—Debiera ser largo —Mrs. Adney miró de un lado a otro de la terraza, y en ese momento el maïtre apareció por la puerta. De repente se volvió hacia este empleado con la pregunta—. ¿Ha visto usted a Mr. Vawdrey recientemente?
El hombre se aproximó de inmediato.
—Salió de la casa hace cinco minutos… a dar un paseo, creo. Bajó por el paso, llevaba un libro.
Yo observaba las nubes amenazadoras.
—Debería haberse llevado un paraguas.
El camarero sonrió.
—Le recomendé que llevara uno.
—Gracias —dijo Mrs. Adney.
Y el Oberkellner se retiró. Luego prosiguió conmigo, bruscamente:
—¿Me hace usted un favor?
—Sí, si usted me hace a mí otro. Déjeme ver si su pintura está firmada.
Miró el dibujo antes de dármelo.
—Cosa asombrosa, no lo está.
—Debiera estarlo para que tenga pleno valor. ¿Puedo quedármelo un poco?
—Sí, si hace lo que le pido. Agarre un paraguas y salga tras Mr. Vawdrey.
—¿Para traérselo a Mrs. Adney?
—Para mantenerlo alejado… el mayor tiempo posible.
—Lo mantendré alejado lo que tarde en echarse a llover.
—¡Oh, qué importa la lluvia! —exclamó mi compañera.
—Por usted que nos caláramos, ¿no?
—Y no tendría remordimientos.
Y con una extraña luz en los ojos, añadió:
—Voy a intentarlo.
—¿A intentarlo?
—A intentar ver al auténtico. ¡Oh, si puedo acceder a él! —estalló con pasión.
—¡Inténtelo, inténtelo! —repliqué—. Retendré a nuestro amigo todo el día.
—Si puedo acceder al que lo hace —e hizo una pausa con ojos brillantes—, ¡si puedo discutirlo con él, obtendré mi papel!
—¡Retendré a Vawdrey por siempre! —exclamé tras ella cuando entró rápidamente en la casa.
Su audacia era comunicativa, y me quedé sumido en un fulgor de excitación. Miré la acuarela de Lord Mellifont y miré la tormenta amenazadora; volví los ojos de nuevo hacia las ventanas de su señoría y luego los incliné sobre mi reloj. Vawdrey me llevaba tan poca ventaja que tendría tiempo de alcanzarlo, tendría tiempo incluso si me tomaba cinco minutos para subir al salón de Lord Mellifont (donde todos habíamos sido hospitalariamente recibidos), y decirle, como mensajero, que Mrs. Adney le suplicaba que otorgara a su dibujo la elevada consagración de su firma. Al considerar de nuevo esta obra de arte, percibí que había algo de lo que ciertamente carecía: ¿qué mejor, pues, que un autógrafo tan noble? Era mi deber suplir la deficiencia sin dilación y, según este convencimiento, volví a entrar en el hotel al instante. Subí a las habitaciones de Lord Mellifont; llegué a la puerta de su salón. Ahí, no obstante, me vi en una dificultad con la que mi extravagancia no había contado. Si llamaba lo estropearía todo, pero ¿estaba yo preparado para prescindir de esta ceremonia?
Me hice la pregunta y me sentí violento; di una y otra vuelta al dibujito, pero no obtuve la respuesta que quería.
Yo quería que dijera: «Abre la puerta suave, suavemente, sin un sonido, pero muy rápido, y verás lo que verás.»
Había llegado a poner la mano en el tirador cuando me di cuenta (andándome con tanto ojo) de que exactamente de la manera en que estaba pensando —suave, suavemente, sin un sonido— se había movido otra puerta, al otro lado del pasillo. En el mismo instante me encontré sonriendo bastante forzadamente a Lady Mellifont, quien, al verme, se había detenido en el umbral de su puerta. Durante un momento, sin que ella se moviera, intercambiamos dos o tres ideas, que eran tanto más singulares por cuanto que no fueron expresadas.
Nos habíamos sorprendido mutuamente rondando, y nos entendíamos, pero al avanzar hacia ella (de tal manera que la anchura del vestíbulo nos separaba del salón), sus labios formaron el ruego casi silencioso: «¡No!» Vi en sus ojos conscientes todo lo que esa palabra expresaba, la confesión de su propia curiosidad y el temor de las consecuencias de la mía.
