—Me voy a la cama, y tengo particular empeño en que hagas lo que te estaba diciendo hace un momento. Te fumas un solo cigarrillo aquí con nuestro anfitrión y luego te vas a tu cuarto. Ay de ti como yo me entere de que has estado por la noche haciendo majaderías. —El joven Lechmere, con la mirada baja y las manos en los bolsillos, no decía nada —no hacía más que tirar de la esquina de una alfombra con la punta del pie; de modo que su compañero de visita, no satisfecho con promesa tan tácita, se volvió a Owen y siguió diciendo: —Wingrave, tengo que pedirte que no me tengas levantado a un sujeto tan sensible…; es más, que le lleves a la cama y le encierres con llave. —Y como Owen le mirase un instante sin entender, aparentemente, el motivo de tanta solicitud, añadió: —Lechmere siente una curiosidad morbosa por una de vuestras leyendas…, de vuestras habitaciones históricas. Córtasela de raíz.
—¡Ah, la leyenda no está mal, pero lo de la habitación me temo que sea un timo! —rió Owen.
—¡Tú sabes que no te crees eso que estás diciendo! —le replicó Lechmere hijo.
—Yo creo que no —Coyle observó las ráfagas de rubor sobre el rostro de Owen.
—¡El no sería capaz de pasar allí una noche! —prosiguió su acompañante.
—Ya sé quién te lo ha dicho —dijo Owen, encendiendo torpemente un cigarrillo en la vela, sin ofrecer a ninguno de sus amigos.
—¿Y qué pasa por eso? —preguntó el más joven de éstos, un poco colorado—. ¿Las quieres todas para ti?
—continuó en broma, hurgando en la pitillera.
Owen Wingrave se limitó a fumar en silencio; luego repitió: «Sí…, ¿qué pasa por eso? Pero ella no sabe», añadió.
—¿No sabe qué?
—¡No sabe nada!… ¡Yo le meteré en la cama! —siguió alegremente para Coyle, que vio que su presencia, ahora que había sonado cierta nota, estorbaba a los jóvenes. Sentía curiosidad, pero había discreciones y delicadezas, frente a sus discípulos, que siempre había hecho gala de practicar; escrúpulos que sin embargo no le impidieron, conforme iniciaba la marcha hacia el piso de arriba, recomendarles que no fueran borricos.
En lo alto de la escalera, para su sorpresa, se encontró con Kate Julian, que al parecer bajaba otra vez. No había empezado a desvestirse, ni el verle la desconcertó perceptiblemente. Aun así, en tono un tanto discordante del rigor con que diez minutos antes se había desentendido de él, dejó caer esta palabras: «Voy a buscar una cosa.
He perdido una alhaja.»
—¿Una alhaja?
—Una turquesa de bastante valor, del broche. ¡Como es el único adorno de verdad que tengo el honor de poseer…! —E inició el descenso.
—¿Quiere que la ayude a buscarla? —preguntó Spencer Coyle.
Ella se detuvo unos peldaños más abajo volviendo a él sus ojos orientales. «¿No son las voces de nuestros amigos lo que se oye en la sala?»
—Ahí están los eximios jóvenes.
—Pues ellos me ayudarán. —Y Kate Julian siguió bajando.
Spencer Coyle estuvo tentado de seguirla, pero acordándose de su tacto marchó a reunirse con su mujer en el dormitorio. Retrasó, sin embargo, el irse a la cama, y aunque se asomó al vestidor no tuvo impulso ni para quitarse la chaqueta. Durante media hora hizo como si leyera una novela, tras de lo cual, silenciosamente aunque no sin agitación, salió del vestidor al pasillo. Siguió por el corredor hasta la puerta de la habitación que sabía que se le había asignado al joven Lechmere, y le tranquilizó hallarla cerrada. Media hora antes la había visto abierta; podía dar por hecho, pues, que el aturdido mozo se había ido a acostar. Era eso lo que había querido comprobar, que iba ya a retirarse cuando oyó un ruido en la habitación: el ocupante estaba haciendo algo, en la ventana, indicativo de que podía llamar sin miedo a despertar a su pupilo. Salió, en efecto, a la puerta Lechmere hijo en mangas de camisa. Dejó entrar a su visitante con cierta sorpresa, y éste, cuando la puerta volvió a cerrarse, dijo: «No quiero amargarte la vida, pero me sentía en la obligación de comprobar que no te expones a excitaciones innecesarias.» —¡Hay todas las que se quiera! —dijo el ingenuo joven—. Kate Julian volvió a bajar.
