Vawdrey no sospechaba ninguna precaución tal, ni siquiera cuando Blanche Adney le preguntó si había visto ya su tercer acto, pregunta en la que introdujo una sutileza de las suyas. Ella tenía la teoría de que él iba a escribirle una obra, y de que la heroína, si él cumplía con su deber, sería el papel que ella inmemorialmente había deseado. Tenía cuarenta años (lo que no podía constituir un secreto para quienes la habían admirado desde el principio), y ahora estaba en condiciones de extender la mano y tocar su meta más lejana. Esto confería una especie de trágica pasión —perfecta actriz de comedia como era— a su deseo de no perderse lo grande. Los años habían transcurrido y seguía perdiéndoselo; ninguna de las cosas que había hecho era aquello con lo que había soñado, de modo que en ese momento no había más tiempo que perder. Esto era el cancro en la rosa, el dolor bajo la sonrisa. La hacía conmovedora, hacía que su tristeza fuera aún más dulce que su risa. Había hecho lo inglés antiguo y lo francés nuevo, y había cautivado a su generación; pero era acosada por la imagen de una oportunidad mayor, de algo más auténtico para las condiciones que se daban a su alrededor. Estaba harta de Sheridan y odiaba a Bowdler; pedía un lienzo de un grano más fino. Lo peor de ello, a mi entender, era que nunca extraería su comedia moderna del gran novelista maduro, quien era tan incapaz de producirla como de enhebrar una aguja. Ella lo mimaba, le hablaba, le hacía el amor, como ella proclamaba sinceramente; pero sólo se hacía ilusiones, tendría que vivir y morir con Bowdler.
Es difícil ser breve al hablar de esta encantadora mujer, que era bella sin belleza y completa con una docena de deficiencias. La perspectiva del escenario la renovaba, y en sociedad era como el modelo fuera del pedestal. Era el cuadro en movimiento, lo que, para la mente social simple, constituía una sorpresa perpetua, un milagro. La gente creía que les decía los secretos de la naturaleza pictórica, y a cambio de eso ellos le ofrecían relajación y té. Ella no les decía nada y se bebía el té; pero de todos modos ellos se llevaban lo mejor del trato. Vawdrey se encontraba en verdad trabajando en una obra; pero si la había comenzado porque ella le gustaba, creo que la seguía arrastrando por la misma razón. Secretamente sentía la atroz dificultad, sabía que de su mano la pieza acabada no habría recibido vida activa. Al mismo tiempo, nada podía ser más agradable que el tener abierta dicha cuestión con Blanche Adney, y de vez en cuando ponía en la obra algo muy bueno. Si engañaba a Mrs. Adney, era sólo porque en su desesperanza ella estaba decidida a ser engañada. A su pregunta sobre el tercer acto él replicó que antes de la cena había escrito un pasaje magnífico.
—¿Antes de la cena? —dije—. ¡Pero cher maïtre, antes de la cena nos tuvo embelesados en la terraza.
Mis palabras eran una broma porque creí que las suyas lo habían sido; pero por prinera vez, que yo recordara, percibí cierta confusión en su faz. Me miró con dureza, echando la cabeza hacia atrás rápidamente, algo así como un caballo que ha sido sofrenado.
—Oh, fue antes de eso —replicó con naturalidad suficiente.
—Antes de eso estuvo usted jugando al billar conmigo —indicó Lord Mellifont.
—Entonces debió de ser ayer —dijo Vawdrey. Pero se encontraba en un apuro.
—Esta mañana me dijo usted que ayer no hizo nada —objetó la actriz.
—Creo que realmente no sé cuándo hago las cosas.
Vawdrey miró vagamente, sin servirse, a una fuente que se le ofreció.
—Basta con que lo sepamos nosotros —sonrió Lord Mellifont.
—No creo que haya escrito ni una línea —dijo Blanche Adney.
—Creo que podría repetirle la escena.
Vawdrey se sirvió haricots verts.
—¡Oh, hágalo, hágalo! —exclamamos dos o tres.