—¡No! —repitió cuando me encontraba ante ella.
Desde el momento en que mi experimento pudiera parecerle un acto de violencia estaba dispuesto a renunciar a él; no obstante creí detectar en su cara asustada una traición aún más profunda, una posibilidad de desencanto si yo desistía. Era como si ella hubiera dicho: «Dejaré que lo haga si acepta la responsabilidad. Sí, con otra persona lo sorprendería. Pero no estaría bien que creyese que era yo.»
—Encontramos en seguida a Lord Mellifont —observé, aludiendo a nuestro encuentro con ella una hora antes—, y él fue tan amable de regalar este encantador dibujo a Mrs. Adney, quien me pidió que subiera y le suplicara que pusiera la firma que falta.
Lady Mellifont tomó el dibujo de mis manos, y adiviné la lucha que tuvo lugar en su interior mientras lo miraba. Quedó en silencio durante algún tiempo, y pensé que todas sus delicadezas y dignidades, todas sus antiguas timideces y piedades luchaban contra su oportunidad. Se dio vuelta y con el dibujo regresó a su habitación. Estuvo ausente durante un par de minutos, y cuando reapareció vi que había vencido su tentación; que incluso, con una especie de horror resurgente, se había acobardado ante ella. Había depositado el dibujo en la habitación.
—Si tiene la bondad de dejarme el dibujo, me ocuparé de que sea atendida la petición de Mrs. Adney —dijo con gran cortesía y dulzura, pero de una manera que puso fin a nuestro coloquio.
Asentí, quizá con un entusiasmo algo artificial y a continuación, para hacer más fácil nuestra separación, comenté que íbamos a tener un cambio de tiempo.
—En ese caso nos marcharemos… nos marcharemos inmediatamente —dijo Lady Mellifont.
Me divirtió el ansia con que hizo esta declaración: parecía representar un vuelo codiciado hacia la seguridad, una escapada con su secreto amenazado. Me sorprendí aún más, porque cuando empecé a volverme, extendió la mano para tomar la mía. Tenía el pretexto de despedirse de mí, pero al estrecharme la mano bajo esa suposición, sentí que lo que ese movimiento en realidad quería decir era: «Le agradezco la ayuda que me hubiera dado, pero es mejor así. Si yo lo supiera, ¿Quién me ayudaría entonces?» Mientras me dirigía a mi habitación a buscar el paraguas, me dije: «Está segura, pero no lo pondrá a prueba.»
Un cuarto de hora después había alcanzado a Vawdrey en el paso, y poco después nos encontrábamos buscando refugio. No sólo las nubes se habían amontonado, sino que la tormenta terminó por estallar con extraordinaria rapidez. Trepamos por una ladera hasta una cabaña vacía, una burda estructura que apenas servía más que de refugio para el ganado. Sin embargo, era un refugio tolerable, y tenía rendijas por las que pudimos contemplar el espléndido espectáculo de la tempestad. Este entretenimiento duró una hora, hora que recuerdo como llena de peculiares disparidades. Mientras los relámpagos jugaban con los truenos y la lluvia entraba y chorreaba sobre nuestros paraguas, me dije que Clare Vawdrey era decepcionante. No sé exactamente lo que yo habría presagiado de un gran autor expuesto a la furia de los elementos, no puedo decir qué específica actitud de Manfredo habría esperado que asumiera mi compañero, pero en cierto modo me pareció que no debería haber contado con que me regalara en tal situación con chismes (que yo ya había oído) sobre la célebre Lady Ringrose. Su señoría constituyó el tema de conversación de Vawdrey durante esta prodigiosa escena, aunque antes de que terminara del todo, se abalanzó sobre Mr. Chafer, el apenas menos notorio crítico. Oír a un hombre como Vawdrey hablar de críticos me rompió el corazón. Los relámpagos proyectaban una luz dura sobre la verdad, que durante años me había sido familiar, y a la que los últimos uno o dos días habían proporcionado un apoyo trascendente, la certidumbre irritante de que para las relaciones personales este admirable genio consideraba a su segundo lo suficientemente bueno. Era así, sin duda, como estaba hecha la sociedad, pero había un desprecio en la distinción que no podía dejar de ser mortificante para un admirador. El mundo era vulgar y estúpido, y el hombre auténtico habría sido un necio al salir, cuando podía chismorrear y cenar por medio de un suplente. No obstante mi corazón se hundió al darme cuenta de que mi compañero practicaba esta economía. No sé qué es lo que yo quería exactamente; supongo que quería que él hiciera una excepción conmigo. Casi creo que la habría hecho, si hubiera sabido cómo veneraba su talento. Pero nunca había sido capaz de traducirle esto, y la aplicación que él hacía de este principio era inexorable. En cualquier caso, yo estaba más seguro que nunca de que en ese momento su silla del hotel no estaría vacía: allí estaba la actitud de Manfredo, allí estaban los destellos sensibles. Envidiaba a Mrs. Adney su supuesto disfrute de todo eso.
