Sin embargo, la legalización del Partido Comunista marcaría el punto de inflexión en las relaciones entre Suárez y las fuerzas armadas. Fue una decisión personal de Suárez. Pero acordada previamente con el rey. En el secreto estuvieron muy pocas personas: Gutiérrez Mellado, Martín Villa, Calvo Sotelo, Alfonso Osorio, Sabino Fernández Campo… alguno de ellos lo sabría prácticamente la víspera. Para el resto de la nomenclatura del sistema y la sociedad en general, la sorpresa fue completa. Especialmente para las fuerzas armadas, en las que cayó como un auténtico bombazo.
La violación de la palabra de honor dada por el presidente a los altos mandos militares meses atrás, hizo que en el Ejército la convulsión fuese total. Hubo reuniones oficiales, no clandestinas, al más alto nivel castrense, donde se escucharían bien altas y sonoras las palabras engaño y traición. El ejército era partidario de «exigir» al ejecutivo y de pedir la dimisión inmediata de los ministros militares. Que salieran del gobierno. Por vez primera —y última— se llegó a hablar de intervención militar desde dentro de la milicia. El Ejército llegó a plantearse en términos estrictos sublevarse. No fue una iniciativa de una parte, de unos pocos soldados ultras apegados a la nostalgia franquista. Fue la voluntad de todo el colectivo militar. El sentimiento de rebelión fue general. Insisto en que no sería la voz altisonante de una milicia de marginales trasnochados franquistas, sino la de aquellos a quienes se definía como liberales, progresistas, demócratas, asépticos profesionales u hombres del rey. Fue la valoración de todo un colectivo, sin fisuras, con un peso específico de poder más que notable.
Aquel Ejército de España que ya no era el de Franco, que era el del rey, al que arropaba en una unidad total, seguía siendo, no obstante, el de la victoria, que para ellos lo había sido sobre el comunismo en una espantosa y cruenta guerra civil. Así se había ido pasando a las nuevas generaciones de jóvenes oficiales; y entre otras, a la de comandantes y capitanes de la Academia General Militar de la promoción del rey. Durante una de las muchas decenas de conversaciones que he mantenido con el general Armada a lo largo de los últimos veinticinco años, me enjuició así aquel momento:
Había dos grupos, los que hicimos la guerra y los que se incorporaron a la milicia después. Los primeros estábamos en el puesto más alto del escalafón. Éramos conscientes de la situación pero más tranquilos. Los jóvenes eran quienes más nos apretaban, empujaban y exigían. Estaban, como nosotros, en contra de los atentados que golpeaban a las Fuerzas Armadas y a todos los sectores sociales, pero lo exteriorizaban más. Había una honda preocupación por los estatutos de autonomía y el desarrollo de la España de las autonomías. Y un tercer elemento que supuso el divorcio entre el Ejército y el Gobierno, personalizado en las figuras de Suárez y Gutiérrez Mellado fue la legalización del Partido Comunista. Fue un engaño y una traición a la palabra dada. El signo político de aquellos años de transición evidenciaba que se trataba mejor a quienes habían perdido la guerra.
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Qué duda cabe de que en la perspectiva del tiempo, la legalización del Partido Comunista llegaría a ser el mayor acierto político de Suárez y del rey Juan Carlos. Santiago Carrillo y el PCE, en su línea eurocomunista, contribuyeron positivamente a la pacificación política durante la transición. Sin el revanchismo ni las reivindicaciones radicales mantenidas durante el exilio. En ese aspecto, sería más extrema la actitud del PSOE con el mantenimiento de su línea dogmática marxista y de su voto particular sobre la opción republicana, que pertinazmente mantendría durante la elaboración de la Constitución a modo de amago. Si Suárez y el rey valoraron que la convocatoria de las primeras elecciones libres y democráticas reclamaba la presencia de todas las formaciones políticas, incluido el Partido Comunista, fue un error de magro calado por parte del presidente no haber prevenido antes al Ejército y haber intentado contar con su comprensión. De la misma forma en que les había explicado el alcance de la reforma y comprometido su palabra de que no se legalizaría a los comunistas, bien pudo, si las circunstancias así lo exigían, haberlos vuelto a reunir para exponerles que la situación había cambiado, que la transición hacia la democracia exigía la legalización de los comunistas por las particularidades de nuestra reciente historia. O por el compromiso personal adquirido por don Juan Carlos, siendo príncipe, con el viejo líder comunista Santiago Carrillo. Lo más seguro es que también lo hubieran aceptado; por disciplina y por mandato del rey, aunque no les gustara y estuvieran en contra. Pero por la forma en que se hizo fue todo un trágala que jamás perdonarían a Suárez y a Gutiérrez Mellado.
El Ejército no se irritó por el hecho de la legalización en sí, sino por el engaño que supuso la violación de una promesa. Cayó como una felonía que desenganchó a los militares del proceso de la transición. Su inquina la centraron en Suárez y Gutiérrez Mellado. El primero pasó a ser un tramposo sin crédito alguno; al segundo, lo apearon del empleo de teniente general y se quedó con el de «señor Gutiérrez». Al vicepresidente, muchos generales le retirarían el saludo. Ni siquiera se le pondrían en adelante al teléfono. Mellado trataría de justificarse posteriormente asegurando que habló con los ministros militares. No fue cierto. Por soberbia, desoyó las recomendaciones que en ese sentido le hicieron otros miembros del ejecutivo argumentado que «ése es un asunto mío», «yo me ocuparé de él». Pero no lo hizo.
Sin embargo, la responsabilidad fue del presidente. Incluso, varios miembros de su familia le retirarían el saludo. Y hasta le negarían ostensiblemente la paz en misa. En las conversaciones que don Juan Carlos mantuvo con José Luis de Vilallonga para su libro de recuerdos, el monarca le confesaría que se puede confiar en el Ejército si se juega limpio con él: «He pasado buena parte de mi tiempo intentando eliminar las eternas sospechas que levanta el ejército entre los políticos. Tanto más cuanto que son sospechas sin fundamento real. Yo, que los conozco bien, sé que se puede tener confianza en los militares, a condición, naturalmente, de jugar limpio con ellos.»
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Para la historia de la transición, la fecha de la inscripción del Partido Comunista será recordada como el Sábado Santo Rojo. La detención convenida de Carrillo en las Navidades de 1976, y la matanza de Atocha —preparada e inducida muy posiblemente por elementos de los servicios de inteligencia y policiales, o de servicios parapoliciales—, serían dos hechos que acelerarían el proceso de la legalización de los comunistas. Aprobada la reforma política, el gobierno dispuso la cita electoral y abrió la ventanilla para la inscripción partidaria. En aluvión se recibió una auténtica lluvia de siglas. La sopa de letras. También el Partido Comunista presentó en febrero sus estatutos en el ministerio del Interior para ser inscrito y reconocido. Pero su caso era singular. Una cuestión política y de tiempo, enviándose sus estatutos al Tribunal Supremo para que éste decidiera. La última reforma aprobada del Código Penal precisaba que no se inscribirían las formaciones políticas de obediencia internacional que pretendieran instaurar un régimen totalitario. Una redacción eufemística bastante sospechosa, que en su espíritu parecía dejar un portón abierto a una pronta legalización de los comunistas. Ni siquiera en la época de Stalin el PCUS se definía bajo esos principios. Era un partido «demócrata».
En el fondo, el asunto estaba pactado. Suárez fue jugando sus cartas con habilidad. El compromiso era favorecer un Partido Socialista fuerte. Así, concedería
ipso facto
la legalización del PSOE-renovado de Felipe González, al tiempo que bloqueaba temporalmente al PSOE-sector histórico, devolviéndole la documentación para que modificase sus estatutos. A cambio, González ya se había comprometido a deslindar su suerte de la del PCE. «No vamos a hacer toda nuestra lucha en función de la legalidad del Partido Comunista», afirmaría en la jornada inaugural del XXVII Congreso. La legalización del PCE no fue una imposición exterior. Al contrario. Naciones tan democráticas como los Estados Unidos y Alemania Federal tenían a los comunistas fuera de la ley. Y se trataba de países que en mayor y menor grado estaban tutelando la transición española. Abiertamente, la administración Ford-Kissinger no deseaba en absoluto que se les legalizase.
Lo que por entonces se desconocía era que en el verano de 1974 el príncipe Juan Carlos, Jefe de Estado en funciones por la primera enfermedad —tromboflebitis— de Franco, había tenido un primer contacto indirecto con Santiago Carrillo en París. En sus memorias, el viejo agitador revolucionario stalinista, devenido eurocomunista en los años setenta, describe el encuentro celebrado en el restaurante
Le Vert Galant
, cerca de Notre Dame, con José Mario Armero y Nicolás Franco Pascual de Pobil. La sorpresa de Carrillo fue mayúscula cuando se encontró ante el sobrino carnal del Caudillo, quien no le revelaría que estaba realizando una encuesta entre representantes de todos los sectores políticos para conocer su opinión sobre la monarquía y su papel futuro. Y quería saber lo que pensaba el líder comunista.
Carrillo le respondió que la muerte de Franco debía ser el fin de la dictadura. Nada de continuismo. La ruptura con el pasado debía dar paso a un sistema basado en el sufragio universal, libertad sindical, de partidos y amnistía política. El asunto de la monarquía debía ser resuelto posteriormente, en votación popular, aceptando la decisión de la mayoría. Aunque naturalmente el Partido Comunista se inclinaba por la república, para ellos la alternativa no estaba entre monarquía o república, sino entre democracia y dictadura. «En aquel momento, señala Carrillo, el señor Franco Pascual de Pobil no me dio ninguna pista sobre a quién representaba. Sólo tres años después, en ocasión de un encuentro que tuvimos en España, me aclaró que su visita respondía a una encuesta que le había encargado el entonces príncipe Juan Carlos entre dirigentes de la oposición democrática.»
