El comentario sobre la ausencia de nuestros dos compañeros no fue atendido, ni siquiera por Lady Mellifont, ni siquiera por el pequeño Adney, el dedicado compositor; porque se lo había dejado caer en la pausa más breve de la charla de Clare Vawdrey. (Esta celebridad era «Clarence» sólo en las portadas.) Era precisamente esa revelación de que después de todo éramos humanos lo que le servía de tema. Preguntó al grupo si, con sinceridad, no se habían sentido todos tentados de decir a cada uno de los demás «no tenía ni idea de que usted fuera tan agradable». Yo, por mi parte, había tenido idea de que él lo era, e incluso mucho más agradable, pero eso era demasiado complicado como para entrar en el tema en aquel momento; además es exactamente lo que quiero relatar. Había como un pacto general entre nosotros de que cuando Vawdrey hablara habíamos de permanecer en silencio, y no, por curioso que resulte, porque él lo esperara. No lo esperaba, pues de todos los habladores profusos, él era el más inconsciente, el menos codicioso y profesional. Era más bien el credo del anfitrión, de la anfitriona, lo que prevalecía entre nosotros; era idea de ellos, pero siempre buscaban un círculo oyente cuando el gran novelista cenaba con ellos. En la ocasión a la que aludo, probablemente no se encontraba presente nadie con quien no hubiera cenado en Londres, y sentíamos la fuerza de esta costumbre. Había cenado incluso conmigo; y la noche de esa cena, como en esta tarde alpina, yo no había hecho ningún esfuerzo por contener mi lengua, absorto como me hallaba —ya por costumbre— en un análisis del problema que siempre se alzaba ante mí, hasta grandes alturas, frente a su talla adecuada, cabal y fuerte.
Esta cuestión era tanto más atormentadora cuanto que él nunca sospechó (estoy seguro) que lo imponía, así como nunca había reparado en que cada día de su vida todo el mundo lo escuchaba en la cena. A menudo se lo llamaba «subjetivo» en las publicaciones semanales, pero en sociedad ningún hombre distinguido podría haberlo sido menos. Nunca hablaba de sí mismo; y éste era un tema sobre el que al parecer, aunque hubiera sido tremendamente loable en él, nunca reflexionaba. Tenía sus horas y sus costumbres, su sastre y su sombrerero, su higiene y su vino particular, pero todas estas cosas juntas nunca conformaban una actitud. Y sin embargo constituían la única actitud que adoptaba, y le resultaba fácil referirse a que éramos «más agradables» en el extranjero que en inglaterra. El estaba exento de variaciones, y ni un ápice más o menos agradable en un lugar que en otro. Difería de otras personas, pero nunca de sí mismo (salvo en el extraordinario sentido que explicaré más adelante), y me daba la impresión de que no había cambios en su estado de ánimo ni sensibilidades ni preferencias. Podría haber estado siempre en la misma compañía, pues no reflejaba influencia alguna de edad, condición o sexo: se dirigía a las mujeres exactamente igual que a los hombres, y charlaba del mismo modo con todos los hombres, sin hablar mejor a un grupo inteligente que a uno lerdo. Yo solía sentir desaliento al ver que un tema —a mi parecer— le gustaba precisamente tanto como otro: había algunos que yo odiaba tanto… Nunca lo encontré sino charlatán, animado y profuso, y nunca lo oí decir una paradoja o expresar un matiz o jugar con una idea. Ese antojo de que éramos «humanos» era, —en su conversación, un avance excepcional. Sus opiniones eran sólidas y de segunda mano, y era demasiado desconcertante pensar en sus percepciones. Yo le envidiaba su magnífica salud.
Vawdrey se había encaminado, con paso uniforme y una conciencia perfectamente tranquila, al campo llano de la anécdota, donde las historias son visibles desde la distancia, como molinos de viento y postes señalizadores; pero después de un rato observé que la atención de Lady Mellifont se desviaba. Daba la casualidad de que yo estaba sentado junto a ella. Advertí que sus ojos vagaban con cierta ansiedad por las bajas laderas de las montañas. Por fin, después de mirar al reloj, me dijo:
—¿Sabe adónde fueron?
