Su esposa le miraba sin parpadear. «¿Y cómo es?»
—No es más que una alcoba vacía y sin gracia, de estilo antiguo, espaciosa y amueblada con cosas «de época».
Está forrada de maderas hasta el techo, y se ve que hace muchísimos años la madera estuvo pintada de blanco.
Pero la pintura ha amarilleado con el tiempo, y en las paredes hay colgados tres o cuatro «dechados» vetustos y extraños, con su marco y su cristal.
La señora Coyle miró en derredor con un estremecimiento. «¡Me alegro de que aquí no haya dechados! ¡En la vida he oído una cosa más siniestra! Vamos a cenar.»
Al bajar la escalera su marido le mostró el retrato del coronel Wingrave: la efigie, no carente de fuerza y estilo para su época, de un señor de facciones duras y armónicas, con casaca roja y peluca. La señora Coyle dictaminó que su descendiente el anciano sir Philip se le parecía muchísimo; y su marido pensó, aunque no lo dijo, que si uno tenía la valentía de pasearse de noche por los vetustos corredores de Paramore acaso se tropezase con una figura parecida, vagando, con fantasmal desasosiego, de la mano de la figura de un muchachito espigado.
Según se dirigía al salón con su esposa se sorprendió de pronto arrepentido de no haber insistido más en que su discípulo se fuera a Eastbourne. La velada, sin embargo, parecía favorable para disipar presentimientos caprichosos, pues la severidad del círculo familiar, tal como Coyle había imaginado su composición, apareció mitigada por una representación del «vecindario». El grupo de comensales estaba reforzado por dos animados matrimonios, uno de ellos el formado por el vicario y su esposa, y un joven silencioso que había venido al campo a pescar. Lo cual fue un alivio para Coyle, que ya empezaba a preguntarse qué era, en resumidas cuentas, lo que se esperaba de él y por qué habría hecho la tontería de venir, y que vio entonces que al menos durante las primeras horas no habría que abordar directamente la situación. Y no sólo esto, sino que encontró, como ya encontrara antes, ocupación bastante para su ingenio en leer los diversos síntomas de los que era expresión el cuadro social desplegado ante él. El día siguiente sería seguramente agotador: preveía la dificultad del largo y decoroso domingo, y la sequedad de las ideas de Jane Wingrave, destiladas en ardua conferencia. Su padre y ella le harían ver que dependían de él para lo imposible, y si intentaban mezclarle en una política demasiado grosera quizá acabase dándoles su opinión sobre la misma —accidente que no era necesario para hacer de su visita una triste equivocación. De hecho el designio del viejo era evidentemente que sus amistades vieran en ella una muestra inequívoca de que no pasaba nada. La presencia del gran instructor londinense equivalía a una profesión de fe en los resultados del examen inminente. Estaba claro, aunque ello no dejara de sorprender al visitante principal, que se había obtenido de Owen el compromiso de no hacer nada que desmintiera la aparente concordia. Dejaba pasar las alusiones a sus duros trabajos, y, callado en cuanto a sus cosas, hablaba con las señoras tan amigablemente como si nadie le hubiera repudiado. Cuando Coyle, desde el otro lado de la mesa, sorprendió en un par de ocasiones su mirada, que dejaba entrever una pasión indefinible, halló un desconcertante patetismo en su rostro risueño: era imposible no sentir dolor ante un corderito tan visiblemente marcado para el sacrificio. «¡Demonios, qué lástima que sea tan luchador!», suspiró para sus adentros —y con una falta de lógica que era sólo superficial.