El tiempo cambió por fin, y la lluvia amainó lo suficiente para permitirnos emerger de nuestro asilo y emprender el regreso a la posada, donde al llegar nos encontramos con que nuestra prolongada ausencia había producido cierta inquietud. Al parecer se juzgó que la furia de los elementos podría habernos puesto en un apuro. Varios de nuestros amigos estaban en la puerta, y dieron muestras de un ligero desconcierto cuando percibieron que sólo estábamos empapados. Por alguna razón, Clare Vawdrey más que yo, y se fue camino de su habitación. Blanche Adney se encontraba entre las personas que se habían reunido para esperarnos, pero cuando Vawdrey vino hacia ella se zafó de él sin un saludo; con un movimiento que observé como casi un movimiento de enajenación, le dio la espalda y entró con rapidez en el salón. Mojado como estaba, entré tras ella; ante lo cual se volvió de inmediato y se puso frente a mí. Lo primero que vi fue que nunca había estado tan bella. Había una luz de inspiración en su cara, y me soltó en el susurro más rápido, que al mismo tiempo fue el grito más sonoro, que nunca haya oído:
—¡Tengo el papel!
—¿Fue a su habitación… yo estaba en lo cierto?
—¿En lo cierto? —repitió Blanche Adney—. Ay, querido amigo —murmuró.
—¿Estaba allí… lo vio?
—El me vio a mí. ¡Fue la hora de mi vida!
—Debió ser la hora de la suya, si estaba usted la mitad de encantadora de lo que está ahora.
—Es espléndido —prosiguió, como si no me oyera—. ¡Es él quien lo hace!
Yo escuchaba, inmensamente impresionado, y ella añadió:
—Nos entendimos mutuamente.
—¿Con los destellos de los relámpagos?
—¡Entonces no veía los relámpagos!
—¿Cuánto tiempo estuvo allí? —pregunté con admiración.
—El suficiente para decirle que lo adoro.
—Ah, ¡eso es lo que yo nunca he sido capaz de decirle a él! —exclamé tristemente.
—Conseguiré el papel… ¡Conseguiré el papel! —continuó, con una indiferencia triunfante, y se puso a dar vueltas por la habitación con el júbilo de una niña, deteniéndose sólo para decir: —Vaya a cambiarse de ropa.
—Ya tendrá la firma de Lord Mellifont —dije.
—¡Oh, que me importa la firma de Lord Mellifont! Es mucho más simpático que Mr. Vawdrey —continuó de manera inconexa.
—¿Lord Mellifont? —pretendí preguntar.
—¡Al infierno con Lord Mellifont!
Y Blanche Adney, en su regocijo, me rozó al pasar, para salir disparada por la puerta abierta. Justo al otro lado se topó con su marido y con un encantador grito de «¡Estábamos hablando de ti, mi amor!», se arrojó encima de él y lo besó.
