13 cuentos de fantasmas (52 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Terror

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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«Con esa gente no puedes, ¿quiénes son?»

Le dije tanto como era imprescindible y él concluyó desanimado: «Ce sont des gens qu'il faut mettre a la porte».

«Nunca los viste; son terriblemente buenos», me puse en al acto a defenderlos.

«¿Que no los vi? Todo este trabajo tuyo los hace pedazos. Es todo lo que quiero ver de ellos.»

«Nadie hasta ahora dijo nada en contra. La gente de Cheapside está conforme.»

«Todos son burros y la gente de Cheapside es más burra que nadie. Vamos, no me digas que a esta altura tienes ilusiones acerca del público, especialmente acerca de los editores. No es para esa clase de animales que trabajas, es para los que entienden, coloro che sanno; así que no me mientas aunque te mientas a tí mismo. Hay cierta clase de cosas que acostumbrabas a intentar, y estaban muy bien. Pero no este disparate».

Cuando hablé con Hawley más tarde acerca de Rutland Ramsay y sus posibles sucesores él declaró que yo debía volver a mi bote o hundirme en el río. En resumen su tono era de advertencia. Lo noté; pero no eché a mis amigos a la calle.

Me aburrían mucho; pero el mismo hecho de que me aburrieran me impedía sacrificarlos —si hubiera algo que pudiera hacerse con ellos— sólo por mi rabia. Cuando miro retrospectivamente ese período me parece que no significaron nada en mi vida. Tengo de ellos la visión de su permanencia en mi estudio, sentados contra la pared en el viejo banco de terciopelo que luego iría a la basura, como un par de cortesanos pacientes en la antecámara real: estoy convencido de que durante las semanas más frías del invierno ellos se quedaban allí para ahorrar leña. Su novedad iba perdiendo brillo y era imposible no verlos como objeto de caridad. Cada vez que Miss Churm llegaba ellos se iban, y cuando me sumergí en Rutland Ramsay, Miss Churm venía cada vez más seguido. Se las arreglaron para insinuarme tácitamente que yo la quería para representar la vida de los sectores bajos; dejé que lo supusieran y entre tanto se pusieron a observar el trabajo —estaba desparramado en el estudio—sin descubrir que sólo había pinturas de los círculos altos. Se habían introducido en uno de los más brillantes de nuestros novelistas sin descifrar muchos pasajes. Aún después de la advertencia de Jack Hawley, los contraté una y otra vez: ya habría tiempo suficiente para despedirlos, si la despedida fuera necesaria, cuando pasaran los rigores del invierno. Hawley había entrado en contacto con ellos —los había conocido cuando estaban junto al fuego— y pensó que eran una pareja ridícula. Al saber que era pintor trataron de aproximársele, para demostrarle que ellos eran lo real; pero él los miró, a través de la habitación, como si estuvieran a muchas millas: eran el compendio de todo lo que él más objetaba al sistema social de su país. Personas como esas, todo convención y corteza, con exclamaciones que detenían la conversación, no tenían nada que hacer en un estudio. Un estudio era un lugar para aprender a ver y ¿qué se podía ver en ese par de almohadones de pluma?

El inconveniente principal que sufrí estando en sus manos fue que al principio no me atrevía a darles a conocer que mi hábil y diminuto criado posaba de lleno para Rutland Ramsay. Sabían que había sido bastante excéntrico —estaban preparados a estas alturas para soportar las excentricidades de los artistas— como para contratar a un vagabundo de las calles cuando podría haber contratado a una persona con recomendaciones y credenciales; pero pasó bastante tiempo antes de que comprendieran qué alto valoraba yo sus méritos. Muchas veces lo encontraron posando pero nunca dudaron de que era para representar a un organillero. Había muchas cosas que jamás adivinaron, y una de esas era que para una escena cúspide en la novela, para representar a un caminante, apenas delineado, se me había ocurrido usar al Mayor Monarch como modelo. Terminé por desechar la idea, no quería pedirle que se pusiera una librea, además de la dificultad de encontrar alguna que le fuera bien. Por fin un día, ya avanzado el invierno, cuando estaba trabajando con el despreciado Oronte, que había captado al vuelo la idea y estaba a punto de hacerme ir al grano, llegaron el Mayor y su esposa, con su sociable sonrisa inmotivada (había cada vez menos motivos para reir); llegaron como visitantes del campo —siempre me hicieron pensar eso— que habían cruzado el parque después de ir a la iglesia y que se proponían quedarse a almorzar. El almuerzo había pasado, pero podían quedarse para el té, sabía que ése era su deseo. Pero yo estaba inspirado, y no podía dejar que el impulso me abandonara y que mi trabajo esperara en tanto la luz del día se esfumaba, para que mi modelo se ocupara del té.