—Después de cenar, en el salón; será un inmenso régal —declaró Lord Mellifont.
—No estoy seguro, pero lo intentaré —continuó Vawdrey.
—¡Oh, qué rico es usted! —exclamó la actriz que estaba practicando americanismos, resignándose incluso a una comedia americana.
—Pero con esta condición —dijo Vawdrey—: debe hacer tocar a su marido.
—¿Tocar mientras usted lee? ¡Jamás!
—Soy demasiado vanidoso —dijo Adney.
Lord Mellifont le propuso una distinción.
—Usted debe ofrecernos la obertura antes de que se alce el telón. Ése es un momento particularmente delicioso.
—No leeré… sólo hablaré —dijo Vawdrey.
—Mejor aún; permítame que vaya por su manuscrito —sugirió la actriz.
Vawdrey replicó que el manuscrito no importaba, pero una hora después, en el salón, hubiéramos deseado que lo tuviera. Nos hallábamos expectantes, aún bajo el hechizo del violín de Adney. Su esposa, en primer término y encima de una otomana, estaba llena de impaciencia y perfil, y Lord Mellifont, en la silla —era siempre la silla, la de Lord Mellifont—, hacía que nuestro agradecido grupo se sintiera como un congreso de ciencias sociales o un reparto de premios. De repente, en lugar de comenzar, nuestro león domado empezó a rugir desafinando: había olvidado por completo cada palabra. Lo sentía mucho, pero las líneas no le venían a la cabeza; estaba profundamente avergonzado pero su memoria se hallaba en blanco. No daba la menor impresión de estar avergonzado, Vawdrey no había dado esa impresión en su vida; era sólo imperturbable y alegremente natural.
Protestó diciendo que nunca se hubiera imaginado que haría el ridículo de ese modo, pero nos dio la impresión de que esto no impediría que el incidente tomara lugar entre sus más divertidas reminiscencias. Éramos sólo nosotros los que estábamos humillados, como si nos hubiera gastado una broma premeditada. Ésta fue una buena oportunidad, de entre todas, para el tacto de Lord Mellifont, que descendió sobre nosotros como un bálsamo. A su encantadora y artística manera, la manera que tenía de llenar áridos intervalos (tenía un débit —no había nada que se le aproximase en Inglaterra— como el de los actores de la Comédie Française), nos habló de su propio derrumbamiento en una ocasión crítica, cuando tenía que pronunciar un discurso ante una inmensa multitud, en que, dándose cuenta de que había olvidado sus notas, empezó a rebuscar sobre la terrible plataforma, blanco de todas las miradas, a rebuscar en vano notas indispensables en bolsillos impecables. Pero el interés del relato era mayor que el de las ocurrencias de Vawdrey, pues, con unos ligeros gestos, esbozó la brillantez de una actuación que se había alzado por encima del embarazo, se había resuelto por sí misma, según debíamos adivinar, con un esfuerzo que, en su momento, quedó reconocido como algo que de ningún modo era una mancha en lo que la bondad del público denominaba la reputación de su señoría.
—¡Toca, toca! —exclamó Blanche Adney, dando palmaditas a su marido y recordando cómo, en el escenario, un contretemps siempre queda ahogado con música.
Adney se lanzó a su violín y yo dije a Clare Vawdrey que su equivocación podría corregirse fácilmente si mandaba a alguien a buscar el manuscrito. Si él me decía dónde estaba, yo iría en seguida a su habitación a buscarlo. Vawdrey respondió:
—Mi querido amigo: me temo que no hay manuscrito alguno.
—¿Entonces no ha escrito nada?
—Lo escribiré mañana.
—¡Ah, ha estado usted jugando con nosotros! —dije con gran perplejidad.
Vawdrey vaciló un instante.
—Si hay algo, lo encontrará encima de la mesa.
