aparto la mirada de la pantalla, soy consciente de que la habitación parece mucho más grande, las paredes retroceden hacia una distancia media y resuenan, se inflan...

Respiro a fondo y pienso en Vianne.

Su rostro está en la pantalla, delante de mí, y en sepia, como en los periódicos. Con el rabillo del ojo vislumbro un círculo de luces a mí alrededor, que me atraen como si fuesen luciérnagas.

Vianne,
¿
cu
á
l es tu secreto?

Anouk,
¿
cu
á
l es el tuyo?

¿
Qu
é
necesit
á
is?

Tengo la sensación de que el Espejo Humeante riela. Quizá se debe a la droga: una metáfora visual hecha realidad. En la pantalla aparece una cara: Anouk, tan definida como si fuera una foto; luego veo a Rosette, con un pincel en la mano; una sobada postal del Ródano y una pulsera de plata, demasiado pequeña para ser de un adulto, de la que cuelga un dije con forma de gato.

En ese momento se produce una bocanada de aire, el sonido arrollador de los aplausos, el encumbramiento de alas invisibles. Me siento muy próxima a algo importante. Ahora puedo verlo... Veo el casco de una embarcación. Se trata de una embarcación larga, de poca altura y lenta. Diviso algo escrito, descuidadamente garabateado...

¿
Qui
é
n?,
pregunto.
Maldita sea,
¿
qui
é
n?

No obtengo respuesta de la pantalla luminosa, salvo el sonido del agua, el siseo y el zumbido de los motores bajo la línea de flotación, que poco a poco se convierten en el tenue quejido del portátil, en los movimientos del salvapantallas, en el incipiente dolor de cabeza.

Algarab
í
a, esfuerzo y...

Creo que ya he dicho que, como método, suele ser poco fiable.

De todas maneras, me parece que algo he aprendido. Alguien vendrá. Alguien se acerca. Me refiero a alguien del pasado, a alguien que causará problemas.

Vianne, bastará con otro golpe. Solo me queda identificar otra debilidad. Después la piñata liberará su contenido y finalmente me pertenecerán sus tesoros y sus secretos, es decir, la vida de Vianne Rocher, por no hablar de esa niña con tanto talento.

8

Mi
é
rcoles, 28 de noviembre

La primera vida que robé pertenecía a mi madre. Puedo asegurar que, por muy poco elegante que sea, el primer robo siempre se recuerda. No es que en su momento lo considerase un robo, sino necesidad de escapar, y el pasaporte de mi madre se apolillaba, sus ahorros se morían de risa en el banco y, por añadidura, para mí era como si estuviese muerta...

Solo tenía diecisiete años. Podía parecer mayor, algo que hacía a menudo y, en caso necesario, más joven. La gente casi nunca ve lo que cree ver. Solo se entera de lo que nosotros queremos que vea: belleza, ancianidad, juventud, ingenio e incluso olvido cuando no queda otra opción. Yo había ejercitado ese arte prácticamente hasta la perfección.

Viajé en aerodeslizador a Francia. En la aduana apenas se fijaron en mi pasaporte robado. Lo había planificado para que ocurriese así. Un toque de maquillaje, cambio de peinado y un abrigo perteneciente a mi madre redondearon la ilusión. Como suele decirse, el resto corresponde a la imaginación.

Claro que en aquellos tiempos no había demasiadas medidas de seguridad. Crucé el canal de la Mancha con nada, salvo un ataúd y un par de zapatos: los dos primeros dijes de mi pulsera. Desembarqué casi sin saber francés y sin dinero, a excepción de las seis mil libras que logré sacar de la cuenta de mi madre.

Lo abordé como un desafío. Encontré trabajo en una pequeña fábrica textil de las afueras de París. Compartí habitación con una compañera de trabajo: Martine Matthieu, de Ghana, de veinticuatro años y a la espera del permiso de trabajo por seis meses. Le dije que yo tenía veintidós y era portuguesa. Me creyó... o, al menos, eso pensé. Se mostró amistosa y yo me sentía sola. Confié en ella y bajé la guardia. Fue el único error que cometí. Martine era curiosa, registró mis cosas y encontró los documentos de mi madre escondidos en el último cajón de la cómoda. No sé por qué los guardé. Quizá por descuido, tal vez por pereza o por nostalgia mal entendida. Ciertamente, no estaba dispuesta a volver a usar esa identidad. Se vinculaba demasiado con Saint Michael-on-the-Green y quiso la mala suerte que Martine recordase que había leído algo sobre el tema en un periódico y vinculara la foto conmigo.