De modo que le pregunté a la Sra. Monarch si le importaría servirlo, pedido que por un instante le hizo venir toda la sangre a la cabeza. Sus ojos se posaron en los de su esposo durante un momento, e intercambiaron señales en cierto código mudo. En un instante se borró su falta de adecuación, la astuta alegría del Mayor le puso fin. Muy lejos de lamentarme por haber herido su orgullo, debo agregar, deseaba darles una lección tan contundente como pudiera. Actuaron juntos y trajeron las tazas y platos e hicieron hervir el agua. Sé que se sentían como si estuvieran esperando a mi sirviente, y cuando el té estuvo preparado, dije: «Para él también, por favor, está cansado». La señora Monarch le llevó una taza al lugar donde él posaba; la recibió como si fuera un caballero que en una fiesta portara un sombrero de gala bajo el brazo.

Después se me ocurrió que ella había hecho ese gran esfuerzo por mí —con cierta nobleza— y que yo le debía una compensación. Cada vez que la vi después del episodio, pensé qué compensación podría ser. No podía seguir haciendo cosas equivocadas para ocuparlos.

¡Oh, era lo equivocado!, la estampa del trabajo para el cual posaron; Hawley no era ya el único que lo decía.

Envié un gran número de dibujos que había hecho para Rutland Ramsay y recibí una advertencia mucho más concreta que la de Hawley. El consejero artístico de la casa para la que estaba trabajando tenía la opinión de que muchas de mis ilustraciones no eran lo que buscaban. La mayoría de ellas eran las que habían modelado los Monarch. Sin ir a la cuestión de qué estaban buscando, tuve que enfrentar el hecho de que de seguir así no me darían los demás libros. Me fui directo a Miss Churm, la busqué paso a paso. No sólo había adoptado a Oronte públicamente como mi héroe, sino que una mañana cuando el Mayor vino a ver si no lo precisaba para terminar una figura de Cheapside para la que había estado posando la semana anterior, le dije que había cambiado de idea, que iba a usar a mi nuevo modelo. Mi visitante se puso pálido y se quedó mirándome. «¿Él es la idea que usted tiene de un caballero inglés?», me preguntó.

Yo estaba contrariado y nervioso y quería seguir mi trabajo; así que le respondí ofuscado: «¡Oh, querido Mayor, yo no me voy a ir a la ruina por culpa suya!»

Fue una frase espantosa, pero se mantuvo de pie un momento más después del cual, sin una palabra, abandonó el estudio. Respiré aliviado, porque pensé que no lo volvería a ver. No le había dicho que estaba en peligro de perder mi trabajo, de que me rechazaran todos los dibujos, pero no podía soportar la rabia de que no hubiera sentido la catástrofe en el aire, leído conmigo la moraleja de nuestra infructuosa colaboración, la lección de que, en la deceptiva atmósfera de arte, aun la mayor respetabilidad puede fracasar al querer ser plástica.

No les debía dinero, pero sí los vi de nuevo. Reaparecieron dos o tres días más tarde, y, dados todos los otros hechos, había algo trágico en éste. Era una clara prueba de que no podían encontrar nada más qué hacer en la vida. Soltaron el hecho en un desgraciado parlamento; habían digerido la mala noticia de que no eran para las series. Si no me eran útiles ni siquiera para el Cheapside, su función parecía difícil de determinar, y al principio sólo pude juzgar que habían venido, conciliadora y decorosamente, para partir definitivamente. Esto me hizo alegrar secretamente, porque tenía poco tiempo; había situado a mis dos otros modelos uno junto al otro y estaba trabajando en un dibujo por el cual esperaba merecer la gloria. Había sido sugerido por el pasaje en el cual Rutland Ramsay, al alcanzarle el taburete a Artemisa, le dice cosas extraordinarias mientras ella ostensiblemente trata de interpretar una difícil pieza musical. Había dibujado a Miss Churm ante el piano en otras ocasiones —en esa actitud ella sabía cómo lograr una gracia poética absoluta—. Deseaba que las dos figuras se «ensamblaran» con intensidad, y mi pequeño italiano había entendido perfectamente mi idea. La pareja estaba ahí, viva ante mis ojos, el piano había quedado a un lado; era una muestra encantadora de juventud y arrullos de amor, que sólo tendría que captar y conservar. Mis visitantes, de pie, lo vieron, y yo, por encima del hombro, traté de ser amable.