En ese momento uno de los otros se dirigió a él, y Lady Mellifont comentó, lo bastante alto como para corregir con delicadeza nuestra falta de consideración, que Mr. Adney estaba tocando algo muy hermoso. Yo ya había advertido antes que parecía ser tremendamente aficionada a la música, siempre la escuchaba profundamente transportada. La atencián de Vawdrey se distrajo, pero no me pareció que las palabras que acababa de soltar constituyeran un permiso definitivo para ir a su habitación. Además, yo quería hablar con Blanche Adney; tenía que preguntarle una cosa. Sin embargo, tuve que esperar a que llegara mi oportunidad, mientras permanecíamos en silencio algún tiempo, escuchando al marido de Blanche; después, la conversación se hizo general. Era nuestra costumbre acostarnos temprano, pero aún se podía prolongar un poco la velada. Antes de que acabara de decaer, encontré la oportunidad de decirle a la actriz que Vawdrey me había dado permiso para que pusiera las manos sobre su manuscrito. Me imploró, por lo más sagrado, que lo trajera de inmediato, que se lo diera; y su insistencia demostraba que yo no estaba en lo cierto al insinuar que ahora sería demasiado tarde para que él empezara a leerlo; aparte de eso —el hechizo se había roto—, a los otros no les importaría. No era tarde para que empezara ella; por consiguiente, yo tenía que tomar posesión, sin más demora, de las preciosas páginas. Le dije que sería obedecida en un momento, pero que quería que satisficiera mi justa curiosidad. ¿Qué había sucedido antes de la cena, cuando estaba en las montañas con Lord Mellifont?
—¿Cómo sabe que pasó algo?
—Lo vi en su cara cuando llegó.
—¡Y me llaman actriz! —exclamó Mrs. Adney.
—¿Qué es lo que me llaman a mí? —inquirí.
—Usted es un buscador de corazones, eso tan frívolo, un observador.
—¡Ojalá permitiese que un observador le escribiera una obra! —exclamé.
—No es del gusto de la gente lo que usted escribe; usted rompería cualquier racha de suerte.
—Pues veo obras a mi alrededor —declaré—; esta noche el aire está lleno de ellas.
—¿El aire? ¡Gracias por nada! Ojalá lo estuvieran los cajones de mi mesa.
—¿La cortejó en el glaciar? —continué.
Me miró fijamente; después estalló en el éxtasis progresivo de su risa.
—¿Lord Mellifont, el pobrecito? ¡Qué lugar tan gracioso! Desde luego sería el lugar de nuestro amor.
—¿Se cayó en una grieta? —continué.
Blanche Adney volvió a mirarme como lo había hecho por un instante cuando llegó, antes de la cena, con las manos llenas de flores.
—No sé dónde se cayó. Mañana se lo diré.
—¿Bajó entonces?
—A lo mejor subió —rió ella—. ¡Es realmente extraño!
—Mayor razón para que me lo diga esta noche.
—Tengo que pensarlo; tengo que descifrarlo.
—Si lo que desea son acertijos, le diré otro —dije—. ¿Qué pasa con el maestro?
—¿El maestro de qué?
—De todas las formas de simulación. Vawdrey no ha escrito ni una línea.
—Vaya a buscar sus papeles y veremos.
—No me gusta ponerlo en evidencia —dije.
—¿Por qué no, si yo pongo en evidencia a Lord Mellifont?
—Oh, haría cualquier cosa por eso —concedí—. Pero ¿por qué había de hacer Vawdrey una declaración falsa? Es muy curioso.
—Es muy curioso —repitió Blanche Adney, con aire meditativo y los ojos fijos en Lord Mellifont.
A continuación, levantándose, añadió:
—Vaya a mirar a su habitación.
—¿La de Lord Mellifont?
Se volvió rápidamente hacia mí.
—¡Esa sería una manera!
—¿Una manera de qué?
—¡De averiguar… de averiguar! —hablaba con alegría y emoción, pero de repente se detuvo—. Estamos diciendo tonterías —dijo.
—Estamos confundiendo las cosas, pero me ha impresionado su idea. Ocúpese de que le dé permiso Lady Mellifont.