—¿Se refiere a Mrs. Adney y Lord Mellifont?
—Lord Mellifont y Mrs. Adney —la frase de su señoría pareció, desde luego inconscientemente, corregirme, pero no se me ocurrió que fuera porque estaba celosa. No le atribuí sentimiento tan vulgar; en primer lugar porque me gustaba, y en segundo lugar porque a uno siempre se le ocurriría rápidamente que era correcto, en cualquier caso, poner primero a Lord Mellifont. Era el primero, un primero extraordinario. No digo el más grande o el más sabio o el más renombrado, sino esencialmente el primero de la lista y el que ocupaba la cabecera de la mesa. Ésa es una posición en sí misma, y su esposa estaba naturalmente acostumbrada a verlo en ella. Mi frase había sonado como si Mrs. Adney se lo hubiera llevado; pero no era posible que se lo llevaran, sólo él llevaba.
Nadie, lógicamente, podía saber eso mejor que Lady Mellifont. En un principio yo había sentido bastante miedo de ella, considerándola, con sus rígidos silencios y la extrema negrura de casi todo lo que conformaba su persona, algo dura, incluso un poco saturnina. Su palidez parecía ligeramente gris, y su lustroso pelo negro, metálico, como los broches, hebillas y peinetas con los que era inveteradamente adornado. Iba de luto perpetuo, y llevaba innumerables ornamentos de azabache y ónice, mil tintineantes cadenas, cuentas y lentejuelas.
Yo había oído a Mrs. Adney llamarla la reina de la noche y el término era descriptivo, si se entendía que la noche estaba cubierta. Tenía un secreto, y si no se descubría al conocerla mejor, al menos se percibía que era delicada, sin afectaciones, y limitada, y también sumisamente triste. Era como una mujer con una enfermedad indolora. Le dije que simplemente había visto a su marido y a su acompañante bajar juntos por el valle como una hora antes, e insinué que quizás Mr. Adney supiera algo de sus intenciones.
Vincent Adney, que, aunque tenía cincuenta años, parecía un niño bueno a quien se hubiese enseñado que los niños no han de hablar delante de la gente, salía airoso con una simpleza y un gusto notorios de la posición de marido de una gran figura de la comedia.
Cuando ya todo estaba dicho acerca de que ella le facilitaba la situación, no se podía menos que admirar el sentimiento encantador con que él daba aquello por cosa sabida. Para un marido que no está en el escenario, o al menos en el teatro, es difícil portarse con elegancia respecto a una mujer que lo está, pero Adney era más que elegante, era exquisito, era un inspirado. Ponía música a su amada, y se recordará lo auténtica que podría ser su música… las únicas composiciones inglesas por las que alguna vez he visto interesarse a un extranjero. Su esposa estaba en ellas, en alguna parte, siempre; eran como una traducción rica y libre de la impresión que ella producía. Al escuchar parecía que pasaba riendo, con el pelo suelto, por el escenario. Él había sido sólo un pobre violinista en el teatro de ella, siempre en su sitio durante los actos; pero ella lo había convertido en algo poco común e incomprendido. La superioridad de ambos se había convertido en una especie de asociación, y su felicidad era parte de la felicidad de sus amigos. El único malestar de Adney era no poder escribir una obra para su esposa, y la única manera en que se metía en los asuntos de ella era preguntando a gente imposible si no podrían hacerlo ellos.
Lady Mellifont, después de mirarlo un momento, me comentó que prefería no hacerle ninguna pregunta. Al minuto siguiente añadió:
—Prefiero que la gente no note que estoy nerviosa.
—¿Está nerviosa?
—Siempre me pongo así si mi marido está separado de mí el tiempo que sea.
—¿Es que se imagina que le ha sucedido algo?