Esa idea, sm embargo, le habría absorbido más de no haber estado tan dominada su atención por Kate Julian, que ahora, teniéndola enfrente, le parecía una joven notable, y hasta posiblemente interesante. El interés no residía en ninguna gran hermosura, porque, aunque era guapa, con aquellos ojos rasgados, orientales, aquel cabello magnífico y aquella genérica originalidad descarada, Coyle había conocido otros cutis de mejor color y otras facciones que le gustaban más; el interés habitaba en una extraña impresión que daba Kate de ser exactamente la clase de persona que, dada su posición, las consideraciones vulgares, las de la prudencia y quizá hasta un poco las del decoro, le hubieran aconsejado no ser. Era lo que vulgarmente se llama un paniaguado —un ser destituido, tutelado, tolerado; pero algo en su presencia toda proclamaba que si su situación era inferior, su genio, para compensar, estaba por encima de precauciones o sumisiones. No era que fuera agresiva, no: era demasiado indiferente para eso; era sólo como si, no teniendo nada que ganar ni que perder, pudiera darse el lujo de hacer lo que le viniera en gana. Pensaba Spencer Coyle en la posibilidad de que se estuviera jugando más cosas que las que parecía abarcar con la imaginación; fuera cual fuese esa cantidad, en fin, no había visto nunca a una mujer joven menos preocupada por andar sobre seguro. Se preguntó, inevitablemente, cómo serían las relaciones entre Jane Wingrave y una alojada así; pero ese género de preguntas eran, por supuesto, simas insondables. Acaso la aguda Kate mandase incluso sobre su protectora. Aquella otra vez que Coyle estuvo en Paramore había tenido la impresión de que, con sir Philip a su lado, la chica era capaz de luchar aunque se viera acorralada contra la pared. Kate era una diversión para sir Philip, le deleitaba, y a él le gustaba la gente intrépida; entre él y su hija, además, no había duda de quién estuviera más arriba en la escala de mando. Jane Wingrave da por sentadas muchas cosas, y más que ninguna el rigor de la disciplina y el destino del vencido y del cautivo.
Pero entre el inteligente delfín de los Wingrave y una compañera tan original de su niñez, ¿qué relación singular se habría trabado? No podía ser de indiferencia, pero partiendo de dos personas jóvenes, felices y agraciadas era todavía menos probable que fuera de aversión. No eran Pablo y Virginia, pero tenían que haber tenido su verano común y su idilio: a ninguna buena chica podía dejar de gustarle tan buen chico como no fuese por no gustarle ella a él, y ningún buen chico podía resistirse a aquella proximidad. Coyle recordaba, sí, que por lo que le había contado la señora Julian no parecía que la proximidad hubiera sido ni mucho menos constante, debido a las estancias de su hija en el colegio, y las de Owen; sus visitas a unos cuantos amigos que tenían la bondad de «llevársela» de vez en cuando; sus temporadas en Londres —tan difíciles de organizar, pero todavía posibles con la ayuda de Dios— para «perfeccionarse» en el dibujo, en el canto, sobre todo en el dibujo, o mejor dicho en la pintura al óleo, por la que había sido muy elogiada. Pero también había dicho la buena señora que los chicos eran enteramente como hermanos, lo cual era un poco, en el fondo, lo de Pablo y Virginia. La señora Coyle tenía razón, y era evidente que Virginia estaba haciendo todo lo posible por endulzarle las horas a Lechmere hijo. No había un torrente de conversación que exigiera graves esfuerzos de nuestro crítico para pensar estas cosas: el tono de la ocasión, gracias principalmente a los otros invitados, no daba pie a divagaciones: tendía a la repetición de anécdotas y a la glosa de las rentas, temas que se apretaban entre sí como animales temerosos. Juzgaba Coyle con qué intensidad ansiaban sus anfitriones que la velada transcurriera como si nada hubiera sucedido; y esto le daba la medida de su íntimo resentimiento. Antes de que acabase la cena se halló inquieto por su segundo pupilo. El joven Lechmere, desde que empezó a prepararse, había hecho todo lo que se podía esperar de él; pero eso no impedía la percepción presente de su preparador de que en los momentos relajados era inocente como un recién nacido. Coyle había ido pensando que las distracciones de Paramore seguramente le servirían de tónico, y el comportamiento del pobre muchacho confirmaba lo acertado del pronóstico. El tónico había sido inequívocamente administrado; había llegado en forma de revelación. La luz que brillaba en la faz de Lechmere hijo proclamaba, con un candor que era casi una llamada a la compasión, o cuando menos una eximente del ridículo, que jamás había conocido nada semejante a Kate Julian.