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Posteriormente hubo un segundo contacto mucho más directo y con comunicados cruzados. A los pocos meses de ser coronado don Juan Carlos, éste envió a su embajador especial Manolo Prado a Bucarest a entrevistarse con Ceaucescu para que le hiciera llegar un mensaje a su correligionario Carrillo. En el interior de España, las bases comunistas desarrollaban una eficaz campaña de agitación callejera en contra de la monarquía y de la figura del rey, al que se reputaba una línea continuista de la dictadura. Por su parte, el líder comunista se prodigaba en declaraciones en medios extranjeros contra la joven figura de don Juan Carlos, que tenían su impacto entre los reformistas del régimen y en los grupos de la oposición moderada con los que se contaba para encarar la reforma del sistema. El rey tenía muy presentes los antecedentes históricos del descabalgamiento de su abuelo Alfonso XIII por el empuje de los partidos de izquierda y de la burguesía republicana, y por la pasividad de los sectores monárquicos. La restauración o instauración había costado un paréntesis de casi 45 años y su objetivo era consolidar la corona, no sobre el apoyo de la derecha ni de los monárquicos, que no existían, sino con la aceptación de los partidos de izquierda. Especialmente del Partido Comunista, el más activo y beligerante, con su líder Carrillo como máximo espoleador. Éste le aseguraba a la periodista italiana Oriana Fallaci que el reinado de Juan Carlos sería muy corto entre duros ataques, insultos y descalificaciones hacia el joven monarca.
«¿Qué posibilidades tiene Juan Carlos? Todo lo más ser rey por algunos meses. Si hubiera roto a tiempo con Franco, habría podido encontrar una base de apoyo. Ahora no tiene nada y le desprecian todos. Yo preferiría que hiciese las maletas y se fuese con su padre diciendo: “Devuelvo la monarquía al pueblo”. Si no lo hace, terminará muy mal… Para el hombre de la calle el único heredero legítimo de Alfonso XIII es el conde de Barcelona. Al reemplazar a éste, Juan Carlos traiciona a su padre. Y en España, y sobre todo para el hombre de la calle, quien traiciona a su padre, incluso por una corona, no puede gozar de la menor credibilidad de parte de sus compatriotas.»
Con independencia de que Carrillo no fuera el más indicado para enjuiciar las relaciones entre padre e hijo, pues en la memoria está su repugnante actitud hacia su padre, Wenceslao, poco antes del colapso total republicano en la Guerra Civil, el dictador rumano recibió a Prado con máximo recelo, como si de un superespía se tratara. Pero el embajador real conseguiría transmitir el mensaje: había que decirle a Carrillo de parte del rey que el Partido Comunista tenía que tener paciencia. La reforma del sistema político franquista se iba a hacer de inmediato, y para ello sería muy importante evitar todo intento por desestabilizar la convivencia nacional. El rey tenía la firme voluntad de que una vez establecida la democracia, el Partido Comunista fuese legal. Quizás en un período de dos años. Cuando Ceaucescu transmitió a Santiago Carrillo el contenido de la propuesta real, su respuesta no se hizo esperar: «Teníamos que ser legalizados al mismo tiempo que los demás y no después».
El asunto de la posible legalización del Partido Comunista ya había arrancado algunos chispazos durante la breve gestión gubernamental de Arias Navarro. En este caso, el malestar surgiría a cuenta del entonces poderoso ministro y vicepresidente Manuel Fraga Iribarne, quien durante unas jornadas de pesca en junio del 76 le filtraría al corresponsal del
New York Times
, Cyrus Sulzberger, que había que ir pensando en que algún día, quizá después de las primeras elecciones, el Partido Comunista de España tendría que ser legalizado. El barullofue fenomenal. Los cuatro ministros militares, De Santiago, Álvarez-Arenas, Franco Iribarnegaray y Pita da Veiga, se dirigieron indignados al presidente exigiendo una rectificación del ministro del Interior, al tiempo que mostraron su considerable disgusto al rey. Fraga se negó a realizar rectificación alguna. Y Suárez, ay, circunstancias de la vida y seguramente del cargo —entonces estaba al frente de los últimos jirones del Movimiento—, llamó a Pita da Veiga para solidarizarse con la actitud que habían tomado los compañeros de armas por su gesto patriótico: «Las declaraciones de Fraga —le aseguró— sobre la posibilidad de legalizar a los comunistas son absolutamente intolerables».