—¿En busca de una turquesa?
—Eso dijo.
—¿La encontró?
—No sé. Yo me vine. La dejé con el pobre Owen.
—Muy bien hecho —dijo Spencer Coyle.
—No sé —repitió intranquilo Lechmere—. Les dejé peleándose.
—¿Por qué?
—Yo no lo entiendo. ¡Son muy raros los dos!
Spencer reflexionó. Tenía, fundamentalmente, sus principios y su alto sentido del decoro, pero lo que en aquel instante tenía en particular era una curiosidad, o mejor, llamándolo por su verdadero nombre, una solidaridad que le hizo dejarlos de lado. «¿A ti te parece que la ha tomado con él?», se permitió preguntar.
—¡Y cómo!… ¡si hasta le dice que miente!
—¿A qué te refieres?
—Delante de mí. Por eso les he dejado; se estaba poniendo el aire demasiado cargado. Cometí la tontería de volver a sacar el tema del cuarto maldito, y dije que sentía mucho haber tenido que prometerle a usted no ir a probar suerte.
—¡No se puede fisgar de esa manera en una casa ajena…, no se puede uno tomar esas libertades! —exclamó Coyle.
—Yo no he hecho nada…, mire qué buen soy. ¡Yo no quiero ni acercarme! —dijo el joven Lechmere en tono confidencial—. Kate Julian me dijo: «Ah, seguro que tú sí te atreverías, pero» —y en éstas se volvió hacia el pobre Owen riéndose— «sería mucho pedir de quien ha optado por una línea de conducta tan singular.» Se veía que ya había habido algo entre los dos acerca del tema…, que ella le había provocado o le había desafiado. Puede ser que lo dijera sólo en broma, pero lo que está claro es que la renuncia de Owen a la carrera había suscitado la cuestión de su…, digamos de su falta de coraje.
—¿Y Owen qué dijo?
—Al principio nada; pero después dijo muy tranquilo: «He pasado toda la noche en ese maldito cuarto.» Ante eso los dos nos quedamos de piedra, y Kate le contestó que esa historia había que contarla mejor, que había que sacarle más jugo. «No es una historia… , es una simple realidad», dijo Owen, y ella entonces, riéndose de él, le preguntó que por qué, si era verdad, no se lo había contado esta mañana, sabiendo lo que pensaba de él. «Lo sé, hija mía, pero me da igual», dijo el pobrecillo. Eso la enfureció, y le preguntó muy en serio si le daría igual saber que pensaba que estaba intentando engañarnos.
—¡Qué bruta! —exclamó Spencer Coyle.
—Es una mujer muy extraña…, yo no sé qué pretende —boqueó el joven Lechmere.
—¡Extraña tiene que ser, sí…, para andar tonteando y diciendo tonterías ante un par de disipados y a tales horas de la noche!
Pero Lechmere hizo su puntualización. «Lo digo porque yo creo que le aprecia.»
A Coyle le sorprendió tanto este inusitado síntoma de sutileza, que repuso como un rayo: «¿Y crees que él la aprecia a ella?» Lo cual produjo en su educando un súbito desaliento y un suspiro lastimero. «No lo sé… ¡me rindo!… Pero estoy seguro de que sí vio algo u oyó algo», añadió el joven.
—¿En ese lugar ridículo? ¿Por qué estás tan seguro?