No respondieron, pero estaba acostumbrado a su compañía silenciosa y seguí con mi trabajo, sólo un tanto desconcertado —aunque también exaltado al sentir que esto era lo ideal— por no haberme deshecho de ellos después de todo. Vivamente oí la dulce voz de la señora Monarch junto a mí: «Me gustaría que el cabello de ella estuviese un poco más compuesto». Levanté la vista y vi que observaba muy atentamente a Miss Churm, que le daba la espalda. «¿Le importaría que yo le diera algunos toques?» prosiguió, cosa que me hizo sobresaltar por un instante presa de un temor instintivo de que le hiciera a la joven algún daño. Pero me tranquilizó con una mirada que jamás voy a olvidar —confieso que entonces me habría gustado pintarla— y se acercó a mi modelo. Le habló con suavidad, pasándole la mano por el hombro y haciéndola inclinar un poco; y como la chica, entendiendo, asintió agradecida, ella le acomodó los ásperos rizos, con rápidos y certeros movimientos, de modo que la cabeza de Miss Churm en un instante duplicó sus encantos. Fue uno de los servicios personales más heroicos que vi alguna vez realizar. Entonces la Sra. Monarch se dio media vuelta con un suspiro bajo y, mirando el conjunto para ver si había algo más que hacer, se quedó de pie con humilde nobleza y levantó un trapo sucio que se había caído de mi caja de pintura.

Mientras tanto el Mayor había estado buscando alguna ocupación, yendo de un lado para otro del estudio, y vio ante él los restos de mi desayuno tirados, sin ordenar. «Digo, ¿no podría ser útil aquí?» me preguntó con voz vibrante. Asentí con una sonrisa que temí fuera artificial, y en los diez minutos siguientes, mientras yo trabajaba, escuché el tintineo de la porcelana y el sonido de cucharas y copas. La Sra. Monarch le ayudaba a su marido; lavaron la vajilla y la guardaron. Estuvieron merodeando en mi pobre cocina, y luego descubrí que habían lustrado mis cuchillos y que mi escasa platería había adquirido un brillo nunca visto antes. Cuando volvieron a mí, la latente elocuencia de lo que habían estado haciendo hizo que mi dibujo se esfumara por un momento; lo confieso, la pintura se desvaneció. Habían aceptado su fracaso, pero no podían conformarse con su destino.

Habían inclinado la cabeza agobiados por la ley cruel y perversa por la cual lo real puede ser mucho menos valioso que lo ficticio; pero no deseaban morir de hambre. Si mis sirvientes eran los modelos, entonces muy bien mis modelos podían ser los sirvientes. Los roles debían intercambiarse, los otros dos posarían como dama y caballero y ellos harían el trabajo doméstico. Todavía podían quedarse en el estudio; hubo un pedido intenso y mudo para que no los despidiera. Como si quisieran decirme, «Deje que nos quedemos, podemos hacer cualquier cosa».

Se me cayó el lápiz de la mano; se descompuso la imagen y tuve que decirle a mis modelos, que a su vez estaban bastante intimidados y sorprendidos, que salieran por un momento. Entonces, a solas con el Mayor y su esposa, pasé un momento de suprema incomodidad. Él sintetizó su ruego en una simple oración: «Digo, no sé si me entiende, déjenos hacer algo por usted, ¿no puede?» No podía, era horrible verlos lavar mis platos sucios; pero yo traté de hacer como que podía, contratarlos una semana más. Después les dí una suma de dinero para que se fueran y nunca más los vi. Obtuve los otros libros pero mi amigo Hawley insistió en que el Mayor y la Señora Monarch me habían hecho un daño irreparable, que me habían llevado por el rumbo equivocado. De ser cierto me contento con haber pagado el precio, por el recuerdo.