Ya en el salón, después de la cena, la joven halló ocasión de abordar al ex preceptor de Owen. Se detuvo ante él un momento, sonriendo a la vez que abría y cerraba el abanico, y luego dijo bruscamente, alzando sus extraños ojos: «Sé a qué ha venido usted, pero es inútil.»
—He venido a atenderla a usted un poquito. ¿Eso es inútil?
—Es muy cortés. Pero yo no soy el tema del día. No podrá usted hacer nada con Owen.
Spencer Coyle vaciló un momento. «Y usted, ¿que piensa hacer con su joven amigo?»
Ella miró en derredor, abriendo mucho los ojos. «¿Con Lechmere? ¡Pobrecito mío! Hemos estado hablando de Owen. Le admira muchísimo.»
—Y yo también, debo decirlo.
—Todos le admiramos. Por eso estamos tan desesperados.
—¿Así que usted personalmente querría que fuese militar? —preguntó el visitante.
—Tengo todas mis esperanzas puestas en ello. Adoro el ejército, y le tengo muchísimo cariño a quien fue mi amigo de la infancia —dijo Kate Julian.
Spencer recordó la distinta versión de su actitud que daba él; pero juzgó leal no discutir. «No hemos de pensar que su amigo de la infancia no le tenga cariño a usted. Por lo tanto, deseará complacerla; y no veo por qué no pueda eso arreglarse entre un par de jóvenes inteligentes como son ustedes.»
—¡Complacerme! —repitió la señorita Julian—. Lamento decirle que no manifiesta el menor deseo. Me tiene por necia y descarada. Le he dicho lo que pienso de él, y me detesta.
—¡Pero si piensa usted muy buenas cosas! Acaba de decirme que le admira.
—Su talento y sus posibilidades sí; hasta su aspecto personal, si se puede decir. Pero no su conducta en este momento.
—¿Ha hablado usted de eso con él? —preguntó Spencer.
—Ya lo creo, me he atrevido a serle franca…, porque me pareció que la ocasión lo permitía. No le podía gustar lo que le he dicho.
—¿Qué le ha dicho?
La joven, pensando un momento, volvió a abrir y cerrar el abanico. «Pues…, siendo como somos amigos de tanto tiempo… ¡le he dicho que su conducta no es ni mucho menos la de un caballero!»
Dicho esto sus ojos se cruzaron con los de Coyle, que se asomó a sus ambiguas profundidades. «¿Qué le hubiera dicho, entonces, de no existir ese vínculo?»
—¡Es curioso que usted lo pregunte… de esa manera! —replicó ella echándose a reír—. No comprendo su posición:
¡yo creía que lo suyo era formar soldados!
—Acepte mi modesta broma. Pero en el caso de Owen Wingrave no hay nada que «formar» —declaró Coyle—. A mi entender —y el pequeño preparador hizo una pausa, como consciente de incurrir en una paradoja—, a mi entender ya es, en un sentido elevado de la palabra, un luchador.
—¡Pues que lo demuestre! —exclamó ella con impaciencia y volviéndole la espalda bruscamente.
Spencer Coyle la dejó marchar; algo había en aquel tono que le molestaba, y aun que le escandalizaba un poco.