—Por cómo veo a Owen. Yo creo que se tiene que notar…, en un caso así. Owen actúa como si sí hubiera habido algo.
—¿Entonces por qué no iba a decirlo?
El joven Lechmere recapacitó y encontró. «A lo mejor es tan malo que no se puede nombrar.»
Spencer Coyle se echó a reír. «¿Y tú no te alegras de no estar metido?»
—¡Muchísimo!
—Anda, ganso, vete a la cama —dijo Spencer con renovada hilaridad nerviosa—. Pero antes dime qué respuesta ha dado Owen a la acusación de estarlos engañando.
—¡Pues llévame tú y enciérrame dentro!
—¿Y le ha llevado?
—No lo sé… yo me vine.
Coyle cruzó una larga mirada con su discípulo. «No creo que sigan estando en la sala. ¿Dónde está la habitación de Owen?»
—No tengo la menor idea.
Coyle no sabía qué hacer; estaba en la misma ignorancia, y no se podía poner a probar puertas. Aconsejó a Lechmere entregarse al sueño, y salió al corredor. Caviló si sería capaz de encontrar la habitación que Owen le había mostrado una vez, recordando que en común con muchas de las otras tenía pintado un letrero con su nombre antiguo. Pero los corredores de Paramore eran intrincados; además parte de la servidumbre estaría levantada todavía, y no quería dar la impresión de merodear sin motivo. Regresó a su cuarto, donde la señora Coyle no tardó en advertir que su marido seguía sin poder darse al descanso. Como ella misma confesó tener por su parte, en aquel lugar terrible, una sensación acrecentada de «repeluzno», pasaron las primeras horas de la noche en conversación, e inevitablemnte entretuvieron una parte de esa vigilia con el relato que hizo Coyle de su coloquio con Lechmere, y el intercambio de opiniones que el mismo suscitó. A eso de las dos la señora Coyle estaba tan preocupada por su joven amigo perseguido, y tan poseída por el temor de que aquella chica retorcida se hubiera aprovechado de la invitación de Owen para someterle a una prueba abominable, que rogó a su marido que fuera a hacer averiguaciones, aunque fuese en detrimento de su propia tranquilidad. Pero Spencer, contumaz, había acabado acomodándose, a medida que sobre ellos se tendía el perfecto silencio de la noche, en una pálida aceptación de que Owen estuviera dispuesto a arrostrar sabía Dios que impía tensión
—prueba tanto más dura para una sensibilidad excitada cuanto que el pobre chico ya había aprendido, por la experiencia de la noche anterior, qué esfuerzo tan resuelto tendría que hacer. «Yo espero que esté ahí —dijo a su mujer—; ¡es la manera de demostrar la vileza con que le están tratando todos!» En cualquier caso, no podía comprometerse a explorar una casa que conocía tan poco. Inconsecuentemente, tampoco se preparó para acostarse. Se sentó en el vestidor con su luz y su novela —esperando que llegase la cabezada. Al cabo la señora Coyle se dio media vuelta y dejó de hablar, y al cabo también él se quedó dormido en el sillón. Cuánto tiempo estuvo durmiendo sólo lo supo después por cálculos; lo que primero supo fue que se había despertado confuso y bajo la impresión de un sonido espantoso. Su conciencia se aclaró deprisa, ayudada sin duda por un grito corroborante que salió del cuarto de su esposa. Pero Coyle no tenía oídos para su esposa; ya se había puesto en dos zancadas en el corredor. Allí el sonido se repitió: era el «¡Socorro! ¡Socorro!» de una mujer empavorecida.
Venía de un sector lejano de la casa, pero indicaba suficientemente de cuál. Coyle corrió sin parar, con ruido de puertas que se abrían y voces asustadas en los oídos y la débil luz del alba en los ojos. Al doblar el recodo de un pasillo dio ante sí con la blanca figura de una mujer desmayada sobre un banco, y al vívido fulgor de la revelación leyó sin detenerse que Kate Julian, demasiado tarde tocada su soberbia por una punzada de contrición por lo que había hecho con ánimo de burla, y viniendo a liberar a la víctima de su escarnio, había retrocedido, aplastada, ante la catástrofe que era su obra —la catástrofe que al momento siguiente él mismo contemplaba horrorizado desde el umbral de una puerta abierta. Owen Wingrave, vestido como le había visto por última vez, yacía muerto en el lugar donde encontraran a su antepasado. Tenía todo el aspecto del joven combatiente sobre el campo conquistado.
The Friends of Friends (1896)
ENCUENTRO, como profetizaste, mucho de interesante, pero poco de utilidad para la cuestión delicada —la posibilidad de publicación—. Los diarios de esta mujer son menos sistemáticos de lo que yo esperaba; no tenía más que la bendita costumbre de anotar y narrar. Resumía, guardaba; parece como si pocas veces dejara pasar una buena historia sin atraparla al vuelo. Me refiero, claro está, más que a las cosas que oía, a las que veía y sentía. Unas veces escribe sobre sí misma, otras sobre otros, otras sobre la combinación. Lo incluido bajo esta última rúbrica es lo que suele ser más gráfico. Pero, como comprenderás, no siempre lo más gráfico es lo más publicable. La verdad es que es tremendamente indiscreta, o por lo menos tiene todos los materiales que harían falta para que yo lo fuera. Observa como ejemplo este fragmento que te mando después de dividirlo, para tu comodidad, en varios capítulos cortos. Es el contenido de un cuaderno de pocas hojas que he hecho copiar, que tiene el valor de ser más o menos una cosa redonda, una suma inteligible. Es evidente que estas páginas datan de hace bastantes años. He leído con la mayor curiosidad lo que tan circunstanciadamente exponen, y he hecho todo lo posible por digerir el prodigio que dejan deducir. Serían cosas llamativas, ¿no es cierto?, para cualquier lector; pero ¿te imaginas siquiera que yo pusiera semejante documento a la vista del mundo, aunque ella misma, como si quisiera hacerle al mundo ese regalo, no diera a sus amigos nombres ni iniciales? ¿Tienes tú alguna pista sobre su identidad? Le cedo la palabra.
Sé perfectamente, por supuesto, que yo me lo busqué; pero eso ni quita ni pone. Yo fui la primera persona que le habló de ella: ni tan siquiera la había oído nombrar. Aunque yo no hubiera hablado, alguien lo habría hecho por mí; después traté de consolarme con esa reflexión. Pero el consuelo que dan las reflexiones es poco: el único consuelo que cuenta en la vida es no haber hecho el tonto. Esa es una bienaventuranza de la que yo, desde luego, nunca gozaré. «Pues deberías conocerla y comentarlo con ella», fue lo que le dije inmediatamente. «Sois almas gemelas.» Le conté quién era, y le expliqué que eran almas gemelas porque, si él había tenido en su juventud una aventura extraña, ella había tenido la suya más o menos por la misma época. Era cosa bien sabida de sus amistades —cada dos por tres se le pedía que relatara el incidente—. Era encantadora, inteligente, guapa, desgraciada; pero, con todo eso, era a aquello a lo que en un principio había debido su celebridad.
Tenía dieciocho años cuando, estando de viaje por no sé dónde con una tía suya, había tenido una visión de su padre en el momento de morir. Su padre estaba en Inglaterra, a una distancia de cientos de millas y, que ella supiera, ni muriéndose ni muerto. Ocurrió de día, en un museo de una gran ciudad extranjera. Ella había pasado sola, adelantándose a sus acompañantes, a una salita que contenía una obra de arte famosa, y que en aquel momento ocupaban otras dos personas. Una era un vigilante anciano; a la otra, antes de fijarse, la tomó por un desconocido, un turista. No fue consciente sino de que tenía la cabeza descubierta y estaba sentado en un banco.