Fui a mi habitación y me cambié de ropa, pero me quedé allí hasta la noche. La violencia de la tormenta había pasado sobre nosotros, pero la lluvia se había convertido en llovizna. Al bajar para la cena me encontré con que el cambio de tiempo había deshecho ya nuestro grupo. Los Mellifont habían partido en un coche de cuatro caballos, otros los habían seguido, y varios vehículos habían sido solicitados para la mañana siguiente. El de Blanche Adney era uno de ellos y, con el pretexto de que tenía preparativos que hacer, nos dejó inmediatamente después de cenar. Clare Vawdrey me preguntó que qué le sucedía, parecía que de pronto no gustaba de él. No recuerdo la respuesta que le di, pero hice lo que estaba en mi mano para consolarlo marchándome con él al día siguiente. Mrs. Adney se había desvanecido cuando bajamos, pero hicieron las paces en Londres, puesto que él terminó la obra, que ella produjo. Debo añadir que, sin embargo, sigue careciendo de un gran papel. Yo tengo uno precioso en la cabeza, pero ella no viene a verme para darme la lata con eso. Lady Mellifont siempre deja caer una palabra amable para mí cuando nos vemos, lo cual no me consuela.
Owen Wingrave (1892)
—¡Pero tú estás mal de la cabeza! —clamó Spencer Coyle mientras el joven lívido que tenía enfrente, un poco jadeante, repetía: «Francamente, lo tengo decidido» y «Le aseguro que lo he pensado bien». Los dos estaban pálidos, pero Owen Wingrave sonreía de un modo exasperante para su supervisor, quien aun así distinguía lo bastante para advertir en aquella mueca —era como una irrisión intempestiva— el resultado de un nerviosismo extremo y comprensible.
—No digo que llegar tan lejos no haya sido un error; pero precisamente por eso me parece que no debo dar un paso más —dijo el pobre Owen, esperando mecánicamente, casi humildemente —no quería mostrarse jactancioso, ni de hecho podía jactarse de nada—, y llevando al otro lado de la ventana, a las estúpidas casas de enfrente, el brillo seco de sus ojos.
—No sabes qué disgusto me das. Me has puesto enfermo —y, en efecto, el señor Coyle parecía abatidísimo.
—Lo lamento mucho. Si no se lo he dicho antes ha sido porque temía el efecto que iba a causarle.
—Tenías que habérmelo dicho hace tres meses. ¿Es que no sabes lo que quieres de un día al siguiente? —demandó el hombre mayor.
El joven se contuvo por un momento; luego alegó con voz temblorosa: «Está usted muy enfadado conmigo, y me lo esperaba. Le estoy enormemente reconocido por todo lo que ha hecho por mí, yo haría por usted cualquier cosa a cambio, pero eso no lo puedo hacer, ya sé que todos los demás me van a poner como un trapo.
Estoy preparado…, estoy preparado para lo que sea. Eso es lo que me ha llevado cierto tiempo: asegurarme de que lo estaba. Creo que su disgusto es lo que más siento y lo que más lamento. Pero poco a poco se le pasará —remató Owen.
—¡A ti se te pasará más deprisa, supongo! —exclamó satíricamente el otro. No estaba menos agitado que su amigo, y evidentemente ninguno se hallaba en condiciones de prolongar un encuentro que a los dos les estaba costando sangre. El señor Coyle era «preparador» profesional; preparaba a aspirantes al ejército, no más de tres o cuatro a un tiempo, aplicándoles el irresistible impulso cuya posesión era a la vez su secreto y su tesoro. No tenía un gran establecimiento, él habría dicho que no era un negocio al por mayor. Ni su sistema, ni su salud ni su temperamento se habrían avenido a los grandes números; así que pesaba y medía a sus discípulos, y eran más los solicitantes que rechazaba que los que admitía. Era en lo suyo un artista, que sólo se interesaba por los temas escogidos y era capaz de sacrificios casi apasionados por el caso individual. Le gustaban los jóvenes fogosos —había tipos de facilidad y clases de capacidad que le dejaban indiferente—, y a Owen Wingrave le había tomado un cariño especial. La valía de aquel chico, por no hablar de su personalidad toda, tenía un tinte particular que era casi un hechizo, que en cualquier caso cautivaba. Los candidatos del señor Coyle solían hacer maravillas, y habría podido ingresar a una multitud. Su persona tenía exactamente la estatura del gran Napoleón, con una cierta chispa de genialidad en los claros ojos azules: se había dicho de él que parecía un concertista de piano. Ahora el tono de su discípulo predilecto expresaba, ciertamente sin intención, una sabiduría superior que le irritaba. Antes la elevada opinión que Wingrave tenía de sí mismo, y que había parecido justificada por unas dotes notables, no le había molestado; pero hoy, de pronto, se le hacía intolerable.