—Sí, siempre. Desde luego estoy acostumbrada.
—¿Se refiere a caerse por un precipicio…, ese tipo de cosas?
—No sé exactamente qué es; es la sensación general de que no va a volver.
Decía tanto y se guardaba tanto que la única manera de tratar la circunstancia a que se refería parecía ser la jocosa.
—¡Seguro que nunca la abandonará! —dije, riéndome.
Ella miró al suelo un momento.
—Oh, en el fondo estoy tranquila.
—Nada puede pasarle nunca a un hombre tan experto, tan infalible, tan armado en todos los sentidos —proseguí dándole ánimos.
—¡No sabe usted cómo está armado! —exclamó can un temblor tan extraño que sólo pude atribuirlo al hecho de que estaba nerviosa. Esta idea fue confirmada al moverse justo después, cambiando de asiento sin razón aparente, no como para interrumpir nuestra conversación, sino porque estaba inquieta. No podía saber qué le sucedía, pero poco después me sentí aliviado al ver venir hacia nosotros a Mrs. Adney. Llevaba un gran ramo de flores silvestres en la mano, pero no se hallaba acompañada de Lord Mellifont. Sin embargo, vi en seguida que no tenía desastre alguno que anunciar; mas, como yo sabía que había una pregunta que a Lady Mellifont le hubiera gustado oír contestada, pero que no deseaba hacer, inmediatamente le expresé la esperanza de que su señoría no se hubiera quedado en una de las grietas del glaciar.
—Oh, no; me dejó hace sólo tres minutos. Ha entrado en la casa —Blanche Adney posó sus ojos en los míos un minuto, una forma de comunicación a la que ningún hombre, por sí mismo, pondría nunca objeción. El interés, en esta ocasión, se vio activado por algo en especial, que, por casualidad, dijeron sus ojos. Lo que solían decir era sólo: «Sí, soy encantadora, lo sé, pero no es para tanto. Sólo quiero un nuevo papel… sí, sí.» En ese momento añadieron, tenue, subrepticia, y, por supuesto, dulcemente (porque así era como lo hacían todo):
«Está bien, pero ha sucedido una cosa. Tal vez se lo cuente luego.» Se volvió hacia Lady Mellifont, y la transición a simple alegría indicó su maestría profesional.
—Lo he traído sano y salvo; hemos dado un paseo precioso.
—Cuánto me alegro —respondió Lady Mellifont, con su débil sonrisa; continuando vagamente al levantarse—, debe haber ido a cambiarse para la cena. Falta bastante poco, ¿no?
Se alejó hacia el hotel, a modo simplificador de despedida, y el resto de nosotros, a la mención de la cena, miramos los unos los relojes de los otros, como para librarnos de la responsabilidad de tal grosería. El maïtre, como todos los maïtres esencialmente un hombre de mundo, nos dedicó horas y lugares propios, de tal manera que por la noche, aparte y bajo la lámpara, formábamos un pequeño círculo compacto y consentido. Pero eran sólo los Mellifont quienes se «vestían», y respecto a los cuales se reconocía que naturalmente se vestirían: ella exactamente de la misma manera que cualquier otra noche de su ceremoniosa existencia (no era una mujer cuyas costumbres pudieran justificar algo tan mutable como lo oportuno); y él, en cambio, de una forma muy adecuada y conveniente. Era casi tan hombre de mundo como el maïtre, y hablaba casi tantos idiomas; pero se abstenía de suscitar comparaciones de chaquetas y chalecos blancos, resolviendo la ocasión de una manera mucho más exquisita, con terciopelo negro, terciopelo azul y terciopelo marrón, por ejemplo, y armonías delicadas de corbatas e informalidades sutiles en la camisa. Tenía un traje para cada función y una moraleja para cada traje; y sus funciones, trajes y moralejas eran siempre parte de la diversión de la vida —parte en cualquier caso de su belleza y romanticismo—, para un inmenso círculo de espectadores. Desde luego, para sus amigos en particular, estas cosas eran más que una diversión; eran un tema, un apoyo social, y, por supuesto, además, un asunto de perpetua expectación. Si su esposa no hubiera estado presente antes de la cena, hubiera sido de ellos de quienes los demás, probablemente, habríamos estado discutiendo.