Evidentemente había habido una escena violenta entre aquellos jóvenes, y la reflexión de que al fin y al cabo no era cosa de su incumbencia no hacía sino intranquilizarle más. Aquella casa era, en efecto, una casa militar, y ella en cualquier caso era una damisela que tenía puesto su ideal de hombría —porque sin duda todas las damiselas tenían sus ideales de hombría— en el tipo del guerrero consagrado. Era un gusto como otro cualquiera; pero todavía un cuarto de hora más tarde, encontrándose cerca de Lechmere, que encarnaba ese ideal, Spencer Coyle seguía estando tan molesto que abordó al inocente mozo con una cierta sequedad profesoral. «Que conste que no estás obligado a trasnochar. No es para eso para lo que te he traído.» Los invitados a la cena se estaban despidiendo, y las velas para los dormitorios parpadeaban en significativa hilera. Pero el joven estaba muy gratamente agitado para sentir desaires: tenía una fijación feliz que le hacía sonreír casi de oreja a oreja.
—Si estoy deseando que llegue la hora de acostarse. ¿Sabe usted que hay una habitación muy animada?
Coyle dudó un instante sin recoger la insinuación; luego habló al dictado de su tensión general. «¿No te habrán puesto ahí?»
—Desde luego que no: hace siglos que nadie pasa allí la noche. Pero eso es exactamente lo que yo quiero… sería la mar de divertido.
—¿Y te has dedicado a obtener el permiso de la señorita Julian?
—Dice que ella no es quien lo puede dar. Pero cree en todo eso, y sostiene que hasta ahora nadie se ha atrevido.
—¡Ni se atreverá! —dijo Spencer con decisión—. Y particularmente un hombre en tu crítico estado debe pasar la noche con tranquilidad.
Lechmere hijo dio un suspiro apenado pero razonable. «Está bien. Pero ¿no me puedo quedar a darle un toque a Wingrave? Aún no he tenido ocasión.»
Coyle consultó su reloj. «Puedes fumarte un cigarrillo.»
Sintió una mano en el hombro, y volviéndose vio a su mujer echándole cera derretida sobre la chaqueta. Las señoras se iban a la cama, y era la hora oficial de sir Philip; pero la señora Coyle comunicó confidencialmente a su marido que después de oírle contar aquellos horrores se negaba en rotundo a quedarse sola en ninguna parte de la casa, aunque fuera por muy poco tiempo.
El prometió seguirla al momento, y tras los saludos de rigor las señoras se retiraron. En Paramore se mantenían las formas con tanta bravura como si ninguna congoja ensombreciera el caserón. La única que Coyle echó en falta fue la salutación de Kate Julian, que no le dirigió ni una palabra ni una mirada; pero sí la vio mirar con dureza a Owen. Su madre, apocada y compadecida, fue al parecer la única de quien el joven recibió una inclinación de cabeza. Jane Wingrave acaudilló la marcha de las tres damas —un pequeño desfile de velas temblorosas— por la ancha escalera de roble y más allá del retrato vigilante del malhadado ancestro. Compareció el criado de sir Philip para ofrecer su brazo al anciano, que volvió una tiesa espalda al pobre Owen cuando el chico hizo un vago ademán de adelantarse a prestar ese servicio. Coyle supo más tarde que antes de que Owen cayera en desgracia había sido siempre suyo el privilegio, cuando estaba en casa, de llevar ceremoniosamente a su abuelo a descansar. Ahora sir Philip, desdeñoso, había cambiado de costumbres. Sus habitaciones estaban en el piso bajo, y hacia ellas se fue arrastrando los pies, pero muy derecho, con la ayuda de su mayordomo, luego de fijar por un momento, significativamente, sobre el más responsable de sus visitantes aquel rayo rojo y denso, como relumbre de ascuas removidas, que hacía que sus ojos desentonaran extrañamente de la suavidad de sus modales. Fue como decirle al pobre Spencer: «¡Mañana nos las veremos con ese golfo!» Cualquiera hubiera deducido de aquella mirada que lo menos que había hecho el golfo, que en ese momento se alejaba hasta el otro extremo de la sala, era falsificar un cheque. Su amigo le contempló por un instante; le vio dejarse caer nervioso en un sillón, y levantarse en seguida con desasosiego. Este mismo movimiento volvió a llevarle a donde Coyle dictaba sus últimas órdenes al joven Lechmere.