Entendedme, era joven. La mera amenaza de llamar a la policía bastó para provocarme un ataque de pánico. Martine lo sabía y lo aprovechó a cambio de la mitad de mi semanada. Fue una extorsión pura y dura. Me aguanté..., ¿qué otra cosa podía hacer?

Supongo que podría haber huido, pero ya entonces era terca y, sobre todo, quería vengarme. Pagué a Martine el vencimiento semanal, me mostré dócil y acobardada, aguanté sus berrinches, hice su cama, cociné su cena y, en un sentido amplio, esperé mi ocasión. Cuando por fin Martine recibió los papeles, llamé al trabajo para decir que estaba enferma y, en su ausencia, saqué del piso todo lo que podía resultarme útil (incluidos dinero, pasaporte y documento de identidad). A continuación denuncié a mi compañera de habitación, a los explotadores de la fábrica y al resto de mis colegas a las autoridades de inmigración.

Martine me proporcionó el tercer dije: un colgante de plata con forma de disco solar, que rápidamente incorporé a mi pulsera. Para entonces ya tenía los rudimentos de una colección y, desde entonces, he añadido uno por cada vida coleccionada. Se trata de una pequeña vanidad que me permito, como un recordatorio del largo camino recorrido.

Está claro que quemé el pasaporte de mi madre. Al margen de los recuerdos desagradables que evocaba, era demasiado incriminatorio como para conservarlo. Aquel fue mi primer triunfo digno de recordar y si algo me enseñó es lo siguiente: si hay vidas en juego, no hay lugar para la nostalgia.

Desde entonces sus fantasmas me han perseguido vanamente. Los espíritus solo se desplazan en línea recta, o eso creen los chinos, y la colina de Montmartre es un refugio ideal por sus escalones, escalinatas y calles serpenteantes, en los cuales un fantasma no encontraría nada.

Al menos es lo que espero. El vespertino de ayer volvió a incluir una foto de Françoise Lavery. Tal vez la ampliaron, ya que mostraba menos grano, si bien sigue pareciéndose muy poco a Zozie de l'Alba.

Las investigaciones han sacado a la luz que la «verdadera» Françoise murió el año pasado, en circunstancias que ahora resultan sospechosas. Diagnosticada su depresión tras la muerte del marido, falleció de una sobredosis que consideraron accidental, pero sospechan que podría haber sido intencionada. La vecina, una muchacha llamada Paulette Yatoff, se esfumó poco después de la defunción de Françoise y hacía mucho que ya no estaba cuando se enteraron de que habían sido amigas.

Ya se sabe, a algunas personas es imposible ayudarlas. Francamente, tenía mejor opinión de ella. Las mosquitas muertas a veces muestran una sorprendente fuerza interior..., aunque este no es el caso. ¡Pobre Françoise!

Debo admitir que no la echo de menos. Me gusta ser Zozie. Zozie cae bien a todos, es tan auténtica... Le da igual lo que piensen los demás. Es tan distinta a la señorita Lavery que en el metro puedes sentarte a su lado y no detectar el más mínimo parecido.

Para no correr riesgos innecesarios me he teñido el pelo. El cabello negro me queda bien. Parezco francesa o tal vez italiana, dota mi piel de matices nacarados y resalta el color de mis ojos. Es un aspecto adecuado para lo que ahora soy... y no viene mal que también guste a los hombres.

Al pasar junto a los artistas amparados bajo los paraguas en la place du Tertre, saludé a Jean-Louis con un ademán, al que respondió como de costumbre:

—¡Vaya, pero si eres tú!

—¿Nunca tiras la toalla? —pregunté.

Jean-Louis sonrió.