Clare Vawdrey sabía un montón de anécdotas sobre la cuestión: había conocido a Lord Mellifont casi desde el principio. Lo peculiar acerca de este noble es que no podía haber una conversación sobre él que no tomara al instante forma de anécdota, y algo aun más sobresaliente era que, al parecer, no podía haber una anécdota que no fuera enteramente en su honor. Si hubiera entrado en una habitación en cualquier momento, la gente podría haber dicho francamente: «¡Claro que estábamos contando cosas de usted!» Tal y como van las conciencias, en Londres, la conciencia general hubiera estado tranquila.
Además, habría sido imposible imaginarlo aceptando tal tributo sino afablemente, pues estaba siempre tan impertérrito como un actor a quien se le da la entrada oportuna. Jamás había necesitado un apuntador, hasta sus momentos de embarazo habían sido ensayados. En cuanto a mí, cuando se hablaba de él siempre me daba la extraña impresión de que estábamos hablando de los muertos, con esa peculiar acumulación de deleite. Su reputación era una especie de obelisco sobredorado, como si hubiera sido enterrado bajo él; el cuerpo de leyenda y reminiscencia, de las que él iba a ser el tema, había cristalizado de antemano.
Esta ambigüedad surgía, supongo, del hecho de que el mero sonido de su nombre y el aire de su persona, la expectación general que creaba, de alguna manera, eran demasiado eminentes para ser verificados. La experiencia de su urbanidad siempre llegaba más tarde; la prefiguración, la leyenda palidecían ante la realidad.
Recuerdo que la noche a la que me refiero, la realidad era particularmente operativa. El hombre más apuesto de su tiempo nunca había tenido mejor aspecto, y su señoría se hallaba sentado entre nosotros como un director suave que controlara con un armonioso juego de brazos una orquesta todavía un poco torpe. Dirigía la conversación con gestos tan irresistibles como vagos; se sentía que sin él la charla no hubiera tenido nada que pudiera llamarse tono. Era esto esencialmente lo que él aportaba a cualquier ocasión, lo que aportaba sobre todo a la vida pública inglesa. Él la impregnaba, la coloreaba, la embellecía, y sin él apenas habría tenido un vocabulario; desde luego, no habría tenido estilo, porque estilo es lo que tenía al tener a Lord Mellifont. El era el estilo. Volví a recibir esa impresión cuando, en la salle à manger de la pequeña posada suiza, nos resignábamos a la inevitable ternera. Confrontada con su persona (debo decir entre paréntesis que no lo estaba mucho), la conversación de Clare Vawdrey evocaba el contraste del reportero con el bardo. Era interesante observar el choque de caracteres del que tanto podía esperarse en una noche. No hubo, sin embargo, conmoción, todo fue amortiguado y atenuado por el tacto de Lord Mellifont. Era rudimentario para él encontrar la solución a tal problema desempeñando el papel de anfitrión, asumiendo responsabilidades que llevaban consigo su sacrificio. Cierto era que jamás en la vida había sido un invitado; era el anfitrión, el patrón, el moderador de cada junta. Si había algún defecto en su estilo (y lo insinuó en un susurro), era que tenía un poco más de arte de lo que cualquier conjunción —incluso la más complicada— pudiera requerir. En cualquier caso, no llevaba a cabo sus reflexiones al advertir la manera en que el experto noble manejaba la situación, y la manera en que el robusto hombre de letras era inconsciente de que la situación (y menos que nada él como parte de ella) estaba siendo manejada. Lord Mellifont derrochaba tesoros de tacto, y Clare Vawdrey ni soñaba que lo estaba haciendo.