EL GRAN LUGAR AGRADABLE

The Great Good Place (1900)

I

George Dane había abierto los ojos a un nuevo y luminoso día, la cara de la naturaleza bien lavada por el chaparrón de la noche anterior, y toda radiante, como de buen humor, con nobles propósitos e intenciones llenas de vida: la luz inmensa y deslumbrante del renacer, en fin, inscrita en su pedazo de cielo. Se había quedado hasta tarde para terminar el trabajo: asuntos pendientes, abrumadores; al final se había ido a dormir dejando el montón apenas un poco menguado. Iba ahora a volver a él tras la pausa de la noche; pero por el momento casi no podía ni verlo, por encima del espinoso seto de cartas que el madrugador cartero había plantado hacía una hora, y que su sistemático sirviente, en la mesa de costumbre, junto a la chimenea, había ya formalmente igualado y redondeado. Era demasiado desalmada, la doméstica perfección de Brown. En otra mesa había periódicos, demasiados periódicos —¿para qué quería uno tantas noticias?—, ordenados con el mismo rigor rutinario, uno encima de otro, con las cabeceras asomando una tras otra como si fueran una procesión de decapitados. Más periódicos, revistas de toda clase, dobladas y en fajas, formaban un apiñado cúmulo que había ido creciendo durante varios días y del que él había ido cobrando una fatigada, desamparada conciencia. Había libros nuevos, aún empaquetados, o desempaquetados pero sin leer: libros de editores, libros de autores, libros de amigos, libros de enemigos, libros de su propio librero, un hombre que daba por sentadas —le parecía a veces— cosas inconcebibles. No tocó nada, no se acercó a nada, sólo fijó su vista cansada sobre el trabajo, tal como lo había dejado la noche pasada: la realidad que aún crudamente le amonestaba, en su habitación de altas y amplias ventanas, donde el deber proyectaba su dura luz en cada rincón. Era la eterna marea alta, la que subía y subía en cuestión de un solo minuto. Anoche le llegaba a los hombros: ahora le llegaba hasta el cuello.

Nada se había ido, nada había pasado de largo mientras dormía: todo se había quedado; nada que aún fuese capaz de sentir había muerto (con tanta naturalidad, habríase podido decir); al contrario, habían nacido muchas cosas. Olvidarse de ellas, de estas cosas, de estas cosas nuevas, olvidarlas del todo y ver si así, por un azar, no resultaba que era ésa la mejor manera de tratarlas: esta fantasía le acarició el rostro durante un momento como una posible solución, llevando a su piel, como tantas otras veces, la frescura de un soplo de aire. Un momento después, volvía a saber tan bien como siempre lo difícil, lo imposible que era abandonar: que el único remedio, la única esponja capaz de absorberlo todo suavemente, sería ser abandonado, ser olvidado. Pero un hombre que una vez había tenido gusto por la vida —que lo hubiera tenido, en todo caso, igual que él— no tenía ahora ningún pretexto para huir de ella. Debía cosechar lo sembrado. Le envolvía una maraña; había ido a acostarse bajo una red, para ver, al despertar, que no se había movido de su sitio. La red era demasiado fina; las cuerdas se entrelazaban en puntos demasiado próximos, y en cada uno de ellos se formaba un nudo pequeño, un nudo duro y tenso que esta mañana unos dedos cansados, demasiado débiles, demasiado flojos, no podían tocar. Los de nuestro pobre hombre no tocaron nada: sólo se deslizaron significativamente en los bolsillos mientras su dueño se acercaba a la ventana jadeando sin fuerzas ante el enérgico espectáculo de la naturaleza. Que la naturaleza estuviera ya tan dispuesta era lo más desesperante. Anoche, de madrugada, en las horas pasadas junto a la lámpara, le había proporcionado cierta tranquilidad. Las cortinas del estudio estaban echadas, pero la lluvia se había hecho audible, y en cierto modo misericordiosa; un intenso aguacero había limpiado la ventana, y eso había parecido dar con la solución, con el retraso, la interrupción, con todo lo que, con sólo haber durado, habría podido despejar la tierra, hacer flotar en un mar sin límites los innumerables objetos que entorpecían y estorbaban su paso. Estaba claro que, si había soltado la pluma, había sido casi por efecto de la dulce presión que todo aquello le hacía sentir. Al apagar la luz, en los cristales se había oído el más grato de los silbidos; había dejado la frase sin terminar, abandonado los papeles como para que, en su ímpetu, los arrastrase la corriente. Pero ahora, todavía sobre la mesa, quedaban los huesos de la frase: y no todos; lo único que la corriente había arrastrado, y lo que nunca iba a poder recuperar, era la mitad perdida con la que habría podido acoplarse para formar una figura.

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