—¿Tú la tirarías? Hoy estás divina. ¿Qué tal si te hago un rápido retrato de perfil? Quedaría bonito colgado en la pared de tu chocolatería.

Me reí.

—En primer lugar, no es mi chocolatería y, en segundo, es posible que me plantee posar para ti, pero solo si pruebas mi chocolate caliente.

Como diría Anouk, eso fue todo. Una nueva victoria para la chocolatería. Jean-Louis y Paupaul se presentaron, tomaron chocolate caliente y se quedaron una hora, durante la cual Jean-Louis no solo hizo mi retrato, sino dos más: el de una joven que entró a comprar trufas y que no tardó en sucumbir a sus zalamerías y el de Alice, encargado impulsivamente por Nico, que se presentó para tomar lo de siempre.

—¿Hay lugar para un artista local? —preguntó Jean-Louis al tiempo que se ponía de pie y se preparaba para marcharse—. Este local es sorprendente. Ha cambiado tanto...

Sonreí.

—Jean-Louis, me alegro de que te guste. Espero que todos opinen como tú.

Obviamente, no he olvidado que Thierry regresa el sábado. Intuyo que encontrará todo muy cambiado; el pobre y romántico Thierry, con su dinero y sus singulares concepciones acerca de las mujeres.

Lo que más lo atrajo de Vianne es su aire de huerfanita, ya me entendéis; la joven y valiente viuda que lucha sola. Lucha pero no triunfa; es fogosa y, en última instancia, vulnerable, una Cenicienta que aguarda la llegada de su príncipe.

Está claro que eso es lo que Thierry adora de ella. Fantasea con la idea de rescatarla..., ¿de qué? ¿Acaso lo sabe? No es que lo haya dicho o lo reconozca, ni siquiera para sus adentros, pero está presente en sus colores: la absoluta seguridad en sí mismo y la afable pero inquebrantable fe en la combinación de dinero y encanto, que Vianne confunde con humildad.

Me pregunto qué hará Thierry ahora que la chocolatería se ha convertido en un lugar de éxito.

Espero que no se lleve un chasco.

9

S
á
bado, 1 de diciembre

Anoche recibí un mensaje de texto de Thierry: «He visto 100 chimeneas pero ni 1 ha calentado mi corazón. ¿Será xq te añoro? Nos vemos mañana, te quiero, besos, T».

Está lloviendo; la lluvia fina y espectral se convierte en bruma en las faldas de la colina, pero Le Rocher de Montmartre parece salida de un cuento de hadas y brilla en las calles tranquilas y mojadas. Las ventas de hoy han superado todas las expectativas, ya que en una sola mañana han entrado doce clientes, en su mayor parte ocasionales, aunque también algunos habituales.

Todo ha sucedido muy rápido, pues apenas han pasado dos semanas, pero el cambio resulta sorprendente. Tal vez lo que llama la atención es la nueva decoración de la tienda, el aroma a chocolate fundido o el escaparate.

Por la razón que sea, nuestra clientela se ha multiplicado, ahora compran tanto lugareños como turistas y, lo que comenzó como un ejercicio para no perder la práctica, empieza a ser una ocupación seria a medida que Zozie y yo intentamos satisfacer la creciente demanda de mis bombones artesanales.

Hoy casi llegamos a las cuarenta cajas: quince de trufas (que aún se venden bien) y, además, un lote de cuadrados de coco, varios de caramelos de cereza agria, algunos de naranja escarchada recubierta de chocolate amargo, cremitas de violeta y un centenar de «lunas de miel», los pequeños discos de chocolate con aspecto de luna creciente y con el perfil del satélite trazado en blanco sobre el fondo oscuro.

Es una delicia comprar una caja de bombones, seleccionarlos con cuidado, verlos encajados entre los pliegues del crujiente papel de color morado, pararse a pensar en la forma de la caja (¿acorazonada, redonda o cuadrada?), aspirar los aromas mezclados de la crema, el caramelo, la vainilla y el ron negro; elegir una cinta y un papel de envolver, añadir flores o corazones de papel, oír el sedoso frufrú del papel de arroz al rozar la tapa...

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