—¡Ella ha mirado! —murmuró Mrs. Adney, con la más peculiar expresión dramática.
Después, tras un movimiento, alzando su hermosa mano como para sacudir una visión fantástica, exclamó imperiosamente:
—¡Tráigame la escena, tráigame la escena!
—Iré a buscarla —respondí—, pero no me diga que no puedo escribir una obra.
Me dejó, pero mi embajada fue interrumpida por la aparición de una señora que había sacado a relucir un álbum de firmas —varias noches nos habíamos visto amenazados por ello— y que me hizo el honor de solicitarme un autógrafo. Había estado pidiéndoselo a los demás y, por decoro, no podía dejarme de lado. Generalmente solía recordar mi nombre, pero siempre me llevaba un rato recordar mi fecha de nacimiento e incluso cuando lo había hecho, nunca estaba seguro. Dudé entre dos días y comenté a mi peticionaria que firmaría en los dos, si es que eso la satisfacía. Ella dijo que seguro que yo había nacido sólo una vez; y, por supuesto, yo respondí que el día que la conocí había nacido otra vez. Hago mención de este chiste malo sólo para demostrar que, con la inspección obligatoria de los otros autógrafos, dedicamos varios minutos a esté trámite. La señora se alejó con su álbum y entonces me di cuenta de que el grupo se había dispersado. Me encontraba solo en el pequeño salón que había sido destinado a nuestro uso. Mi primera impresión fue de desencanto: si Vawdrey se había acostado, no deseaba molestarlo. Mientras vacilaba, no obstante, reparé en que Vawdrey no se había ido a la cama.
Estaba abierta una ventana y vino hacia mí el sonido de las voces de afuera; Blanche se hallaba en la terraza con su dramaturgo, y hablaban de las estrellas. Me dirigí a la ventana para echar un vistazo. La noche alpina era espléndida. Mis amigos habían salido juntos; la actriz se había puesto una capa: presentaba el aspecto que yo ya había contemplado entre bastidores. Permanecieron un rato en silencio y oí el rumor de un torrente vecino. Me volví hacia la habitación, y la luz suave de las velas me dio una idea. Nuestros compañeros se habían dispersado —era tarde para un país pastoril— los tres tendríamos el lugar para nosotros solos. Clare Vawdrey había escrito su escena, era magnífica, y que nos la leyera ahí, a nosotros, a una hora así, constituiría un episodio memorable. Bajaría su manuscrito y les saldría al encuentro con él cuando entraran.
Abandoné el salón con ese propósito; había estado en la habitación de Vawdrey y sabía que se encontraba en el segundo piso, la última de un largo pasillo. Un minuto después mi mano estaba en el tirador de la puerta, que naturalmente abrí sin golpear. Era igualmente natural que en ausencia de su ocupante la habitación se hallara a oscuras; tanto más por cuanto que, como estaba al final de un pasillo sin luz a esas horas, la oscuridad no se vio disminuida cuando abrí la puerta. Sólo era consciente de que no había cometido equivocación alguna y de que, al no estar echadas las cortinas de las ventanas, me vi enfrentado a un par de tenues aberturas, llenas de estrellas. Su ayuda, sin embargo, no fue suficiente para permitirme encontrar lo que había venido a buscar, y mi mano, en el bolsillo, estaba ya sobre la caja de fósforos, que siempre llevo para los cigarrillos. De repente la retiré con sobresalto, profiriendo una exclamación, una disculpa. Había entrado en otra habitación; una mirada sostenida durante tres segundos me mostró una figura sentada junto a una mesa próxima a las ventanas, una figura que al principio había tomado por una manta de viaje arrojada sobre una silla. Me retiré, con una sensación de intrusión, pero al hacerlo advertí, en menos tiempo que el que me lleva decirlo, primero, que ésta era la habitación de Vawdrey, y en segundo lugar que, singularmente, el propio Vawdrey estaba sentado delante de mí. Deteniéndome en el umbral experimenté una momentánea sensación de desconcierto, pero sin darme cuenta había exclamado: