Al día siguiente, mientras leía, le satisfizo la forma en que la actriz le escuchaba; le satisficieron muchas cosas, de la lectura, y sobre todas ellas la lectura en sí. Todo aquello tenía para él la mayor importancia, y él la aumentaba y organizaba. Disfrutaba de su asentamiento en la gran penumbra de la cavidad del teatro, lleno de ecos de «efecto» y de un extraño aroma a gas y a éxito: parecía, todo él, un lienzo extraordinariamente pasivo a la espera de su obra. Por primera vez en la vida tenía los medios a su alcance; la frase le era familiar, pero la sensación nunca había creído que fuese a experimentarla. Todo lo que Loder estaba dispuesto a hacer le admiraba, pero se decía a sí mismo que bajo ningún concepto se le tenía que notar. Había previsto dos particulares circunstancias ligadas al esfuerzo artístico de montar una obra: una consistía en una gran cantidad de angustia y la otra, en una gran cantidad de diversión. Más adelante habría de considerar el momento de la lectura el más memorable de todo el proceso, porque entonces había visto más que nunca su pieza representada. Lo que venía después era trabajo de otros; pero éste, por entero, con sus fallos e imperfecciones, era el suyo. El drama había vivido, en fin, durante esos momentos, con una intensidad que no iba a tardar en diluirse entre la pobreza y la grisura de los ensayos; dulcemente, lo había visto vivir en la inmovilidad del pequeño semicírculo de actores atentos e inescrutables, vestidos a prueba de agua y calzados a prueba de fango. La señorita Violet Grey era la oyente a quien más cosas tenía que decir, y había tratado, sobre la marcha, cruzando de un lado a otro el destartalado escenario, de darle ocasión de captar la esencia de su personaje. La actitud de ésta era grácil, pero, aunque parecía escuchar poniendo los cinco sentidos, su rostro había permanecido perfectamente en blanco; una circunstancia que no fue, a pesar de todo, descorazonadora para Wayworth, el cual prefería que su actriz no se precipitase. Los demás miembros de la compañía habían dado muestras visibles de haber reconocido los pasajes de comedia; pero incluso en esos momentos le había perdonado a ella su falta de expresión. Era evidente que antes que nada deseaba saber, simplemente, de qué iba todo.
Más sorprendente aún que la revelación de las dimensiones que el señor Loder estaba dispuesto a alcanzar, fue descubrir que a algunos actores no les gustaba su papel; se le cayó el alma a los pies al preguntarse qué iba a poder hacer con ellos si eran tan imbéciles. Fue éste su primer desengaño; en cierta medida había esperado que todos se dieran cuenta, inmediatamente y demostrando gratitud, de la extraordinaria oportunidad que se les presentaba, y desde el momento en que tales cálculos se desmoronaron, se sintió a la deriva, o preocupado en cualquier caso por los nuevos desengaños que pudieran estar esperándole. No era posible adivinar lo que le gustaba o no le gustaba al empresario; de él no salía ni un juicio, ni un comentario; la aceptación de su obra y de sus opiniones respecto al montaje lo habían convertido, por lo visto, en una efigie enmascarada y amortajada. Wayworth estaba en condiciones de imaginar que a partir de ahora todo iba a desarrollarse en un ambiente más tenso y cargado que el de los cumplidos y muestras de confianza. Cuando habló con Violet Grey, al acabar la lectura, sacó la conclusión de que era una mujer bastante ruda: ¿qué mejor prueba de ello que su imposibilidad de estallar en una manifestación de alegría ante la que había de ser su gran oportunidad? Esta reserva, no obstante, era evidente que no tenía nada que ver con un carácter presuntuoso; ella no tenía la menor intención de hacerle creer que una persona de su eminencia estuviera por encima de los fáciles arrebatos. No tardó en adivinar que estaba desconcertada y hasta un poco asustada: en cierto modo no había entendido. Y a él nada podía tentar más que la ocasión de aclararle sus dificultades, en el curso de cuyo examen descubrió rápidamente que la actriz, hasta donde había entendido, había entendido mal. Que fuese ruda era sólo un motivo más para seguir hablando; no dejó de decirle:
—Pregúnteme, pregúnteme: pregúnteme todo lo que se le ocurra.
Ella preguntó, estuvo constantemente preguntándole, y en los primeros ensayos, que carecieron de forma y fueron vacíos hasta un punto que más parecían la muerte de un experimento que la aurora de un éxito, discutieron largo y tendido muchas cosas en un rincón del escenario, hasta que el joven llegó a creer que hablaba al fin y al cabo con la mayor seriedad. Cada día resultaba más evidente que su heroína era la piedra angular del edificio, por lo que de hecho la actriz estaba dispuesta a hacerse con el papel. Pero cuando recordó a la joven dama lo mucho que dependía todo, en la práctica, de su intervención, ésta se alarmó e incluso se escandalizó un poco; más de una vez se expresó como si ésa difícilmente pudiera ser la mejor manera de construir una obra: confiar todo el edificio o todo su derrumbamiento a una pobre muchacha atacada de nervios. Ella era casi morbosamente sensible, y en teoría eso es lo que a él le gustaba, aunque tres o cuatro veces perdiera la paciencia por las cosas que no podía y las que sí podía hacer. En estas ocasiones las lágrimas afloraron a sus ojos; pero, como se apresuró a asegurar, las originaba su propia estupidez, y no el tono en que él le hablaba, que era increíblemente atento dadas las circunstancias. La sinceridad la volvía hermosa, y el joven se encomendó al Cielo (no dejó de decírselo) para que fuera capaz de contagiar a Nona un poco de esa hermosura. Sin embargo, en cierto momento se sintió tan comprometida y acongojada que también a él, al verlo, se le humedecieron los ojos, y en este trance hubo de encontrarse, al darse la vuelta, con el señor Loder. El empresario le miró, echó una ojeada a la actriz, que le dio la espalda, y entonces, sonriendo a Wayworth y, con el humor de un hombre que oía cada noche las risas de la galería, exclamó:
—¡Vaya, vaya!
—¿Qué pasa? —preguntó Wayworth.
—Me alegra ver que la señorita Grey se toma tantas preocupaciones por usted.
—Oh, sí… ¡Acabará conmigo! —dijo el joven con alegría. Se daba perfecta cuenta de que a nadie pasaba inadvertida su seriedad respecto a Nona, y estaba, además, totalmente decidida a no sacrificar en los ensayos ni un ápice de rigor a ninguna consideración extrínseca.
La señora Alsager, a quien solía visitar a menudo, a última hora de la tarde, para tomar una taza de té, y agradecerle por anticipado el alivio que le proporcionaba, y contarle lo agotadores (tal como los estaban haciendo: ¡era una advertencia!) que encontraba lo ensayos…, la señora Alsager, cada día más su hada buena y, como él repetidamente le aseguraba, su ángel de la guarda, secundaba esta actitud superior y le incitaba a todas las formas de devoción artística. Naturalmente, nunca había estado tan interesada en su trabajo como ahora; quería saberlo todo de todo. Le trataba igual que a un héroe fatigado, le dispensaba lujosos reconstituyentes, le permitía desentumecerse entre almohadones y pétalos de rosa. Más que nunca parloteaban ahora, junto al fuego, sobre la vida del artista; él le confiaba, por ejemplo, todos sus temores y esperanzas, todos sus experimentos y ansiedades, en lo relativo a la encarnación de Nona. La señora Alsager estaba enormemente interesada en esta joven dama y lo manifestaba ocupando un palco tras otro (la había visto ya media docena de veces), llevada por el propósito de estudiar sus facultades a través del velo del papel que ahora interpretaba. Como Allan Wayworth, la encontraba prometedora sólo a ratos, porque tenía sus buenos ramalazos de torpeza. Era inteligente, pero pedía formación a gritos, y de formación tenía tan poca que la inteligencia apenas rendía una fracción de su efecto. Era como un cuchillo sin filo: buen acero que nunca había sido afilado; desgarraba la dura masa del drama, era incapaz de cortarla con pulcritud.
—Desde luego, ¡mi primera actriz no va a conseguir que Nona se parezca mucho a usted! —le dijo un día Allan Wayworth con pesimismo a la señora Alsager. Había días en que lo veía todo negro.
—Tanto mejor. No hay ninguna necesidad.
—¡Ojalá le enseñara usted un poco…! ¡Le sería tan fácil! —insistió el joven; en respuesta a lo cual la señora Alsager le pidió que no gastase bromas tan crueles sobre ella. Pero sentía curiosidad por la chica, quería saber cosas de su carácter, de sus circunstancias particulares, de cómo y dónde vivía; de hecho parecía deseosa de ofrecerle su amistad. Wayworth quizá no supiera mucho de las circunstancias particulares de la señorita Violet Grey, pero, tal como fueron las cosas, fue capaz, después de tres semanas de ensayos, de suministrar información sobre tales pormenores. Era una mujer encantadora y ejemplar, educada, cultivada, de gustos pronunciadamente modernos, y una música excelente. Había perdido a sus padres y estaba muy sola en el mundo, con una familia reducida a una sola hermana, casada con un funcionario en la India (donde desempeñaba un cargo de gran responsabilidad), y a una sola, anticuada y querida tía (una tía abuela en realidad), con la que vivía en Notting Hill, que escribía libros para niños y que fue autora una vez, por lo visto, de una pantomima de Navidad. Era un hogar bastante artístico… no a la escala del de la señora Alsager (¡cómo comparar lo más pequeño con lo más grande!), pero sumamente refinado y honorable. Wayworth llegó al extremo de insinuar que sería un buen y humano gesto por parte de su anfitriona ir a visitarlo: ellas iban a ser tan amables si fuera a verlas… La señora Alsager había hecho caso tantas veces de sus insinuaciones que en él se había desarrollado el complaciente hábito de la confianza: se sentía, por lo tanto, muy prudente y responsable a la hora de hacerlas. Pero ésta en concreto pareció caer en saco roto, por lo que el joven cambió de tema. Con todo, la señora Alsager fue aún otra vez al Legitimate, según pudo saber él al día siguiente, porque imprevistamente le aseguró:
—Oh, estará muy bien… Ella estará bien.
En esos días, cuando decían «ella», se referían siempre a Violet Grey, aunque pretendieran, como siempre, referirse a Nona Vincent.
—Oh, sí —convino Wayworth—, ¡lo desea tanto!
La señora Alsager guardó un breve silencio; luego, un poco incoherentemente, como si hubiera vuelto en sí tras una ensoñación, preguntó:
—¿Lo desea mucho?
—Tremendamente… y por lo que parece el papel la ha cautivado desde el primer momento.
—Oh, porque es así de graciosa.
—Es graciosa —dijo la señora Alsager, meditabunda; y al poco añadió—: Está enamorada de usted.
Wayworth se la quedó mirando, se puso muy rojo, y luego estalló en una carcajada:
—¿Qué tiene eso de gracioso? —preguntó; pero antes de que su interlocutora pudiese satisfacerle a este respecto, quiso saber, aún más, cómo podía ella saber eso. Y ella le explicó, tras una pequeña y elegante evasiva, que la noche pasada, en el Legitimate, la señora Beaumont, la mujer del actor empresario, la había visitado en su palco: lo cual había acabado por llevarla, en el curso de su breve cháchara, a hacerle notar que nunca había estado «detrás del telón». En este punto la señora Beaumont se había ofrecido a acompañarla, y un capricho la empujó a aceptar su invitación. Estaba pasando un buen rato, y así fue como, a petición propia, su intermediaria hubo de presentarle a la señorita Violet Grey, que estaba entre bastidores esperando para una de sus escenas. A la señora Beaumont la había requerido alguien durante tres minutos, y en esta pizca de tiempo, cara a cara con la actriz, había descubierto el secreto de la pobre chica. Wayworth alegó que eso no tenía sentido, pero quiso saber cómo había llegado a descubrirlo. La señora Alsager calificó de superficial esta pregunta para un pintor del comportamiento femenino; y el joven sin duda no mejoró las cosas al insistir como un profano en que a un gato no le estaba prohibido mirar a un rey, y en que esos detalles era conveniente saberlos. Incluso sobre esta premisa no dejó de amenazarle la señora Alsager, sosteniendo que podía no ser cosa de broma para la pobre muchacha. Entonces Wayworth, que ahora decía que no podía soportar hablar de las pasiones que pudiera haber inspirado, lo único que supo responder fue que, hasta donde él entendía, una cosa así no podía afectar a la señora Alsager.
—¿Y cómo diablos sabe usted lo que a mí me afecta? —preguntó la susodicha dama, con frialdad incongruente, y una altivez incluso notable para un espíritu tan elevado.
Esa misma noche Wayworth fue a ver a Violet Grey al teatro, y fue ella la primera en decirle que acababa de conocer a una amiga suya.
—Está enamorada de usted —le dijo, después de que él hubiese afectado indiferencia—. ¿No le dice esto nada? Se puso aún más rojo que con la señora Alsager, pero contestó, con la suficiente rapidez y mucha propiedad, que naturalmente había cientos de mujeres locas por él.
—Oh, a mí no me importa, ¡porque usted no está enamorado de ella! —prosiguió la muchacha.
—¿También eso se lo dijo ella? —preguntó él; pero en ese momento la joven tuvo que salir a escena.
Situándose donde pudiera verla, pensó que esta vez ponía en la escena, la mejor que tenía en la obra, un arte más brillante que nunca, un talento capaz de abordar los problemas del arte mismo. No dejaba de improvisar continuamente (dos o tres veces esa noche, en la obra de otro hombre), cosa de la que el joven deseó con toda el alma que Nona Vincent pudiera aprovecharse. Parecía que era capaz de hacerlo para todo el mundo menos para él: es decir, para todo el mundo menos para Nona. En esos días se había ido percatando de un nuevo y extraño sentimiento, que se mezclaba (esto formaba parte de su extrañeza) con otro muy natural y relativamente viejo, y que en su forma más definida consistía en una sorda y dolorosa queja dirigida al infortunado sino que había llevado a esta señorita a pisar un escenario. Deseaba, en los peores momentos de desasosiego, que, sin ir más lejos, se retirara; y sin embargo templaba este desasosiego recordando los motivos que tenía para confiar en que llegase lo bastante lejos como para convertir a Nona en un éxito notable. Había extraños y penosos momentos en los que casi, en su calidad de intérprete de Nona, la odiaba; cuando éstos pasaban, sin embargo, siempre se decía que exageraba, dado que lo que parecía magnificar su aversión, cuando estaba nervioso, era su contraste elemental con la creciente sensación de que había motivos —totalmente distintos—para que le gustara. Le gustaba porque era una criatura llena de encanto: por sus sinceridades y perversidades, por la variedad y las sorpresas de su carácter, y por ciertas felices realidades de su persona. En privado sus ojos le parecían tristes y su voz inaudita. Abominaba la perspectiva de que fuese a sufrir un desengaño o una humillación, quería rescatarla enteramente, salvarla y trasplantarla. Una forma de salvarla era encargarse de sacar de su talento lo mejor de sí, procurar que el estreno de la obra fuese un éxito; y la otra forma —ciertamente demasiado extravagante para ser expresada— casi era desear que no lo fuese. De este modo, en el futuro, habría seguridad y paz, y no la paz de los muertos: la paz de una vida distinta. Hay que añadir que nuestro joven se aferraba a la primera de estas ideas en proporción a la perversa tentación que la segunda ejercía sobre él. La mejor de las perspectivas le daba miedo, un miedo cada día mayor y más intolerable; pero el remedio inmediato consistía en ensayar cada día con mayor entrega, y por encima de todo en aunar esfuerzos con Violet Grey. Algunos de los compañeros de ésta le reprocharon que dirigiese estos esfuerzos sólo hacia ella, como si ella lo fuese todo; pero él les contestaba que podían permitirse esta negligencia, dado lo tremendamente buenos que eran. Violet era la única, entre todas las personas interesadas, a la que no adulaba.